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Muerte y Resurrección de los Noventa

¿Fue la década del optimismo la más feliz de la historia? Una nueva generación de escritores y directores que crecieron en ese tiempo vuelve a examinar ahora sus mitos

Las protagonistas de ‘Las Niñas’, de Pilar Palomero, que transcurre en 1992.Muerte y Resurrección de los Noventa

Una chica enfundada en un disfraz de Cobi, desgarbadamente y con mirada resacosa, en una mugrienta esquina grafiteada. 

La contundente imagen anuncia el montaje teatral Projecte 92 que el colectivo Las Huecas lleva moviendo por salas alternativas desde 2017, adelantándose a la revisión crítica de esa década crucial —los noventa— que ha sido abordada desde diferentes frentes a lo largo de este curso pandémico: novelas —Simón, de Miqui Otero, o Feria, de Ana Iris Simón—, ensayos —Cómo hemos cambiado, de Juan Sanguino—, series de televisión —Veneno, de Javier Calvo y Javier Ambrossi, a partir del libro de Valeria Vegas—, documentales —El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco—, películas de ficción —Las niñas, de Pilar Palomero— y exposiciones —Acción. Una historia provisional de los 90, en el MACBA— colocan el foco sobre las mitologías y las paradojas de un periodo en el que España pasó de ser (y sentirse) el centro del mundo, con los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla, a convertirse en el laboratorio de experimentación de nuevas modulaciones del desencanto, bajo el telón de fondo de los casos de corrupción, el sensacionalismo mediático en torno a sucesos como el crimen de Alcàsser, la burbuja de la arquitectura-espectáculo, la consagración de un modelo cultural que se medía en lo cuantitativo y en la imponencia de sus grandes equipamientos —en ocasiones, tocados por la maldición de convertirse en prematuras ruinas modernas—, la progresiva transformación de las ciudades en parques temáticos al servicio de una explotación turística acelerada y bendecida por el neoliberalismo, los conflictos sociales derivados de la reconversión industrial y esas mayorías absolutas que precederían a la eclosión de la indignación ciudadana y la subsiguiente fragmentación política.

El fenómeno invita a ser leído en clave generacional: como el ajuste de cuentas de quienes, nacidos o formados en ese momento de exaltación colectiva, han rebasado la mayoría de edad con la convicción de que su cotidiana precariedad será el único horizonte tras una crisis financiera y una crisis pandémica. Las promesas del año olímpico fueron, en realidad, un elaborado acto de ilusionismo, cuyas claves secretas habían estado allí, a la vista de todos, desde el principio, como detalla con afilada brillantez la descripción de la ceremonia inaugural de Barcelona-92 que Miqui Otero incluye en Simón: “Un atleta paralímpico tensó el arco y disparó una flecha de fuego que encendió, allá arriba, el pebetero. ¿Quién podría criticar algo así?

Más adelante se supo que en realidad del cuenco olímpico emanaba gas en todo momento y que la flecha no había caído dentro; esta había encendido el pebetero pasando de largo para aterrizar en alguna de las calles de los solitarios alrededores del estadio. Pero el caso es que la luz quedó encendida. En realidad, la ceremonia había sido un juego de astucias y trucos. Y aun así, o precisamente por ello, los aplausos eran tan merecidos. Solo los tontos preguntan el truco”. Diseccionando el mismo instante, Juan Sanguino añade en su ensayo: “La mejor forma de anexionarse al primer mundo era comprender en qué consistía exactamente el sueño americano: no hacía falta ser un triunfador, solo bastaba con parecerlo. Y el público se lo creyó porque quería creérselo (y porque no había móviles ni Internet que desvelasen el truco) y porque aquel verano de 1992 España, aunque no lo sabía, se estaba permitiendo a sí misma ser ingenua por última vez”.

No obstante, tampoco es del todo justo convertir la ingenuidad en el espíritu dominante de un momento en el que, bajo la celebración colectiva y la ritualización espectacular de una unidad nacional por encima (aparentemente) de ideologías, también se manifestaban claroscuros bajo la imagen radiante. En su ensayo Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española, Eduardo Maura se detiene en las resonancias que tuvo la elección de Felipe de Borbón como abanderado de España en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, una imagen de consenso que resignificó las banderas rojigualdas como “simpáticas, acogedoras y cosmopolitas”: “Lo importante es que muchísima gente sintió que formaba parte del planeta, y en el centro de todo ello, representando a España, estaba Felipe de Borbón, príncipe de Asturias y rey del mundo por unos minutos”. Un año y medio después, la glosa irónica de las imágenes del desfile del Príncipe y de las lágrimas de la infanta Elena por el escritor Quim Monzó en el programa Persones humanes de TV3 provocó un llamativo daño colateral: la cancelación de El peor programa de la semana, espacio de La 2 dirigido por David Trueba y presentado por el Gran Wyoming, tras anunciarse la presencia del escritor catalán entre sus invitados.

Si parte de la fastuosidad de la ceremonia inaugural se debió a la alta competencia técnica y coreográfica de una compañía como La Fura dels Baus —que había pasado en tiempo récord de la transgresión caótica a una espectacularidad calculada, ideal para aplicar una pátina de vanguardia a grandes eventos—, bueno es recordar que uno de sus miembros fundadores, Marcel·lí Antúnez, por entonces expulsado del grupo, había presentado un año antes el espectáculo 1ª Conferència a Rinolàcxia’91, puesta de largo teatral del colectivo de acción performática Los Rinos. El grueso de la crítica especializada reprobó la escasa profesionalidad escénica de la formación, que en su espectáculo, reivindicando la visceralidad de dadá y el punk, parecía desarticular avant la lettre la obsesión por el buen acabado que, meses más tarde, dominaría el imaginario colectivo.



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