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Marías vuelve sobre sus pasos

‘Berta Isla’ es una de las novelas más complejas y atrevidas del autor de ‘Tu rostro mañana’ y, sin duda, la más inquietante y desolada

Quien ya haya leído “Tu rostro mañana” reconocerá a Peter Wheeler y a los reclutadores del M16 británico que en la nueva novela de Marías, Berta Isla, son los artífices del destino de Tom Nevinson, su protagonista, que fue bastante peor del que tuvo Jacobo Deza. Que un novelista vuelva sobre sus pasos es una feliz contumacia que él se debe y que agradecen los buenos lectores. El mundo real y eso que llamamos “la vida” (algo que Marías invoca tan a menudo) también se repiten como el eterno ensayo de una orquesta que nunca afina del todo: por eso, de nada cabe fiarse, nada lo conocemos del todo, siempre nos acecha la culpabilidad involuntaria, y somos tan egoístas y cobardes.

Marías vuelve sobre sus pasos

La narración en primera persona es el modo más obvio de acompasar relato y reflexión, pero Marías reincorpora aquí el recuento en tercera persona, que permite la distancia humorística y también la libre expresión de manías u opiniones. Le siguen gustando los diálogos extensos, como le place introducir personajes raros y notas cómicas, o demorarse en escenas tensas que rozan el absurdo. Y ha convertido la laxitud sintáctica —lo que la retórica llama anacoluto (¿hay que recordar que es deliberado?)— en un sistema de conocimiento… Pero ya es hora de decir que Berta Isla es una de las más complejas y atrevidas novelas del autor y, sin duda, la más inquietante y desolada. Su estilo serpenteante y su perfecta estructura interna siguen el destino de Tom o Tomás Nevinson, un hispanobritánico al que un error de su parte y una trampa urdida por mano ajena le llevan a confesar: “Tengo la sensación de que yo no he escogido tanto como se me ha escogido a mí”. Y ha llegado a saber: “La vida itinerante desgasta, y la escondida, y la fingida, y la traicionera, y la desterrada, y la difunta”. Es una suerte de Fausto que un día vendió su alma al servicio secreto británico porque se vio culpable y además era multilingüe y un consumado imitador de voces y acentos.

Esta parte del relato corresponde a un narrador externo que, en el fondo, conoce muy bien la debilidad de Tom, su desamparo, la alarmante flexibilidad de su identidad y hasta lo que esta tiene de síntoma de un tiempo histórico de hipocresía, cálcu-lo y falta de escrúpulos. Pero hay otra parte de la novela que descansa sobre su mujer, Berta Isla, cargada de razón, de sentido común y de una suerte de egoísmo biológico y certero. Ni es casual que se apellide Isla (porque eso viene a ser: contempladora de su soledad y referencia de un naufragio que no ha provocado), ni que Javier Marías le haya otorgado la propiedad del título del relato y el privilegio de ostentar la principal voz narrativa. La enigmática cantinela que comienza la novela (“Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido”) abre también (aunque ahora puesta en boca de Berta) la parte décima y última: un cierre en eco que sólo puede concluir con la melancólica convicción de que “las vidas (…) como la mía y la suya, y también tantas y tantas, solamente están y esperan”.

El destino de esta Penélope está guiado por el instinto de supervivencia y la capacidad de afecto, controlados ambos por una aguda prevención contra la fantasía (la preciosa relación erótica —en dos tiempos— con el banderillero tiene el valor de un retrato moral). El rumbo de Ulises lo está, en cambio, por su credulidad obstinada, un cierto sentido del honor y la peligrosa mezcla del fatalismo y la acción. Y, en tal orden de cosas, su relación con sus dos mujeres extramatrimoniales (Janet y Meg) revelan su incompetencia irresponsable.

En las ficciones de Marías las citas literarias textuales o la evocación de personajes histórico-literarios son mucho más que un legítimo adorno. Como en el arcaico juego de las sortes biblicae, anticipan el destino y subra-yan la fatalidad. Las referencias al drama shakespeariano Enrique V y a la ronda del monarca entre sus soldados se superponen a la explicación de los motivos que llevan a un joven estudiante a servir como espía. Pero la más fecunda de las fuentes de citas propicias corresponde al poema de T. S. Eliot ‘Little Gidding’, último de los Cuatro cuartetos y que, escrito en 1942, tras la batalla de Inglaterra, resultó el más teológico y aleccionador del ciclo. Aquí y allá la evocación de aquellos versos por parte de Tom le recuerda lo que su vida tiene de destino: polvo suspendido en el aire. Tom no es un suplantador como el protagonista de El regreso de Martin Guerre o el de El coronel Chabert, que son novelas oportunamente recordadas. Cuando Berta lo ve llegar a su casa, tras 20 años de ausencia, más grueso y barbado, con aire ausente, le evoca la figura de El holandés errante. La perspicaz Penélope sabe que la versión wagneriana de la leyenda del navegante encierra también una historia de amor, ya que el afecto y la fidelidad de Senta le podrán arrancar de su destino. No fue así en el caso del capitán holandés y quizá tampoco lo sea en este: “Estar y esperar” no es lo más risueño del porvenir, pero seguramente no hay otro…

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