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Mapa del mundo subterráneo

Varios libros, entre los que destaca el extraordinario ‘Bajotierra’, de Robert Macfarlane, exploran los misterios, terrores y maravillas del mundo subterráneo

En lo alto, en el cielo y las montañas, residen los dioses. Debajo de nuestros pies, reino de simas, pozos, madrigueras y tumbas, viven los demonios y las criaturas infernales. Las alturas, donde brilla la luz, son el reino de los bienaventurados, el oscuro y tenebroso mundo subterráneo es el de los que sufren eterna condena. El eje arriba-abajo domina nuestras creencias tradicionales, nuestra psicología profunda, nuestra moral y hasta nuestro lenguaje. Lo que hay por encima de nosotros es positivo; por debajo, negativo. Tenemos sentimientos elevados y bajas pasiones; cuando van mal las cosas nos hundimos mientras que la felicidad posee una calidad aérea; ascendemos profesional y socialmente, caemos en la tentación. En el propio reino animal consideramos que lo que vive bajo tierra es repulsivo, siniestro, amenazador o cuando menos feo y sucio.

Leones, rinocerontes, osos, hienas... la cueva de Chauvet (al sur de Francia), descubierta en 1994, alberga algunas de las pinturas rupestres más antiguas de la historia del ser humano.Mapa del mundo subterráneo

Una serie de libros recientes nos invitan a reconsiderar nuestras ideas y opiniones —esencialmente prejuicios— sobre el mundo subterráneo. Allá abajo, nos dicen los autores de esas obras, hay tinieblas y misterio, sí, cosas extrañas y peligrosas, y personajes temidos (incluyendo a Hades, Pedro Botero y el indio Joe), y amenazas que conjurar, y cantidad de terrores y tragedias, y mucha claustrofobia. Pero también cosas fascinantes y maravillas que conocer, espacios que descubrir y explorar, historias que contar y una inesperada belleza. La belleza de ríos sin estrellas, de profundos remolinos azules en el corazón de los glaciares, agujeros por los que desciende cientos de metros el agua del deshielo; la belleza asimismo de las pinturas de nuestros ancestros en lo hondo de las cuevas. De las cuevas, precisamente, nos explica en Subterráneo (Crítica, 2020) Will Hunt, un autor obsesionado con los túneles, las viejas estaciones de metro, las cloacas, los búnkeres y las sepulturas, que descubrió su fascinación a los 16 años al hallar un pasadizo abandonado de aire lovecraftiano bajo su casa de Providence, ha brotado buena parte de nuestro mundo espiritual. No solo se contacta con los dioses mirando al cielo y el descensus no siempre es ad inferos.

En este viaje descendente encontraremos imágenes de una oscuridad deslumbrante (y valga el oxímoron), criaturas inesperadamente apasionantes como los topos, a los que ha dedicado todo un sorprendente libro, Cómo cazar un topo, Marc Hamer, cazador arrepentido de esos animales (Ariel, 2019); las lombrices, que hechizaron al mismísimo Darwin —su vida sexual, la de las lombrices, es muy intensa: ¡sigan leyendo!—, o los perritos de las praderas, capaces de perforar túneles de 160 kilómetros de largo en el subsuelo de Wyoming, y que interesaban tanto al general Custer, nada menos, que escribió de ellos en su diario, como si no tuviera nada mejor en qué pensar, mientras se dirigía a un lugar llamado Little Bighorne. Sin olvidar a las arqueas, organismos extremófilos que viven tan abajo que se calientan con el calor del magma de la Tierra, sobreviven y hasta prosperan a 120 grados y mueren de frío por debajo de los 90.

Lo de las lombrices, perritos y frioleras arqueas lo cuenta, entre otras muchas cosas sensacionales, el científico David W. Wolfe en El subsuelo, una historia natural de la vida subterránea (Seix Barral, 2019), un libro emocionante (habla de la espeluznante mina de oro sudafricana de East Driefontein que se extiende hasta tres kilómetros bajo la superficie y en cuyo fondo las rocas están a 50º) y lleno de datos sorprendentes. Veneradas por jardineros y agricultores como iconos de un suelo saludable y productivo (y por los pescadores por razones distintas), las lombrices tienen una vida sexual formidable a lo que coadyuvan sin duda las grandes posibilidades de ser hermafrodita. Un “abrazo sexual típico de lombriz”, un polvo, vamos, que se realiza en posición de 69, con los bichos yaciendo en paralelo con las cabezas orientadas en sentidos opuestos, nos dice Wolfe, profesor asociado de Ecología Vegetal en la Universidad de Cornell y colaborador del departamento de Agricultura de Estados Unidos, puede durar una hora. “Teniendo en cuenta que las lombrices disfrutan plena y simultáneamente de la experiencia sexual tanto masculina como femenina durante el encuentro (¡imaginen!), no es de extrañar que no tengan prisa por terminar”, recalca con tan simpático como insólito entusiasmo el estudioso, que lidera la iniciativa Salud del Suelo patrocinada por el Estado de Nueva York. “En un puñado de tierra”, sorprende Wolfe, “hay más criaturas que humanos en el planeta entero”, y ningún otro hábitat de la tierra sobrepasa el potencial de descubrimientos del subsuelo”. Lo que pasa es que somos unos ignorantes de lo que hay bajo nuestros pies, y unos “chauvinistas de la superficie”.

Por su parte, el excazador de topos Hamer, aborda con ánimo sombríamente existencial, comparándolas con la suya, las vidas de esos animales, campeones de la perforación, a los que ha dedicado toda su vida, persiguiéndolos por jardines y campos de golf. Viven cuatro años —eso si no se encontraban con Hamer— y son solitarios. Habitan una atmósfera oscura y húmeda con muy poco oxígeno. Dado su fatigoso trabajo de cavar y cavar, los topos requieren precisamente mucho oxígeno y lo logran siendo capaces de respirar su propio aliento. En cambio, a su sangre le cuesta mucho coagular y es fácil que un topo muera desangrado. Ahí queda el dato. Explica el autor, que cultiva una melancolía digna de mejor oficio, que hay ocasionalmente topos blancos y dorados pero que si matas uno de esos morirás en el plazo de un mes. Hay un topo al que se atribuye haber matado a un rey: el que cavó el agujero que hizo tropezar al caballo de Guillermo III de Orange, con fatales consecuencias para su real jinete. A los topos se los mata con trampas o introduciendo veneno (generalmente pastillas que desprenden fosfina) en sus toperas. “El sufrimiento es inevitable”, anota Hamer. “La exterminación se resuelve discretamente”. El golfista no sabe de la agonía que se produce bajo sus pies mientras enfila feliz el green.

También brotan de allá abajo historias humanas dramáticas terribles como la de la vida de la niña Alicia Quispe, que trabaja gratis en las minas bolivianas de Cerro Rico de Potosí, en el turno de noche (!), para saldar una deuda de su madre y que cuenta Ander Izagirre en Potosí (Libros del K. O., 2017). Izaguirre es autor de otro libro relacionado con el tema, Los sótanos del mundo, reeditado ahora por Libros del K.O., una crónica de viajes a los puntos más bajos del planeta, las depresiones más profundas de cada continente, como el Valle de la Muerte, 86 metros bajo el nivel del mar, el Mar Muerto (-411 metros) o el lago Assal de Djibuti (-157). El empeño recuerda al de Alain Nadaud y su búsqueda geográfica y literaria de las legendarias entradas al infierno (Aux ports des enfers, Actes Sud, 2004). Entre los episodios más espeluznantes ocurridos bajo tierra figura sin duda la muerte del joven Neil Moss, el caso más escalofriante de la espeleología británica, atrapado en un pozo en el sistema de cuevas de Peak Cavern en 1959, y que ahí sigue: no lo pudieron sacar ni muerto y decidieron tirar cemento en la sima. Falleció ahogado por el dióxido de carbono que produjo en su última hora de respirar. Probablemente si hubiera sido un topo habría sobrevivido.

El impulso de bajar es más viejo y primario que el de ascender, afirma Robert Macfarlane, autor de la hermosísima, conmovedora y emocionante Bajotierra (originalmente Underland, que tiene un conveniente eco como a Alicia en el país de las maravillas), que ha publicado este año Literatura Random House, y del que procede la historia del desgraciado Moss. Bajotierra es un estudio del papel del mundo subterráneo en la cultura y la imaginación, a lo largo del tiempo hasta la actualidad misma. “El impulso, la urgencia de descender a las tinieblas es más antiguo y más misterioso que el de ascender a la luz y la altura de las cimas”, dice el reputado autor de Las montañas de la mente, uno de los libros más reveladores y evocadores que se han escrito sobre la pasión de las cumbres, cuando se le pregunta por qué ha cambiado tan radicalmente de sujeto. “Las montañas siempre estarán en mi corazón. Aunque vivo en una las partes más planas del mundo, en Cambridgeshire, tengo que ir a menudo a las montañas. Son lo que más he echado a faltar durante el confinamiento, junto con mis padres. Así que el primer libro que escribí, hace casi 20 años, buscaba explicar por qué yo, como muchas otras personas, era capaz de arriesgarme a morir como montañero, cuando solo trescientos años atrás en Europa se consideraba algo cercano a la locura el deseo de escalar una montaña”.

“Pero en Bajotierra”, continúa Macfarlane, “quería explorar una práctica mucho más antigua. Porque hemos ido a la oscuridad del mundo subterráneo en busca de visiones, refugio y poder desde incluso antes de ser anatómicamente humanos modernos”. El escritor recuerda que la evidencia más antigua indisputada de enterramientos intencionados se remonta a los neandertales, hace 130.000 años. “Todavía hoy, como especie, vamos al mundo bajo tierra por tres grandes razones: para guardar lo que es precioso, para obtener lo que es valioso, y para deshacernos de lo que es nocivo o peligroso”. La idea de Bajotierra se le ocurrió a Macfarlane en 2010, un año de catástrofes emergentes: el terremoto de Haití, el derrame de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, la explosión del volcán Ejafjallajökull y el drama de los 33 mineros chilenos atrapados bajo el desierto de Atacama. “Me era imposible no pensar en lo que yace bajo la superficie, y en los traumas, disrupciones y revelaciones que ocurren cuando las fronteras entre arriba y abajo sufren una brecha”. La casualidad quiso que empezara a escribir su libro en junio de 2018 con millones de personas pendientes de la suerte de los 13 jóvenes jugadores tailandeses de fútbol atrapados con su entrenador en el complejo de cuevas de Tham Luang Nang Non …

En Bajotierra, Macfarlane, que escribe habitualmente sobre las relaciones entre el paisaje y el corazón humano, viaja físicamente a puntos del planeta en los que se puede penetrar en el mundo subterráneo. Su selección es muy especial. Un intrincado y laberíntico sistema cavernario en los montes británicos Mendips en el que se adentra con un espeleólogo, y en donde se encuentra Aveline’s Hole, que no es un bar de mala fama, sino una necrópolis; una mina de potasa en Yorkshire en la que un joven físico rastrea la materia oscura del universo; los túneles bajo la ciudad de París, donde medra toda una asombrosa subcultura de las profundidades y se despliega la catacumbafilia (estuvo en lugares que no puede revelar); un río en Italia que discurre en algunos tramos a más de trescientos metros bajo tierra; unas simas en los hayedos eslovenos y los Alpes Julianos que guardan secretos y horrores de varias guerras; una cueva con pinturas prehistóricas en las islas Lofoten denominada “agujero del infierno”; el almacén subterráneo finés de residuos nucleares llamado el Escondite… En el trayecto, el autor echa mano de compañeros como Poe, Julio Verne, Lewis Carroll, Fitzroy Maclean o el Kalevala, el poema épico finés.

“El itinerario lo concebí como un descenso, seguido por un período bajo la superficie y por un retorno a la luz”, explica Macfarlane. “Quiero que el lector me siga en esa katábasis; que sienta claustrofobia, que entienda qué y cómo es posible ver en la oscuridad, y eventualmente celebre conmigo el retorno al mundo de arriba llevando el conocimiento de las profundidades”. Habla de claustrofobia, esa es una palabra esencial cuando bajamos a ese mundo subterráneo. Obviamente él no la sufre. “Jajaja, bueno, antes de escribirlo le pedí a un amigo que me llevara a una expedición espeleológica para hacerme un test de claustrofobia. Y aunque pasamos por algún punto muy complicado, emergí exultante con la experiencia, y confiado en que, en general, podía tolerar el encierro. Claro que aún no sabía lo que me iba a encontrar bajo los Mendips o en el laberinto de catacumbas bajo el sur de París…”. Precisamente ahí, los lectores lo pasamos pero que muy mal a su lado. ¿No tenía miedo de perderse? “Es un halago que se sufra con mi libro. Me parece fantástico que haya que dejar Bajotierra y no se pueda seguir leyendo. Eso es que la escritura funciona. El capítulo de París parece ser el pasaje que provoca claustrofobia más intensa en muchos lectores. La claustrofobia me interesa mucho como escritor, por su poder para afectar intensamente a los lectores de manera vicaria, por cuenta ajena. Más que del vértigo, leer sobre claustrofobia es impactante. Se relaciona con lo que William Golding denominó kinestesia solidaria o simpática: las extremidades empiezan a temblar, el ritmo cardiaco aumenta, la respiración es más rápida. Todos los escritores quieren conmover al lector, de una manera u otra; escribir sobre claustrofobia permite eso de una manera que puede aproximarse a lo siniestro”.

¿Son los fans de las profundidades gente más extraña que los de las cimas? “Buena pregunta. Creo que los verdaderos obsesos de la profundidad, los buceadores de las cuevas en particular, son incluso más extremos que los verdaderos obsesos de las alturas, alpinistas de las cumbres más altas y amantes de la escalada libre, pero justito. Me encanta hablar de todos ellos. Siempre me ha gustado escribir sobre gente, tanto como de lugares”.

Es inevitable preguntarle por cuál le ha parecido el peor lugar allá abajo. “Las regiones de Italia y Eslovenia de las que hablo en el libro, donde los agujeros, los abismos de piedra caliza, se usaron como lugares de ejecución y masacre en la II Guerra Mundial, y donde las propias montañas fueron convertidas, llenándolas de túneles militares subterráneos como un gruyere alpino, en máquinas de guerra durante la Primera”. Curiosamente la historia del subsuelo que más ha impactado a Macfarlane es también la que más emociona a David Wolfe: la red de conexiones de micorrizas, asociación de hongos y raíces, que une a los árboles bajo tierra y los convierte en una entidad mayor colectiva, el bosque interconectado. “Esa idea cambió para siempre mi sentido de la tierra sobre la que camino”, señala Macfarlane. El pueblo saami, recuerda, cree que los muertos viven cabeza abajo en el subsuelo, de manera que caminamos sobre sus pies, como sobre un espejo. La ciencia y la exploración nos demuestran que la realidad de lo que hay allá abajo es aún más asombrosa…

Novedades literarias

* BAJOTIERRA

Autor: Robert Macfarlane. 

*EL SUBSUELO

Autor: David W. Wolfe 

* CÓMO CAZAR UN TOPO

Autor: Marc Hamer. 

* POTOSÍ 

Autor: Ander Izaguirre.

*LOS SÓTANOS DEL MUNDO

Autor: Ander Izaguirre.

*SUBTERRÁNEO

Autor: Will Hunt. 

* AUX PORTES DES ENFERS

Autor: Alain Nadaud.

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