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Los Renoir: en el nombre del padre y del hijo

Una exposición compara las obras del pintor y el cineasta, unidas por las influencias y las discrepancias

Fue hijo de un monstruo de la pintura, pero Jean Renoir nunca tuvo que matar al padre. Su solución fue optar por el cine como medio de expresión, disciplina que entonces no era considerada un arte en mayúsculas, evitando la odiosa comparación con las obras maestras que convirtieron a su progenitor, Pierre-Auguste Renoir, en uno de los jefes del impresionismo.

Fotografía del rodaje de “Una partida de campo” (1936), de Jean Renoir, que aparece en primer plano.Los Renoir: en el nombre del padre y del hijo

Pero el hijo nunca cortó del todo el cordón umbilical. La influencia de ese padre al que no dejó de venerar terminó impregnando su filmografía como demuestra la exposición “Renoir, padre e hijo. Pintura y cine”, en el Museo de Orsay de París.

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LA RELACIÓN AMBIVALENTE CON EL LEGADO DE SU PADRE

“He pasado mi vida intentando determinar la influencia de mi padre sobre mí”, dijo en 1974, cinco años antes de su muerte. Tal vez porque la respuesta a su reflexión no era categórica: el diálogo del cineasta con el pintor fue tan fecundo como paradójico y conllevó acuerdos y discrepancias. A ratos, las películas del hijo son un reflejo deformante de los lienzos del padre. En otros casos, no parecen firmadas por un consanguíneo. Pese a todo, el ejercicio comparativo que propone el Museo de Orsay hasta el 27 de enero, desprende una “sensibilidad común”, como dejó dicho el crítico André Bazin. Para demostrarlo, la muestra pasa revista a cuadros, fragmentos de películas, esbozos y dibujos, cartas manuscritas, vestidos de época y viejos carteles. “Esa sensibilidad se traduce en un gusto compartido por la naturaleza y por la luz. Ambos crean un arte vivo que capta las vibraciones y los cambios que se producen a su alrededor”, analiza la comisaria, Sylvie Patry, conservadora general del museo.

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ARTESANOS POR NATURALEZA

Pierre-Auguste trabajó como pintor de porcelana en sus inicios y fue un defensor de las artes decorativas, mientras que Jean empezó en la cerámica, por imposición paterna, antes de dirigirse hacia el cine. “Para ambos la creación no fue un proceso abstracto, sino el encuentro con una materia, un paisaje o una modelo”, señala Patry. Padre e hijo rechazan el papel del artista como teórico. “Para los Renoir el arte es una especie de bricolaje”. La obsesión por el naturalismo también fue común. Apasionados lectores de Flaubert y Zola, se plantearon cómo reflejar la vida real en sus obras. A Pierre-Auguste nunca le gustaron las modelos al uso: solía pedir a sirvientas y mujeres de la calle que posaran para él, igual que haría después Jean al contratar a intérpretes no profesionales. La más conocida fue Andrée Heuchling, una modelo de curvas prominentes que los dos compartieron: fue la última musa del padre y la primera del hijo, que terminaría casándose con ella. Con el nombre artístico de Catherine Hessling, protagonizó películas como “La hija del agua” o “Nana”.

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JUNTOS E INSEPARABLES

La obra del hijo no existiría sin la del padre. No sólo por esa influencia inmaterial, sino también por los beneficios generados por la venta de sus cuadros, que heredó tras la muerte de Pierre-Auguste en 1919. Pese a los fracasos iniciales, el éxito de “La gran ilusión” (1937) o “La regla del juego” (1939) convirtieron a Jean en una estrella.

Se instaló en Beverly Hills y volvió a adquirir las obras de las que se había desprendido. A mediados de los 50, regresó a París para rodar películas como “French CanCan” o “Elena y los hombres”, homenaje al Montmartre que frecuentó su padre.

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DIFERENTES Y PARECIDOS

En las salas del Museo de Orsay, las similitudes entre las obras de padre e hijo saltan a la vista, aunque no más que las divergencias. De entrada, por las diferencias intrínsecas a la disciplina que eligió cada uno. La pintura implica detener el tiempo y Pierre-Auguste, más que muchos otros pintores, la concibió como un profundo ejercicio de contemplación. El cine de los orígenes fue al contrario, pura fascinación por el movimiento.

Tampoco compartieron la misma opinión sobre el papel social del artista. Para marcar esa distancia, la muestra nunca coloca un cuadro y una película en la misma pared, evitando simetrías forzadas. En la obra de estos dos maestros, las diferencias son tan importantes como los parecidos.

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“El columpio” (1876), óleo de Pierre-Auguste Renoir





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