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Los Ángeles, historia de una ficción

'Al oeste del Edén', de Jean Stein, es un relato oral sobre la capital del autoengaño y la reinvención, que deja al descubierto los trucos con los que se construyó su poderosa mitología, a la que la literatura también contribuyó

Antes de convertirse en un respetado sociólogo y teórico del urbanismo, Mike Davis solía llegar a fin de de mes gracias a un trabajo de guía turístico, conduciendo un autocar abarrotado de viajeros de la América profunda por barrios con nombres mágicos, como Hollywood o Beverly Hills. 

Paseo de la Fama.Los Ángeles, historia de una ficción

Pero la sorpresa llegaba cuando los turistas bajaban del vehículo para recorrer el Paseo de la Fama

Mientras el chofer y aprendiz de sociólogo se apresuraba a cerrar el pestillo, los forasteros circu­laban impávidos y no lograban ver nada más que las huellas de las manos de Ava Gardner, incluso si tenían en sus narices a alguien echando espuma por la boca. “No les estremecía la enorme distancia moral que separa el mito de Hollywood y lo que tenían delante. 

La mayoría no veía otra cosa que su imagen preconcebida del paraíso”, afirma Davis.

Esa “distancia moral”, como la denomina el autor de Ciudad de cuarzo, el ensayo que en 1991 designó a Los Ángeles como la capital del futuro, es el asunto principal de Al oeste del Edén (Anagrama), una apasionante historia oral sobre la ciudad y su poderosa mitología. 

La firmó Jean Stein, antigua editora de una biblia literaria como The Paris Review, además de colorida intelectual y amante ocasional de William Faulkner, que trabajó más de dos décadas en este collage narrativo sobre la ciudad en la que nació. 

La publicó en 2016, poco antes de suicidarse a los 83 años lanzándose al vacío desde su apartamento en un rascacielos de Manhattan. 

El libro es una larga sucesión de declaraciones descontextualizadas a cargo de voces tan autorizadas como Joan Didion, Gore Vidal, Warren Beatty, Lauren Bacall, Jane Fonda, Dennis Hopper o Frank Gehry. De su mano, Stein logra explicar por qué los turistas del autocar de Davis, que también participa en el libro, fueron incapaces de encajar que Hollywood fuera un lugar indeseable.

"Es una ciudad donde eres libre de reinventarte. el lugar más al oeste del país que uno pueda alcanzar, encaramado en el borde de un océano de posibilidades, junto a las factorías de fantasía que son Hollywood y Disneylandia"

Durante su lectura, queda claro que la literatura ha contribuido profusamente a reforzar ese mito, de los días de John Fante y Thomas Pynchon a la actualidad.

 “Es mi ciudad favorita en Estados Unidos. Tiene demasiadas capas para explorarla sin tener tiempo por delante. Es como sus calles: no hay una retícula. Te deja que la descubras, pero solo cuando ella quiere”, nos cuenta el escritor Percival Everett. Susan Orlean decidió mudarse temporalmente a Los Ángeles en 2011 para escribir un libro sobre Rin Tin Tin.Nunca regresó a casa. “Antes de llegar me costaba imaginar que un lugar tan horizontal y extenso pudiera generar una sensación de cohesión y comunidad. 

Es un tejido de pueblos y redes, tal vez el mayor del país. Sin haber descubierto eso, no me hubiera quedado”, escribe en un correo electrónico. El británico Geoff Dyer se instaló en la ciudad hace seis años, tras toda una vida soñando con ello. 

“Todos los clichés son ciertos, los buenos como los malos. En Londres no puedes sobrevivir ni un solo día sin sentido del humor. En Los Ángeles, en cambio, donde uno debe tener un cuerpo perfecto, se ha vuelto prescindible desde el punto de vista evolutivo. A muchas personas se les ha atrofiado”, asegura. T. C. Boyle, otro de sus más insignes cronistas, sigue creyendo en su leyenda: “No importa de dónde vengas, es una ciudad donde eres libre de reinventarte. Es el lugar más al oeste del país que uno pueda alcanzar, encaramado en el borde de un océano de posibilidades y contiguo a las factorías de fantasía que son Hollywood y Disneylandia”.

La fantasía arraiga en su territorio porque la mentira es su pecado original. La ciudad fue erigida a través de una engañosa campaña para seducir a sus futuros habitantes. Entre 1900 y 1930, Los Ángeles pasó de tener 100.000 habitantes a sumar más de un millón. 

La guerra de precios entre compañías de ferrocarril hizo que el trayecto desde Chicago bajase hasta precios irrisorios. Miles de curiosos corrieron a mojar sus pies en el Pacífico, igual que sus ancestros en tiempos de la fiebre del oro. En el andén les aguardaban los hombres-anuncio de las inmobiliarias, que vendían parcelas de ensueño en barrios ajardinados donde no había ni agua ni carbón.

 “Pero los angelinos se guardaban el secreto de tantos inconvenientes. Los recién llegados habían vislumbrado el Edén y era fácil convencerlos de que compraran un trocito”, señala Davis.

Más que a la urbe, Stein dedica su libro a cinco de las familias que fundaron el Los Ángeles que conocemos hoy. Las calles de la ciudad siguen llevando los apellidos de los Doheny, los Warner, los Garland o los Selznick, sumados a la estirpe de la propia autora, hija de un médico judío reconvertido en promotor de giras musicales que tuvo conocidos vínculos con la mafia y terminó siendo uno de los grandes agentes de las estrellas de Hollywood. “Ya entonces tenía la sensación de que mi mundo era fingido”, escribe Stein, mientras recuerda haber asistido a cumpleaños que eran como superproducciones. Para estas cinco dinastías, la vida era una puesta en escena decorada con el mejor de los atrezos. El capítulo más exagerado es el que protagoniza Jane Garland, una joven esquizofrénica, hija de una actriz de tercera. Para vivir libres de ataduras, sus progenitores contrataron a apuestos jóvenes que cuidaban de ella en su mansión de Malibú y la sacaban a tomar un helado o a jugar en la bolera. Entre ellos, el futuro artista Ed Moses, que relata en el libro este trágico experimento, como salido de una novela de Richard Yates o una serie de Ryan Murphy. Mientras tanto, los Warner, fundadores del estudio del mismo nombre, se distinguían por poseer la peor combinación de vanidad y vulgaridad, según dejó dicho Arthur Miller. 

“Aquellos inmigrantes, aquellos judíos de Europa, crearon un sueño de cabello rubio, ojos azules y nariz perfecta. Todo debía ser maravilloso, un cuento de hadas. El país entero cayó bajo su hechizo”. Y luego, el resto del mundo.

En realidad, Jack Warner no se llamaba Jack. 

Tampoco se apellidaba Warner. Descendía de una de esas familias que vivían listas para recoger los bártulos si los cosacos entraban por la puerta. Cuando su hijo, al que terminaría despidiendo de su estudio, le preguntó cuál era su nombre de verdad, se encendió un pitillo, dejó que el humo trepase dramáticamente hasta el techo y luego le espetó: “No me acuerdo”. Décadas después, cuando Rupert Murdoch decidió comprar la mansión de los Stein, optó por dejar las fotos de sus fastos colgando de las paredes, como dando a entender que era un heredero de aquellos magnates del viejo Hollywood. En realidad, eran judíos de Illinois. Y Murdoch había nacido en una granja a 50 kilómetros de Melbourne. “La invención de uno mismo forma parte del escalofriante encanto de una ciudad que ha conservado su carácter fronterizo: la gente viene a rehacerse y construir un futuro mejor”, dice Boris Dralyuk, editor de Los Angeles Review of Books. 

“Es el súmmum del experimento estadounidense, la orilla más lejana a la que uno pueda escapar. 

Pero las posibilidades no son infinitas y el destino siempre se cita contigo en el muelle para recordarte tu pasado. 

No es sorprendente que las mejores novelas negras, donde pocos son quienes realmente dicen ser, estén ambientadas en Los Ángeles”, añade Dralyuk sobre esa inextinguible tradición que va de Raymond Chandler, que se inspiró en el imperio petrolero de los Doheny para crear a los Sternwood de El sueño eterno, a nombres como James Ellroy o Walter Mosley.

Un 48% de los habitantes de Los Ángeles son latinos, según el censo de 2019, aunque eso siga sin tener un reflejo en la literatura hegemónica.



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