buscar noticiasbuscar noticias

Leonard Cohen se despide

Dos años después de la muerte del músico canadiense ven la luz en el libro “La llama” sus últimos poemas. El volumen, que también incluye letras de canciones, dibujos y versos dispersos en cientos de cuadernos, libretas humildes y servilletas de bar, fue concebido y diseñado para su publicación por el autor de “Suzanne”. Escribir, asegvura su hijo, era lo que lo mantenía vivo al final de sus días

En el prólogo explica Adam Cohen que hacia el final, su padre se concentró en la poesía: “era lo que lo mantenía vivo, su único objetivo vital”. Preparaba un libro al que finalmente bautizó su hijo y que fue completado por sus editores, los profesores Robert Faggen y Alexandra Pleshoyano. Pero insisten, la estructura es la establecida por Leonard: una primera parte para la que eligió 63 poemas, una segunda que recogía las letras de sus tres discos finales (más las correspondientes a “Blue Alert”, el álbum de 2006 que grabó con su amada Anjani Thomas) y un tercer bloque extraído de sus cuadernos de notas, rematado con el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias.

Leonard Cohen se despide

Los deterioros de la edad, la sombra de la mortalida y la atracción erótica, son ansiedades constantes en “La llama”. Cohen repasa con precisión sus 82 años de vida, comenzando con “Días escolares”:

“Ondean las banderas y estandartes. / El equipo visitante está perdido. / Y ahí estoy yo en un mal asiento / enfadado por nuestra victoria. / No puedo apartar los ojos / del aleteo de su falda corta. / Estoy hablando de la animadora / que se llamaba Peggy. / Hace cuarenta y siete años de eso. / El Pasado. / Nunca pienso en El Pasado / pero a veces / El Pasado piensa en mí / y se sienta / siempre muy suavemente en mi cara”.

Nos lleva de la mano por sus grandes revelaciones, como la existencia en el Egeo: “No podía desaparecer / sin decirte / que morí en Grecia / me enterraron allí / donde el burro / está atado al olivo / siempre estaré ahí”. Aquel poeta que cantaba para sus amigos expatriados en la taberna de Hidra decidió componer y se fue a Nueva York para vender sus ocurrencias. Típicamente, allí se enamoró de la hierática vocalista de los inicios de Velvet Underground: “Canté para ti, Nico / tu rostro estaba en mi canción / Yo sabía lo que era la belleza / las arrugas de la luna / en tu boca / mientras yo penetraba mi canción”. No fue correspondido.

Era el más improbable de los cantautores: tenía 33 años y pulcra vestimenta cuando ocurrió el terremoto cultural de 1968. Salió indemne de la experiencia: “Y entonces se oye / la voz / que es más profunda que el mundo / quizá necesites ácido para oírla, o marihuana / a mí nunca me funcionó / y eso que me tomé / (quizá) un centenar de tripis / por lo menos”.

Su nuevo oficio le proporcionó vivencias memorables. Aquí rememora el final de un concierto en España: “Se oyó un susurro unánime / que yo no supe entender. / El promotor me dijo que estaban coreando: / to-re-ro, to-re-ro / Una joven me llevó de vuelta al hotel, / la flor y nata de la raza. / No hablamos / y ni siquiera se planteó la cuestión / de que ella entrara en el vestíbulo, o subiera a mi habitación. / Hace poco / recordé aquel paseo de antaño, / y desde entonces, / necesito sentirme ingrávido / Pero nunca lo consigo.”

Junto a la mordacidad de un poema sobre Kanye West encontramos una loa de Enrique Morente: “Cuando escucho a Morente / La coartada de mi garganta es rechazada / La coartada de mi talento es depuesta / Con seis impecables hebras de desprecio / Mi guitarra se aparta de mí / Y quiero devolverlo todo / Pero nadie lo quiere / Cuando escucho a Morente”.

Siempre humilde, Cohen insiste en relativizar su talento musical. Durante un sueño, se imagina compartiendo escenario con Tom Waits: “Empieza su música — es muy / hermosa, original / y sofisticada — mucho mejor / que la mía — una especie de mezcla / de aspereza y dulzura / — moderna y sentimental / a la vez — incluso kitsch pero / con mucha destreza — ojalá / pudiera hacerlo yo — entonces / empieza a cantar — maravilloso —.”

En ·Espejos de ascensores·, una cantante atractiva, aspirante a profesionalizarse, le pide un contacto en su discográfica: “Yo no soy nadie para decir / Quién puede o no ser cantante / Dios sabe que mis propias credenciales / No eran gran cosa / Fue por Buena Suerte / Como siempre lo es el éxito / Y punto / (Una persona adorable / Que no he de presentar / A nadie en Sony).”

Ese cortante final ayuda a recordar que Cohen no siempre fue ese entrevistado afable que brillaba en sus visitas promocionales. Cohen sabía que dejaba un mundo envenenado tras el 11-S: “No te va a gustar / lo que viene después de América”. Nada risueña es su evocación de Mount Baldy, el monasterio budista que le acogió en los años noventa, o el último encuentro con Roshi, su maestro zen, acusado de abusos sexuales. Gotas agrias contra el inevitable sentimentalismo provocado por estos mensajes póstumos.

imagen-cuerpo




DEJA TU COMENTARIO
PUBLICIDAD

PUBLICIDAD