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Las iras de marzo

Dos exposiciones: una en Sevilla y otra en la Ciudad de México, examinan las zonas intermedias entre el feminismo y el arte, desvelando tensiones entre política y poética, mujeres y feminidad

En una entrevista de 1974 a Louise Bourgeois, dentro de un monográfico de The New York Times titulado “Why women are creating erotic art” (“Por qué las mujeres crean arte erótico”), la artista se refiere a sus mármoles fálicos (Femme couteau) como “mujeres que se identifican con el pene para protegerse. Se sienten vulnerables porque temen ser dañadas, así que deciden revestirse con el arma del agresor”. Y añade que la idea nació de un recuerdo de sus años de estudiante en la École des Beaux-Arts de París, cuando en una de las sesiones de dibujo al natural, observó la reacción de un modelo masculino desnudo al ver a una mujer. “Tuvo una erección. Me impresionó y después pensé: ‘qué maravilloso que uno pueda revelar su vulnerabilidad al estar expuesto públicamente’. Todos somos vulnerables en algún sentido, todos somos hombre-mujer”.

Instalación de Cabello/Carceller.Las iras de marzo

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“Transfiguración elemento tierra”, de Yeni y Nan.

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UN ARTE FUERA DE LOS MARCOS CONCEPTUALES

Si ahora se realizara una encuesta entre los visitantes de museos sobre su conocimiento del arte feminista, saldrían nombres como Judy Chicago, Guerrilla Girls, Yoko Ono o Carolee Schneemann. Pero por encima de todas ellas reinan los nombres de Louise Bourgeois (1911-2010) y Nancy Spero (1926-2009), dos artistas que a diferencia de la generación de mujeres que las siguió, rechazaron cualquier etiqueta que las identificara como “feministas”, pues su arte se fraguó fuera de los marcos conceptuales amparados en la conciencia de género y de las relaciones discursivas entre el artista y el espectador.

En un sentido opuesto, Schneemann afirmó: “nuestra mayor evolución partió de obras que nos parecían un exceso la primera vez que las contemplamos. Gracias a que había experimentado satisfactoriamente con mi sexo y mi trabajo, me sentí con la audacia o el coraje necesarios para mostrar mi cuerpo como una fuente de sensaciones múltiples”.

Y es precisamente en esa conciencia matrilineal donde se encuentra el eslabón perdido del feminismo entendido como corriente artística, en eso que en términos psicoanalíticos es el plus de la jouissance (el goce), un arma perfecta para combatir la ira de esos quejosos hombres (y mujeres) que con mayor virulencia estos días de marzo, muestran su fragilidad y vileza (su vilnerabilidad) ante el progresivo avance social de las mujeres. Pero esto no es una guerra, sino la voluntad de llevar a la práctica los derechos humanos, el petróleo bueno (un motivo por el que habría que invadir medio planeta), lo que sorprendentemente está siendo la mayor amenaza para la cultura patriarcal, como si las mujeres fuéramos una legión de marcianas de una película de Tim Burton disparando proyectiles rellenos de fairy.

Desde finales de los 60 las artistas empezaron a plantearse lo siguiente: si las mujeres se asociaban sobre todo con lo sexual, ¿cómo podía utilizarse esa asociación para liberarlas en lugar de para oprimirlas? El arte erótico hecho por feministas, heterosexuales, bisexuales y lesbianas, fue el terreno en el que dicho interés alcanzó su primer Everest. Es lo que llevó al teórico Hal Foster a afirmar: “el arte feminista convocó al arte conceptual y lo hizo posible”.

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EL FEMINISMO COMO UN MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO... Y ARTE

Dos exposiciones a ambos lados del Atlántico desvelan tensiones entre política y poética, mujeres, feminidad e identidad. Jennifer ­Hackshaw y María Luisa González (Yeni y Nan) exhiben sus trabajos en el CAAC de Sevilla, en una retrospectiva que valoriza el trabajo de no pocos curadores en su intento por ensanchar el canon. La muestra de este dúo, que al menos durante una década no supieron ni quisieron desligar su propia existencia como mujeres de su condición de autoras, es delicada como un sable y penetra limpiamente en las entrañas del cuerpo social que subvierte a través de ese exceso al que se refería Schneemann y que las liga a la afirmación de Antonieta Sosa, mentora y cómplice: “cuando los códigos de la vida cotidiana pasan al arte, al comienzo son difíciles de identificar”.

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LAS EXPOSICIONES

Son medio centenar de obras (diapositivas, polaroids, videos) explicadas a partir de los cuatro elementos: agua, tierra (sal), aire y fuego. Yeni y Nan cubren sus cuerpos desnudos con barro, mallas, plásticos o telas. Se fotografían o graban mientras simulan movimientos que aluden a los estados vitales: la salida del líquido amniótico, opuesta a la imagen de una mujer pez que vive dentro de una bolsa de agua lista para ser traspasada a una pecera, el tejido que cose una relación de vida y la sangre que las penetra, sus paseos por las salinas (un gran paisaje lésbico en las minas de Araya), los cuerpos que se mueven en el río o bailan en el fuego como en un jocoso aquelarre.

Con parecida estética, al menos en sus primeros trabajos, la obra de Cabello/Carceller recurre al cuerpo como identidad individual que una vez activado, performado, se “propone” políticamente o a través de cuerpos colectivos (actores no profesionales), lo que implica “negociación, adaptación y modificación”.

La retrospectiva en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México es una nueva puesta en escena de su trabajo de dos décadas en la que videos y performances funcionan como aclaraciones o notas de obras anteriores creando círculos concéntricos sobre el mismo tema o vaciándolos para volverlos a llenar.

Esta es la lección de una poética común que desafía la cólera de los que se descubren vulnerables. Frente a la verticalidad de lo fálico, la horizontalidad de las femme couteau.




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