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La ópera toma el poder

Más allá de un pasatiempo para aristócratas, la ópera ha sido reflejo de la vida real y herramienta de dominio

Contar la historia de la ópera en una exposición es un empeño tan ambicioso que sólo podía lograrlo un museo tan desmesurado como el londinense Victoria & Albert, del que bien podría afirmarse que ningún artilugio, creación, invención o diseño humanos ?pasados, presentes o futuros? le es ajeno.

La ópera toma el poder

Su centenar y medio de galerías contienen virtualmente cualesquiera productos artísticos, artesanales o manufacturados producidos en nuestro planeta durante los últimos cinco mil años, lo que se traduce en una oferta tan hiperbólica que una sóla vida no parece suficiente para poder examinar y asimilar todo lo que allí se exhibe: más de 2.3 millones de objetos.

Esa cifra aumentará mínima, pero sustanciosamente, hasta el 25 de febrero de 2018, que es el período de tiempo durante el cual podrá visitarse la exposición “Ópera. Pasión, poder y política” que ha organizado el museo para el inicio de su flamante Sainsbury Gallery, en colaboración con la Royal Opera House.

Su recorrido no arranca por el principio, ni acaba por el final, pero no es tarea fácil resumir la historia de la ópera en tan sólo siete obras, con la dificultad añadida de que las ciudades que van asociadas a cada una de ellas tampoco podían repetirse.

Así, aunque las primeras óperas o proto óperas, se crearon y se representaron en Florencia y Mantua, la ciudad elegida como punto de partida es Venecia, una opción muy aplaudida si se recuerda que allí se inauguró en 1637 el primer teatro de ópera público, al que podía accederse mediante el pago de una entrada: el San Cassiano. En él estrenaría Claudio Monteverdi dos años después “Il ritorno d’Ulisse in patria”, aunque la ópera elegida por Kate Bailey, la comisaria de la exposición y Robert Carsen, su director artístico, no ha sido esta, sino “L’incoronazione di Poppea”, representada en el segundo teatro público construido en la ciudad adriática, el SS Giovanni e Paolo, en 1643, el año de la muerte del compositor.

Y lo cierto es que la última ópera que compuso Monteverdi (que había participado también décadas antes en los primeros balbuceos operísticos con L’Orfeo) encaja como anillo al dedo con el subtítulo de la exposición, ya que en su trama se da justamente poder, pasión y política como pocas veces es posible verlos entrelazados sobre un escenario.

Con esta ópera, además, Monteverdi y su libretista, Giovanni Francesco Busenello, abandonaban olimpos y otros territorios mitológicos griegos y no sin dejar de tomarse generosas licencias, llevaban por fin la ópera a ras de suelo, decantándose por personajes históricos de carne y hueso de la antigüa Roma. No son pasiones muy edificantes las que cuenta la ópera, en la que también, en contra de las convenciones habituales, los villanos (Nerón y Popea) parecen salirse al final con la suya. Pero al margen de que la historia se encargaría de no absolverlos, esto invita a una posible lectura política: los regímenes imperiales son proclives a todo tipo de abusos y desmanes y es mejor recelar de ellos. Venecia era una orgullosa república y los personajes depravados de L’incoronazione di Poppea parecen blancos interpuestos de unos dardos dirigidos más bien al imperio de los Habsburgo y a Roma, dos de los enemigos seculares de “La Serenísima”. La ópera se compuso, de hecho, en plena Guerra de los Treinta Años: nada es únicamente lo que parece.

En el otro extremo de su arco temporal, Bailey y Carsen sitúan a Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, de Dmitri Shostakóvich, asociada en este caso a la ciudad en que vio la luz el 22 de enero de 1934: Leningrado. Tampoco su protagonista, Katerina Izmáilova, es un dechado de virtudes ni un modelo a imitar, pero ello no impidió que la ópera se representara con inmenso éxito durante más de dos años no sólo en la Unión Soviética, sino también en varias ciudades de Europa y América.

La considerada como la primera gran ópera soviética vio truncada, sin embargo, su triunfal trayectoria cuando Iósif Stalin, quién si no, se interpuso en su camino. Fue a verla representada en el Teatro Bolshoi de Moscú el 26 de enero de 1936 y tanto él como su comitiva se fueron antes de que comenzara el cuarto acto: un mal presagio. Dos días más tarde, Pravda publicaba ?o, mejor, escupía un editorial titulado “Caos en vez de música”, en el que denigraba por completo la obra maestra de Shostakóvich, tildada de “Música vociferante y neurasténica” compuesta para halagar los “gustos depravados de los públicos burgueses”. 

Ópera y compositor cayeron inmediatamente en desgracia, como noveliza Julián Barnes en “El ruido del tiempo”. Lo de menos es si Stalin escribió o no personalmente la diatriba (todo apunta a que lo hizo un oscuro funcionario, sin duda con sus parabienes o sus apostillas). Lo relevante es que, también aquí, aunque mucho más desordenada y cruelmente, se mezclaron ópera, pasión, poder y política en un cóctel molotov que le estalló inopinadamente a Shostakóvich en plena cara y de cuya explosión nunca llegaría a recuperarse. Lady Macbeth fue, de hecho, su segunda y última ópera, a pesar de que nació llamada a iniciar una trilogía o tetralogía en torno a figuras femeninas representativas de distintos momentos de la historia rusa. Su sino es un ejemplo inequívoco del “arte amordazado por la autoridad”, como se lee en el verso del Soneto Nº 66 de Shakespeare, al que, no por casualidad, Shostakóvich pondría música en 1943 como el quinto de sus “Seis Romances sobre versos de poetas británicos, op. 62”.

Entre los crímenes de Nerón y de Katerina, la exposición da un pequeño respiro al visitante. Primero con Rinaldo de Handel, inseparable de Londres no sólo por el hecho de haber sido la primera ópera compuesta por el alemán para la capital inglesa, sino también por haber inaugurado en 1711 la lista de las óperas italianas creadas ex profeso para los escenarios londinenses: en este caso, el Queen’s Theatre en el Haymarket.

Su libreto, inspirado libremente en la “Gerusalemme liberata” de Torquato Tasso, incluía la presencia de monstruos y dragones, además de plantear grandes exigencias escénicas (los efectos especiales del Barroco, muy bien reproducidos en la sala correspondiente con una rudimentaria escenografía cinética), sobre todo en el tercer acto, con la súbita desaparición de la montaña en que se encuentra el palacio de la hechicera Armida. 

Tras el lejano exotismo de la Primera Cruzada, la siguiente escala nos lleva a un ámbito que nos resulta más cercano y familiar: “Le nozze di Figaro”, de Mozart, la ópera bufa que inaugura la trilogía compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart a partir de libretos de Lorenzo da Ponte, tres de las cimas incontestables del género. La ciudad asociada es, en este caso, Viena, donde se estrenó también la última ópera compuesta por el músico salzburgués, “La flauta mágica”, que justamente estos días se representa en la Royal Opera House en la producción de David McVicar. Al igual que en “Don Giovanni”, en “Le nozze di Figaro”, colisionan de lleno el antigüo régimen y el nuevo orden que nacería de resultas de la Revolución Francesa. La obra de Beaumarchais tuvo que sortear la censura tanto en el París de Luis XVI como en la Viena de José II y sólo la astucia de Da Ponte en la elaboración del libreto evitó que la ópera padeciera idénticos problemas: “he omitido y acortado todo aquello que pudiera ofender a la sensibilidad y la decencia de un espectáculo presidido por vuestra soberana majestad. Por lo demás, en lo que respecta a la música, parece de una belleza prodigiosa”, escribió Da Ponte al emperador. Aunque los grandes discursos están ausentes (como el soliloquio de Figaro en que arremete contra la nobleza del quinto acto original), la semilla revolucionaria se mantiene.

No es de extrañar que el personaje que interpreta Tim Robbins en “Cadena perpetua” decida emitir un dúo del tercer acto de la ópera (“Che soave zeffiretto”) por los altavoces de la prisión de Shawshank para aliviar a sus compañeros de cautiverio. Uno de ellos, Ellis Boyd Redding (Morgan Freeman), el narrador de los hechos, confiesa “no tener ni idea hasta hoy de lo que estaban cantando esas dos señoras italianas. Aquellas voces se elevaban más altas y más lejos de lo que nadie pensaría en un lugar tan gris. Era como si un hermoso pájaro hubiera entrado aleteando en nuestra monótona jaula y hubiera logrado que se esfumasen esos muros y que, durante el más breve de los momentos, hasta el último hombre que había en Shawshank se sintiera libre”.

Casi nada de lo que ha podido aquí leerse se cuenta tal cual en la exposición del Victoria & Albert Museum, que fiel a la filosofía de la institución que la acoge, proporciona un contexto eminentemente visual y marcadamente didáctico: está llamada a satisfacer, deleitar y abrir los ojos a un público muy amplio, no a los especialistas.

La mejor lección que puede extraer el visitante al salir es que la ópera no ha sido un mero entretenimiento de aristócratas, ni un simple pasatiempo de lujo para clases adineradas, ni una ocurrencia extravagante en la que la gente canta cuando ama, e incluso cuando muere, sino que desde su nacimiento mismo fue un fiel reflejo de la vida real, una sofisticada manifestación urbana, una seña de identidad, un instrumento al servicio del poder, e incluso una herramienta política en sus manos, pero también un arma para denunciarlo, aunque siempre ha acabado imponiéndose -y perdurando- su condición de radiografía sonora y tridimensional de las pasiones humanas, de todas las pasiones humanas.

Fuera de la colección permanente del Victoria & Albert Museum coinciden  exposiciones temporales sobre Pink Floyd, el modisto Balenciaga o el contrachapado como “material del mundo moderno”. En medio de esta mezcolanza infinita, la ópera y su naturaleza múltiple y solidaria brillan a partir de hoy en su interior con una luz diferente a todas.




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