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La épica de las científicas

En una época donde la igualdad en el laboratorio está más cerca que lejos, la cultura revisa el arrinconado papel de las mujeres en la historia de la ciencia

En el otoño de 1940, mientras el antisemitismo daba centelladas, Rita Levi-Montalcini (Turín, 1909-Roma, 2012) fabricaba instrumentos artesanales para rehacer en su habitación un laboratorio donde continuara con la investigación que las leyes raciales de Mussolini habían truncado.

Astrónomas del Observatorio de Harvard en 1925.La épica de las científicas

Ante cada bombardeo británico, protegía su vida tanto como la del microscopio binocu-lar Zeiss. En la montaña, donde se ocultó con su familia, peregrinó por granjas para conseguir huevos que le proporcionasen embriones para el experimento y tortillas para sus estómagos. Y ni siquiera fueron las horas más angustiosas que vivió durante la guerra, cuando ejerció la medicina con tal impotencia ante la avalancha de muertos que renunció de por vida a la práctica clínica.

Años después, al revivir aquellas horas para sus memorias “Elogio de la imperfección”, afirmaría que siguió adelante con sus trabajos mientras el mundo se derrumbaba gracias a “la desesperada y en parte inconsciente voluntad de ignorar lo que ocurre, porque la plena consciencia nos habría impedido seguir viviendo”. Aquellos estudios desarrollados a contrapelo acabarían en un descubrimiento: el factor de crecimiento nervioso (NGF), que le daría en 1986 el Nobel de Medicina, al que ella dedica dos escuetas alusiones en sus memorias. Lo importante estaba en otra parte. En el consejo que un colega le dio en uno de aquellos días apocalípticos: “no se de por vencida. Monte un laboratorio y siga trabajando. Recuerde a Cajal y cómo en la ciudad soñolienta que debía ser Valencia a mediados del XIX sentó las bases de lo que conocemos del sistema nervioso de los vertebrados”.

NO DARSE POR VENCIDAS PESE A TODO

La clave que convierte en historias épicas las trayectorias de las mujeres que dieron a la ciencia más de lo que la ciencia les reconoce, reside en un heroico afán de superación. En una inteligencia portentosa protegida por una coraza de galápago para sobreponerse a los abucheos, las burlas, la explotación salarial o la apropiación indebida de sus ideas. Contra la visión de que la ciencia era propia para hombres, emergen cada vez más biografías y películas de esas aventureras del conocimiento (desde 2009: Ágora, El viaje de Jane, Temple Grandin, Figuras ocultas o Marie Curie).

Pocas, sí. Pero tan silenciadas que no existían hasta que en las últimas décadas, acompañando a la irrupción masiva de mujeres en el laboratorio y al impulso de los estudios de género, aflora una relectura que pone algunas cosas y personas en su sitio: desde la paleontóloga Mary Anning (1799-1847), que renovó el conocimiento de la prehistoria con sus descubrimientos de fósiles de dinosaurios y silenciada por ser mujer y pobre, hasta la matemática Ada Lovelace (1815-1852), considerada precursora de la programación informática. Claro que si el Nobel es la cúspide para medir la excelencia, sólo 48 mujeres han tocado el cielo. Un raquítico 5% de los 881 premiados (excluidos organismos) desde que se entregan en 1901. Tampoco las estadísticas domésticas invitan a la fiesta: los principales premios científicos concedidos hasta 2015 en España (Princesa de Asturias, Nacionales, Jaime I y Frontera--BBVA) han ido a manos de hombres en el 89% de las ocasiones, según datos de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (AMIT).

Los honores no resisten una revisión crítica de su historia. Tres ejemplos: la austriaca Lise Meitner, pese a su papel en el descubrimiento de la fisión nuclear, es excluida en 1944 del Nobel de Física, entregado a su colaborador -Otto Hahn, otra alegría que sumaba la judía Meitner después de haber tenido que huir del Berlín nazi. Rosalind Franklin y su famosa Fotografía 51, donde se aprecia la doble hélice del ADN por la que pasarían a la historia James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins, que se valieron de la imagen sin reconocer a su autora. O la irlandesa Jocelyn Bell, que descubrió los púlsares con 24 años, mientras realizaba su doctorado. Tanta precocidad perturbó a la Academia, que distinguió con el Nobel a sus superiores.

Marie Curie es probablemente la científica más admirada. Fue también una de las más atacadas por su vida personal: su supuesta relación, ya viuda, con Paul Langevin, ya casado.

Para la historia también quedó constancia de la incomodidad que suscitaban las astrónomas en el presidente de Harvard. (EPS)




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