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La verdad de una máscara

David Peace reconstruye la vida del escritor japonés Ryunosuke Akutagawa en unas brillantes páginas que configuran un juego del espejo entre autor y su doble literario

A menudo, cuando leemos, lo único que estamos haciendo es corroborar nuestra manera de leer. Nuestros prejuicios. Los cristalitos a través de los cuales lo vemos todo. No estamos dispuestos a romper los cristalitos, sino a apropiarnos de estímulos nuevos domesticándolos, adaptándolos a nuestro modo de mirar. Encontrar un punto intermedio entre la lealtad al criterio —la posibilidad de la crítica— y la destreza para reformularlo cuando lo que nos llega de fuera es extraordinario constituye uno de los ejercicios más arriesgados y maravillosos del arte o del oficio de leer. Sobre ese filo cortante nos coloca David Peace, que, según The New York Times, “escribe la ficción inglesa más arriesgada y original de su generación”. Solo cabe decir amén. Me inicié en la lectura de Peace con Tokio. Ciudad ocupada (Reservoir Books, 2014), novela “negra”, que fractura las convenciones de un género altamente codificado y las convenciones literarias en general. A partir de ahí, anárquicamente, he ido transitando por su Trilogía de Tokio y su Cuarteto de Yorkshireon una fascinación y una admiración crecientes. La huella de Ellroy marca la narrativa de este escritor británico de 1967: una innegable preocupación estilística, al margen de lo establecido, dibuja un relato histórico que trasciende las versiones, confortables y publicitarias, de la historia oficial. Pero, además, Peace es Peace.

La verdad de una máscara

El libro está lleno de brillantísimas páginas: Ryunosuke como niño miedoso y enfermo; los comienzos de un escritor que “copia” historias siniestras; ‘El dormitorio de Jack el Destripador’, recreación de un posible encuentro entre el siniestro personaje y Soseki, que nos conduce a repensar el vínculo entre arte y crueldad, el elitismo estético, la inseguridad del artista complementaria al esfuerzo de lectores que se estiran para comprender… Soseki aconseja a Akutagawa: es necesario avanzar con la determinación de un búfalo. El juego de voces, textos reales e inspirados en otros textos, antiguas leyendas, observaciones estéticas, dibujos de kappas, diálogos agilísimos, enumeraciones como redes donde se quedan enredados pájaros son materiales que, en conversación, configuran un puzle minucioso, el pentimento del pasado en el presente, y nos hablan de la inevitabilidad de ciertas mezclas marcadas por la violencia y las relaciones de poder: Oriente y Occidente —el diálogo de Akutagawa con Poe y el de Peace con Akutagawa, el terrible grumo de Shanghái—; realidad y ficción; carne y espíritu; rostro y máscara; Akutagawa y Peace… La admiración, intrínseca a las emulaciones, se resignifica en los horrores del espejo y el doble: el temor a la locura, el suicidio, la inminencia de la muerte. Acaso por este juego, característico de la imaginería siniestra, se ha dicho que la novela de Peace es “gótica”. Akutagawa cita a Sainte-Beuve: “Mérimée no cree en Dios pero no está tan seguro de que el diablo no exista”. Esta faceta nocturnal de la naturaleza humana, el pánico ante muerte y demencia, justifica la búsqueda religiosa del escritor japonés, pero también la apelación a una escritura sacralizada. Akutagawa está colgado de la genealogía de místicos, siniestros y malditos. La pluma solo puede escribir “Fantasma, fantasma, fantasma” y esa mise en abyme degenera en onomatopeya grotesca, ruido en las proximidades de la neurosis: instalado en las sombras, la hiperestésica lucidez conduce a la locura… Akutagawa, que vive su vida como un cuento de terror, quiere tener fe en lo que sea y, al aferrarse a la escritura, recuerda que ésta no es útil para paliar los efectos terribles de los terremotos.

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Bajo el dolor de Akutagawa reconocemos la punzante escritura de Peace, la verdad de su máscara y la búsqueda de un espacio de recepción no acomodado. Un inteligentísimo tratamiento de la biografía impregna el espacio autobiográfico por la innegable importancia que las historias —ajenas, propias, ficticias y no ficticias, fabulosas y documentales— tienen para la propia vida. Hay tal fusión en las voces de quien escribe, quien narra y quien es enfocado —también de quien ha sido atrapado por esta red de lectura—; hay tal magnestismo en ese juego del espejo y el doble literario que yo, que soy miedosa, a veces temo que este libro sea un anuncio del suicidio de Peace. O conjura contra esa posibilidad. Porque, pese al tono mitificador de la frase, como dice el propio Akutagawa en Diez reglas para escribir una novela: “Para vivir una vida relativamente tranquila lo mejor es no hacerse novelista”. Puede que incluso lo mejor sea no leer.



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