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La sombra de la risa: cuando el arte es monstruoso

Lo macabro es reivindicado por un grupo de artistas que convierten la monstruosidad en un lugar de empoderamiento frente al estigma de lo deforme. Una taxonomía del miedo como espacio liberador

Dicen que el diablo está en los detalles y el arte es un verdadero conocedor del más delicioso anecdotario macabro. Aunque a veces lo obviamos, en realidad sabemos que el horror es el mejor amigo de los sentimientos ambiguos. Para los artistas que creen en la existencia de los cultos satánicos, la festividad equivale a una invitación abierta para participar en una orgía de sacrificios humanos y animales, una especie de Super Bowl para esta “pandilla del 666”. Es pensar en sangre animal y llegar Jordi Benito (1951-2008), uno de los artistas más radicales del arte español, cercano a los accionistas vieneses y a la lucha por cuestionar lo convencional en el arte. Aunque por donde discurre lo sanguíneo hoy es por una nueva generación de artistas mujeres que persiguen demonios algo más oscuros. Algo más salvajes, también. Tala Madani (1981) y sus personajes de pesadilla que ella ubica en una fantasía distópica llena de sangre, orina y excrementos bajo un violento voyerismo. También Jala Wahid (1988) y sus cortes de carne desmembrados, colocados ya en el podio del mercado. Y cómo no pensar en Marianna Simnett (Berlín, 1986) y su fábula sobre las cucarachas cíborg y en los cuerpos deformados de las obras de Christina Quarles (1985), Ebecho Muslimova (1984) o Dana Schutz (1976).

Obra de Dorota Gaweda y Egle Kulbokaite en la exposición Ghosthouse, en Copenhague.La sombra de la risa: cuando el arte es monstruoso

Quién sabe si aquella broma estética macabra era una metáfora de los tiempos que vivimos. Lo que sea, Valle-Inclán ya lo sabía: la representación se aparece como imagen irreconocible en los espejos deformantes del callejón del Gato. Desorientación en las posibilidades lógicas para obtener la identidad de una figura mediante el reconocimiento de sus rasgos extremos. Bacon pintando cuerpos deformes y empujándonos en el vértigo de la confusión. Lo monstruoso y lo correoso. Lo que no gusta. La tradición de la mueca y el travestismo, el juego de la verdad y la mentira. Lo “muerto” más allá de un cadáver ambulante empuja el trabajo de Marcel Dzama (1974) a la noche y sus sombras. Sostiene que cuando duerme aparece todo lo que luego vemos en sus obras: niños vampiro, árboles humanizados, soldados decimonónicos, damas en apuros y un sinfín de animales y criaturas fantásticas que hablan de un mundo arrebatadoramente cruel. Lo más parecido a una fiesta de Halloween contemporánea. Ataviados con lentejuelas y plumas, sus personajes resucitan como divinidades del celuloide, robots imposibles o sátiros insaciables presumiendo de órganos sexuales. La bruja reducida a su mínima expresión por Goya. El vampiro que representa la transgresión y los muertos que regresan del más allá brillan por su ausencia en estos juegos sobrenaturales de salón. Reuniones fantasmagóricas de las que disfrutaría Erich Weiss, más conocido como Harry Houdini, escapista y mago muy venerado en el arte contemporáneo, al que la Fundación Telefónica rindió tributo hace tres años con Las leyes del asombro. Ese bicho que es la mente primitiva a la que hay que dar de comer como a la masa madre. La fermentación como nuevo estado de lo contemporáneo.



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