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La oscuridad de la madre

Separar las palabras propias de las maternas es uno de los ejercicios fundamentales de la actividad literaria

Si en algo hizo bien el cristianismo en América Latina, fue en la exaltación de la Virgen María como ícono de la madre perfecta. Frente a un Dios lejano que reflejaba al padre, más cercano a la violencia y el abandono, la figura de una mujer callada, dispuesta a asistir con resignación a la muerte del hijo por un bien mayor, generó una veneración culposa con la que aún estamos luchando las que crecimos bajo el dogma católico. Sin embargo, en los evangelios apócrifos, la imagen de María cobra relevancia aunque tenga, por su confianza en el mensaje, actitudes un tanto temerarias para la madre de un lactante. Hay numerosos pasajes donde leprosos cargan al recién nacido.

La oscuridad de la madre

En la literatura hemos leído relatos de mujeres abnegadas que han caído en la manipulación, a madres controladoras como la de Borges, a las autoritarias como la de Capote, que lo envió a una escuela militar para terminar con su afeminamiento. O a la de Hemingway, que lo hacía vestirse de mujer para hacerlo parecer la gemela de su hermana. Otro registro dramático es el de Sylvia Plath, que en sus Diarios se refiere a su progenitora como su peor enemiga. “¿Qué puedo hacer con ella, con la eterna hostilidad que siento contra ella? Deseo, más que nunca, arrancar mi vida de sus manos ansiosas. Mi vida, mi obra, mi marido, mi hijo nonato. Ella lo mata todo. ¡Cuidado! Es mortífera como una cobra con su brillante capucha verde y dorada”. Esta cobra, con la que aprendió a vivir de cierta forma, como un animal salvaje convertido en mascota, la marcó de tal manera que sus obsesiones se mezclaron con su propio rol, del que no escapó incluso en el momento final, en el gesto cuidadoso de dejar preparado el desayuno a sus hijos antes del suicidio. Su gran amiga, la también poeta Anne Sexton, se vistió con el abrigo de piel de su madre antes de suicidarse en 1974 con el auto encendido en el garaje de su casa.

En la ficción, tenemos a Emma Bovary, que rechaza a su hija Berta por ser una extensión del hombre que no ama y la abandona por completo; a una Medea, que prefiere mil veces estar con un escudo en la guerra antes que parir un hijo y se venga de Jasón por su abandono recurriendo al parricidio; los cuentos de Silvina Ocampo, que, en vez de madres cocodrilo, presenta mujeres que mantienen una excesiva distancia con sus hijos y derivan su responsabilidad en institutrices y maestras doblemente feroces. Estas los golpean con látigos en el cuerpo, jarrones en la cabeza y les convierten el pelo a los niños en “rulos de sangre atados con moños”, como ocurre en ‘Cielo de claraboyas’.

En Siete casas vacías, de Samanta Schweblin, la madre del cuento ‘Nada de todo esto’ maneja sin rumbo y obliga a su hija a ir de acompañante en un episodio oscuro y perturbador. Entra con el auto a una casa desconocida y roba objetos personales enterrando las posibilidades de uso y la intimidad de los otros en su propio patio. La narradora dice: “La confirmación de cómo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo desde que tengo memoria”. En estos términos, una madre no puede solo adueñarse del tiempo, sino también del lenguaje, guardando en la oscuridad de la palabra la génesis creativa.

Como un largo testimonio en la lectura, de que es ella quien entrega las primeras experiencias del mundo, el separar las palabras propias de las de la madre es uno de los ejercicios fundamentales que cruza la actividad literaria. En estos hijos escritores asistimos al grito primitivo del nacimiento como si nunca hubiesen salido de la maternidad, confrontándose una y otra vez con el primer acto de arte al que asistieron, ese momento glorioso o trágico donde abrieron los ojos al mundo. 




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