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La novela que reveló a una autora de 85 años

‘Las primas’, de Aurora Venturini, cuenta en primera persona la historia de Yuna, una niña criada en una familia disfuncional que acaba desarrollando una exitosa carrera como pintora

Primera parte

Aurora Venturini fotografiada por Nora Lezano.La novela que reveló a una autora de 85 años

La infancia minusválida

Mi mamá era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un mal portado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra. En tercer grado la llamaban la señorita de tercero pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familiae. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa muy consecuente, sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.

Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los veinte años. Esta confesión me avergüenza y sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades, yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.

Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes por no decir que no éramos normales.

Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.

Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie.

A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.

Las primas

Betina sufre un mal anímico. Fue el diagnóstico de una psicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.

Pregunté a la psicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.

Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo.

Cuando Betina daba vueltas alrededor de la mesa rumrumeando, empecé a observar que arrastraba una colita que salía por la abertura del espaldar y el asiento de la silla ortopédica y me dije debe ser el alma que se le va escurriendo.

Volví a interrogar a la psicóloga esta vez si el alma tenía relación con la vida y ella me dijo que sí, y aun agregó que cuando faltaba, la gente moría y el alma iba al cielo si había sido buena o al infierno si hubiera sido mala.

Rum... rum... rum... seguía arrastrando el alma que cada día notaba más larga y con lamparones grises y deduje que pronto se le caería y Betina moriría. Pero a mí no me importaba porque me daba asco.

Cuando llegaba la hora de las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah... ah... ah... gemía la sucia infeliz.

Yo la agarraba de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces callaba. 

Qué culpa tenía yo de los errores de mis padres. Tramé pisarle la cola de alma. El relato del infierno me contuvo.

Yo leía el catecismo de comulgar y «no matarás» se me había grabado a fuego.

Pero un golpecito hoy, otro mañana crecían la cola que los demás no veían. Solo yo la veía y me regocijaba.

Los institutos para educandos diferentes

Yo rodaba a Betina al de ella. Luego caminaba hasta el que me correspondía. En el instituto de Betina trataban casos muy serios. El niño-chancho, trompudo, caretón y con orejillas de puerco, comía en un plato de oro y tomaba el caldo en una taza de oro.

Agarraba la taza con patitas gordas y unguladas y sorbía produciendo ruido de torrente acuoso derramándose en un pozo y cuando comía sólido movía las mandíbulas, las orejas, y no llegaba a morder con los colmillos que eran muy salientes como los de un chancho salvaje. Una vez me miró.

Los ojillos, dos bolitas inexpresivas perdidas entre la grasa, no obstante seguían mirándome y le saqué la lengua entonces gruñó y tiró la bandeja. Vinieron los cuidadores y tuvieron que serenarlo atándolo como a un animal, que otra cosa no era.

Mientras aguardaba que terminara la clase de Betina, paseaba por los corredores del aquelarre. Vi que entró un sacerdote acompañado del acólito. 

Alguien había entregado la sábana, el alma. El cura asperjaba y decía si tienes alma que Dios te reciba en su seno.

¿A qué o a quién se lo decía?

Me aproximé y vi a una familia importante de Adrogué. Vi sobre una mesa sobre un paño de seda un canelón. Que no era un canelón sino algo expelido por matriz humana, de otra forma el cura no bautizaría.

Averigüé y una enfermera me contó que todos los años la pareja distinguida traía un canelón para bautizar. Que el doctor le aconsejó no parir ya porque aquello no tenía remedio. Y que ellos dijeron que por ser muy católicos no debían dejar de procrear. 

Yo a pesar de mi minusvalía califiqué el tema de asquerosidad, pero no podía decirlo. Esa noche no pude comer de asco.

Y mi hermana crecía de alma a cada rato. Yo me alegré de que papá se hubiera ido.

El desarrollo

Betina tenía once y yo doce. Rufina opinó están en la edad del desarrollo y yo pensé que algo desde adentro emergería hacia afuera y rogué a santa Teresita que no fueran canelones.

Pregunté a la psicóloga qué era desarrollo y se puso colorada aconsejándome que le preguntara a mi mamá.

Mi mamá también se puso colorada y me dijo que a cierta edad las niñas dejaban de serlo para convertirse en señoritas. Después calló y yo quedé en ascuas.

Conté que concurría a un instituto para disminuidos, menos disminuidos que el de Betina. Una chica dijo que estaba desarrollada. Yo no le noté nada diferente. 

Ella me contó que cuando eso ocurre sangra la entrepierna varios días y que no hay que bañarse y hay que usar un paño para no manchar la ropa y tener cuidado con los varones porque una puede quedar embarazada.

Esa noche no pude dormir palpándome el sitio indicado. Pero no estaba húmedo y todavía podía hablar con los varones. Cuando me desarrollara jamás me acercaría a ningún chico no fuera que me embarazara y tuviera un canelón o algo parecido.

Betina hablaba bastante, o farfullaba y se hacía entender. Así ocurrió que una noche de reunión de familia en la que no nos permitían estar por falta de modales especialmente durante las comidas, mi hermana gritó con voz de trombón: mamá, me sangrea la cotorra. Estábamos en la habitación de al lado a la del ágape. Vinieron una abuela y dos primos.

Yo les dije a los primos que no se acercaran a la sangrante porque podían embarazarla.

Todos se fueron ofendidos y mamá nos pegó a las dos con el puntero.

Fui a mi instituto y conté que Betina estaba desarrollada a pesar de ser menor que yo. La maestra me retó. No hay que hablar inmoralidades en el aula y me aplazó en la materia instrucción cívica y moral. La clase se convirtió en un grupo de alumnos preocupados, especialmente las chicas que de vez en cuando se palpaban para comprobar posibles humedades.

Por si acaso yo no me junté más con los varones.

Una tarde Margarita entró radiante y dijo me vino y entendimos de qué se trataba.

Mi hermana dejó la escolaridad en tercer grado. No daba para más. En realidad no dábamos para más ninguna de las dos y yo dejé en sexto grado. 

Sí, aprendí a leer y escribir, esto último con faltas de ortografía, todo sin H, porque si no se pronuncia, ¿para qué serviría?

Leía dislálicamente, dijo la psicóloga. 

Pero sugirió que ejercitándome mejoraría y me obligaba a los destrabalenguas como María Chucena su choza techaba y un leñador que por ahí pasaba le dijo María Chucena vos techás tu choza o techás la ajena yo no techo mi choza ni techo la ajena solo techo la choza de María Chucena.

Mamá observaba y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza. La psicóloga impidió la presencia de mamá durante María Chucena y destrabé mejor, porque cuando mamá estaba, por terminar bien pronto María Chucena, me equivocaba temiendo el punterazo.

Betina rodaba su rum alrededor, abría la boca y señalaba adentro de la boca porque tenía hambre.

Yo no quería comer en la mesa de Betina.

Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos. Lloraba si yo insistía en alimentarla por aquello de meterle la cuchara en cualquier orificio de la cara.

A Betina le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis. En mitad de las comidas le venían ganas. El olor me producía vómitos. 

Mamá me dijo que no me hiciera la delicada o me internaría en el Cotolengo. Yo sabía qué era el Cotolengo y desde entonces almorcé, diré, perfumada con el hedor a caca de mi hermana y la lluvia de pis. Cuando tiraba cuetes, la pellizcaba.

Después de comer me iba al campito.

Rufina higienizaba a Betina y la sentaba en la silla ortopédica. La boba siesteaba con la cabeza caída sobre el pecho o sobre los pechos porque ya denunciaba la ropa dos bultos bastante redondos y provocadores porque ella estaba desarrollada antes que yo y aunque espantosa era señorita antes que yo, lo cual obligaba a Rufina a cambiarle los paños todos los meses y a lavarle la entrepierna.

Yo me las arreglaba sola y observaba que no me crecían las tetitas dado que era flaca como un palo de escoba o como el puntero de mamá. 

Y así fuimos cumpliendo años, pero yo asistía a clase de dibujo y pintura y el profesor de Bellas Artes opinó que sería una plástica importante a causa de que por ser medio loquita dibujaría y pintaría como los extravagantes plásticos de los últimos tiempos. 



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