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La nostalgia de la inocencia

‘Sur’, la novela más ambiciosa de Antonio Soler, es un aquelarre de fragmentos bien organizados, con diálogos muy depurados y mucha piedad por sus personajes

El texto de la contracubierta de Sur asocia esta novela con otras de rango universal que acontecen en un solo día. La más importante es Ulises, de James Joyce, y esa jornada, el 16 de junio (Bloomsday), la celebran muchos que ni siquiera la han leído. Tal no es el caso de Antonio Soler, que participa desde hace bastantes años con otros escritores (Eduardo Lago, Enrique Vila-Matas, Jordi Soler y Malcolm Otero Barral) de la Orden del Finnegans. Tampoco es casual, por tanto, que todos ellos —y el autor de la novela— figuren en la copiosa nómina de personajes que aparecen en Sur, a título de testigos de la compleja relación que une la literatura con la vida, e imagino que también porque Antonio Soler tiene el barrunto de haber dejado escrita en estas páginas su mejor novela.

El escritor Antonio Soler.La nostalgia de la inocencia

Y ha pretendido, y logrado, organizar la abundante materia narrativa en una suerte de aquelarre de fragmentos, a la vez paralelos y convergentes, que se perfilan sobre un fondo de objetos rotos, de descampados urbanos insomnes, de interiores inhóspitos y revueltos, de pedazos de la ciudad real (el nombre de una calle que celebra al poeta y amigo Pérez Estrada, un rótulo indescifrable y enigmático, una alusión a la nueva estación del AVE…), a todo lo cual sirve una prosa ondulante pero rotunda y, más a menudo, sintética y abrupta.

Sur busca el contacto casi físico con el lector. Y a esa inmediatez corresponde el puzle tipográfico que utiliza, los fragmentos en cursiva (el ‘Diario del Atleta’, que tiene algo de la conciencia del autor) o la reproducción de los whatsapps intercambiados, tal como los vemos en la pantalla. Hace calor en Málaga, en un día agosteño de viento terral, al que corresponde la respiración ansiosa, el jadeo, el sudor, que aflige a todos. Un centenar largo de personajes habita estos parajes: la mayoría sin más rumbo que la costumbre o el destino, mientras algunos —el Atleta, pero también algún otro—buscan a tientas una conciencia de los hechos, o simplemente decirles que no… Hay una vieja historia de un vampiro pederasta (que nos lleva a los años cincuenta) y hay parias irremediables, náufragos de sí mismos que sobreviven como pueden y pobladores de un mundo más afortunado en lo material pero desolador en lo moral.

Los une siempre el sexo, tan necesariamente explícito en este relato. Y no deja de ser significativo que, en la mayor parte, la relación erótica sea una felación donde se condensan la ambigüedad y la dominación, la insatisfacción y el ansia. En esos paroxismos hallamos personajes inolvidables: el adolescente Ismael, obsesionado con la vecina a la que llama La Giganta en sus fantasías; las frustraciones de su madre, Amel (por buen nombre, Amelia), siempre utilizada por unos y otros; la vida conyugal absurda y enferma de Pedroche y Belita; la tragedia incestuosa de la Penca, de su padre, Andrés, y del desdichado Yubri, su hermano y vengador; la mala conciencia del cura Sebastián Grimaldos.

Pero las dos historias que se imponen corresponden a gentes acomodadas cuya buena situación proviene del sacrificio de quienes los criaron: la primera es la huida absurda —con regreso— de Céspedes en compañía de Carole, no se sabe si en busca de un amor fou o por la mera fuerza del alcohol que ingiere; la otra es la historia de Dioni, un abogado de éxito que oculta desde hace años su homosexualidad; de su mujer, Ana, médica reconocida, y también la de Guille, el hijo que atraviesa el pantano de su adolescencia. La figura de Dioni, medio muerto en un descampado, donde le cubren hormigas, es el emblema muy deliberado que abre la novela; la soledad reflexiva de Ana es la noble imagen que la cierra.




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