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La mercantilización de todo

Es la parte del mercado la que parece haber acabado ganando, en el doble juego de la modernización, a la parte de los principios democráticos. Aunque China lleva décadas modernizándose a ritmos de infarto, la democratización ni está ni parece que se la espere

1. Democracias sin demos. La dictadura china ha tenido a bien publicar un informe en el que se presenta a sí misma como una democracia. El texto pertenece al género, frecuentadísimo por las autocracias, de lo estrambótico. Un fragmento especialmente memorable, que lleva por título nada más y menos que “El sistema de gobierno de la dictadura democrática popular”, asegura sin rubor que “aunque democracia y dictadura parezcan ser términos contradictorios, juntos aseguran el estatus del pueblo como dueño del país”. Desde el punto de vista de la teoría elemental de la democracia, el documento no da para más: estamos ante un Estado sin libertades, sin elecciones libres, sin división de poderes y sin las garantías jurisdiccionales propias de un Estado de derecho. Que pretendan apropiarse del ideal democrático constituye un sarcasmo. Pero el partido no se juega en el mero terreno especulativo de la filosofía política. El peligro chino viene de otro lado. Viene, también, de nosotros.

La mercantilización de todo

Pero ese es solo un lado de la ecuación. La estrategia de la modernización no solo buscaba potenciar la reforma política en la potencia asiática. Venía, además, impulsada por motivos estricta y explícitamente económicos: facilitar el acceso de Occidente a un colosal mercado que ya por aquel entonces superaba los mil millones de habitantes. Pero ocurre que, como el viejo Jano, el mercado es un dios bifronte. Cuando comercias con otro, ese otro acaba adquiriendo cierto poder sobre ti. En el caso de China, dado el volumen de negocio, ese poder es inmenso. García Margallo lo expresó del modo más genuino: “Cuando yo era ministro, un tribunal español quería procesar a un exsecretario general del Partido Comunista Chino. Cuando me vi con el embajador, me dijo: ‘¿Sabe usted la deuda española que tiene China?’. Yo le intenté hablar de la separación de poderes y no hizo ni caso. La deuda te hace más o menos soberano”.

Un poder, por lo demás, tan penetrante y capaz que no entiende ni de fronteras ni de idearios ni de distinciones entre trabajo y capital, tal y como vino a demostrar José María González, Kichi, el alcalde por Podemos de Cádiz, al ceder también su soberanía —ya no jurisdiccional sino ideológica— al dictado del mercado. A pesar de que sus principios lo obligaban a no fabricar ni vender jamás fragatas de guerra a Arabia Saudí, acabó ignorándolos: “Si no hacemos nosotros los barcos, los harán otros”, declaró al respecto. El dios bifronte exige, también, sacrificar los propios ideales.

3. El alma y el lenguaje. Es en el lenguaje donde se refleja del modo más descarnado esta suerte de sostenida, inconsciente y generalizada entrega del alma. La palabra “dictador” se emitirá en televisiones y prensa no de acuerdo con el sencillo y elemental significado del término, sino más bien en consonancia con el correspondiente nivel de colaboración mercantil. Así, Al Sisi es el presidente, o el líder, o el dirigente de Egipto, pero jamás el dictador militar del país. Lo mismo con su homólogo saudí, al que se anuncia siempre como rey, como príncipe, como jeque o como gobernante, nunca como déspota. Miren en los periódicos e informativos de mañana cómo llamamos al dictador chino, se sorprenderán. No es el diccionario el que establece los significados de las palabras, es el interés contable. Tapamos estatuas, comerciamos con tiranos y pervertimos el lenguaje, que es como envenenar nuestra alma. Es la parte del mercado la que parece haber acabado ganando, en el doble juego de la modernización, a la parte de los principios democráticos. Como en una profecía girada sobre sí misma, la mercantilización de todo amenaza con acabar desdemocratizando el mundo. No se trata de ellos; se trata de nosotros: hemos dejado de creer, ya solo comerciamos.

4. Enriquecerse es legítimo. Cuando, hace ahora 30 años, Deng Xiaoping inició el giro de China hacia la economía de mercado, hizo fortuna, como síntesis y eslogan —nunca mejor dicho— de la decisión, la frase “enriquecerse es glorioso”, que, por lo visto, él mismo habría formulado. Ya entonces me chirrió, en boca de un ateo, esa alusión nada menos que a la gloria, mezclada además con algo tan del todo prosaico y terrenal como el dinero. Pero ahora, con 30 años más y alguna que otra experiencia en el peligro que acecha siempre tras toda traducción, no puedo sino sospechar que lo que el dictador quiso realmente decir no fue tanto que enriquecerse era glorioso como, probablemente, que era legítimo. No sólo por el mencionado ateísmo, ni tampoco por la igualmente mencionada convivencia de la gloria con el pecunio, sino, sobre todo, porque, en la medida en que se trataba de la primera e incipiente fase del tránsito desde una economía planificada y centralizada, en la que el Gobierno asume para sí la tarea de guiar al pueblo y decidir por él, y en la que el afán de lucro, el interés propio y, en fin, todo lo que suene a individualismo, se entienden de modo inevitable como traición a la comunidad y se asumen como uno de los mayores y más peligrosos males morales, resultaría contra natura declarar, de un día para otro y sin atisbo de continuidad, que lo que hasta ayer mismo se prohibía y se declaraba herejía y anatema ha de considerarse ahora no ya solo permitido, sino nada menos que honroso y admirable. Es probable, así, que la legitimidad del enriquecimiento —entendida como mera permisividad, esto es, como desnuda ausencia de prohibición del mismo— hubiera sido por aquel entonces tan solo el primer paso de una vertiginosa carrera hacia lo que hoy, al paso que vamos y si nadie lo remedia, es ya una omnímoda glorificación moral del dinero que ha triunfado no solo en China sino en el entero orbe, y que ha arrasado, a su paso, intuiciones de otras tradiciones morales que haríamos bien en rescatar, estas sí, como gloriosas.



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