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La mano oculta del pasado y del presente

Hitler y el nazismo son alimento continuo para la teoría de la conspiración. El historiador Richard J. Evans analiza un universo de noticias falsas que llega hasta nuestros días

Vista del Reichstag al día siguiente de su incendio, ocurrido el del 27 de febrero de 1933.La mano oculta del pasado y del presente

Las fantasías conspiratorias existen desde hace mucho. Adquirieron nuevas formas en el siglo XX y en esta época de redes sociales e incertidumbre sobre la verdad o falsedad son cada vez más populares y recurrentes.

Adolf Hitler promovió ese estilo paranoide de ver el mundo, fue un gran manipulador y el revisionismo sobre su obra, vida y muerte le ha devuelto con creces lo que él sembró. De secretos, mentiras y mitos se nutren muchas de las opiniones sobre el Tercer Reich. Lo que hace en este libro Richard J. Evans, reconocido especialista de ese periodo, es ordenar las principales teorías conspirativas que Hitler y los nazis han generado en la cultura occidental.

En las teorías de la conspiración de temas históricos, según el autor británico, suelen ocupar un papel relevante los documentos censurados o perdidos y los archivos inaccesibles. Y todas ellas presentan características comunes porque detrás de los grandes acontecimientos históricos siempre hay fuerzas ocultas, falsificación deliberada de pruebas por parte de poderosos perpetradores, desaparición de testigos de forma interesada o asesinados y “la creencia de que si alguien se beneficia de un hecho, tiene que haberlo causado”.

Para comprobar hasta qué punto la imaginación paranoide se ha centrado en Hitler y los nazis, Evans examina cinco supuestas conspiraciones: la falsificación antisemita de Los protocolos de los sabios de Sion y su uso como “justificación del genocidio”; la leyenda de la “puñalada por la espalda”, que atribuyó la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial a un complot para socavar la resistencia de las fuerzas armadas en el frente y hacer la revolución en la retaguardia; el incendio que destruyó el Reichstag, en la noche del 27 de febrero de 1933, que proporcionó a Hitler el pretexto para avanzar hacia la dictadura nazi, núcleo de dos teorías conspirativas diametralmente opuestas, la nazi y la comunista; el viaje de Rudolf Hess a Escocia el 10 de mayo de 1941 con una oferta de paz para los británicos que habría puesto fin a la guerra más destructiva de la historia; y la huida de Hitler del búnker de Berlín para vivir el resto de sus días tranquilamente en Argentina, fantasiosa e increíble, que alimentó la reputación del líder nazi como un genio y no como un cobarde y suicida frente a las tropas del Ejército Rojo que entraban en Berlín en abril de 1945.

Las teorías de la conspiración evitan a sus seguidores tener que pensar, basta ver todos los conflictos del mundo como consecuencia de la actuación malvada de un grupo de conjurados que, para Hitler y los nazis, fueron casi siempre los judíos. Eran una minoría en Alemania, apenas un 1% de la población, pero dominaban el comercio y la industria, las profesiones académicas, la cultura y las artes. Y el socialismo, el comunismo y la República de Weimar fueron una creación judía que justificaba todas las medidas antisemitas hasta el exterminio.

La idea de una conspiración mundial de los judíos, comprometidos con la destrucción de Alemania, fue difundida por decenas de publicaciones. Daba igual que Los protocolos fueran una invención “grosera”. Como había dicho el propio Hitler, la prueba de su verdad no debía buscarse en el documento en sí, sino en la historia permanente de conspiraciones y tramas de los judíos en los últimos dos siglos.

Richard J. Evans examina con detalle, en el texto y en cientos de notas, todas esas fábulas, ficciones, fantasías y falsificaciones. Para las teorías conspirativas no importa que los hechos sean ciertos o falsos, basados en pruebas inventadas o falsificadas, porque lo que hacen es revelar una “verdad esencial” o “verdades subyacentes” que no dependen de ninguna verificación empírica.

Desdeñan los estudios académicos de mayor aceptación por ser “oficiales”, “como si los miles de historiadores y periodistas de investigación hubieran sido sobornados en su totalidad por los gobiernos para contar mentiras, o bien la propaganda que los Estados controlan los hubiera engañado”. Esos grupos de conocimiento alternativo, que defienden la supervivencia de Hitler, la leyenda de la puñalada por la espalda o niegan el Holocausto, no debaten entre sí y concentran sus dardos contra los historiadores que califican de “tradicionalistas”, representantes del “conocimiento oficial”.



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