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La literatura híbrida se abre camino

Entre el desarraigo y las problemáticas raciales, los hijos de la inmigración luchan por hacerse oír y ampliar los márgenes de lo que significa ser un escritor español

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De izquierda a derecha: Quan Zhou Wu, Mohamed El Morabet, Najat el Hachmi y Margaryta Yakovenko.Samuel SánchezLa literatura híbrida se abre camino

Sin embargo, y a pesar del (auto)exilio a Alemania, ­Joyce nunca dejó de escribir en su lengua materna (el inglés), al contrario que Joseph Conrad, que llegó al inglés desde el polaco; Nabokov, que saltó del ruso al inglés, o Milan Kundera, que pasó del checo al francés. 

Un cambio lingüístico que conoce bien la propia Zgustova, llegada a España en 1983 y que ahora escribe sus novelas en checo, español y catalán.

 “España es como un niño inocente, pero bien predispuesto. Solo le falta experiencia a la hora de asimilar otras culturas en su literatura”, sostiene. El exilio, la emigración voluntaria o la herencia de tener padres migrantes son elementos que otros países han sabido articular dentro de sus narrativas, y así nombres como el de Hanif Kureishi (hijo de paquistaní) o Zadie Smith (hija de jamaicana) se inscriben por derecho propio en la tradición literaria inglesa, como en la francesa lo hacen firmas como Marie NDiaye (hija de senegalés). En España esas voces mixtas, esas personalidades nacidas entre dos aguas que hablaban español en la escuela y chino en el restaurante de sus padres, o castellano en el instituto y árabe en sus reuniones familiares, luchan por hacerse oír.

Cuatro de estos autores se reúnen: los escritores de origen marroquí Najat el Hachmi y Mohamed El Morabet; la creadora de cómics Quan Zhou Wu, de padres chinos, y Margaryta Yakovenko, escritora nacida en Ucrania. Ellos comparten sus experiencias propias a la hora de edificar su propia identidad. Un camino, el de construirse a sí mismos en medio del desarraigo, que afecta a muchos otros escritores de muchas maneras.

Munir Hachemi (Madrid, 1988), que el año pasado publicó Cosas vivas con Periférica, recuerda solo un incidente racista, pero le marcó a fuego. Era martes, 11 de septiembre de 2001. En su colegio sacaron al patio a todos los alumnos para guardar un minuto de silencio por un suceso que a ninguno le quedaba claro, y el típico matoncete le miró y le dijo que su padre seguro que estaba contento, porque era un terrorista. Su padre era Moussa, nacido en Argel en 1955. “En ese momento sentí una diferencia que no había notado”, cuenta Hachemi, que nunca ha dejado de hablar árabe con su padre y que hasta los cuatro años vivió a caballo entre España y Argelia. Su primera palabra fue en árabe y llegó a vivir dos años en la trastienda del negocio de su padre en Antón Martín: una tienda de chamarilería que mezclaba baratijas con imponentes alfombras bereberes.

Hachemi recuerda esa anécdota del año 2001 como decisiva, pero pronto comienza a bucear en su memoria y otras salen a flote. “Me acuerdo también de una profesora, cuando tenía unos ocho años”, relata. Su padre, ateo, siempre le había dicho que los seres humanos somos, en puridad, animales. Cuando Hachemi le contó esto a la maestra, esta le miró, extrañada. “Me dijo: ‘Quizá en tu religión consideráis que un hombre es igual que un cerdo [aquí hay que reconocer que la mujer lo clavó], pero nosotros no”, cuenta el escritor. “Eso te hace ver una diferencia que yo no veía. Yo era del Madrid, jugaba a la Play Station con mis amigos… y de repente había un muro entre nosotros que antes no estaba”.

Eso en cuanto a lo vital. Hachemi señala que ese tipo de actitudes le hizo acercarse a posiciones mucho más de izquierdas que las que su entorno, de clase media, propiciaba —sí, ahora es del Rayo Vallecano—. Y en cuanto a lo literario, si bien reconoce que no ha tenido demasiado contacto con la literatura argelina, sí se contagió de la forma que tenía su padre de contar historias: dando muchos rodeos. “Eso es algo muy del Magreb, que me ha influido mucho”. También recuerdo tener desde muy pequeño, en casa, Las mil y una noches”. Confiesa que lo ha leído decenas de veces.

Al contrario que Hachemi, que se encontró con una carga inesperada, para Najat el Hachmi su herencia es algo que siempre ha llevado a cuestas. Nacida en Nador, Marruecos, en 1979, su dominio de la lengua es algo construido de cero desde que llegara con sus padres, Malika y Boujemaa, a Vic a los ocho años. “Mi lengua materna ni siquiera es el árabe, es el bereber rifeño; una lengua oral, no escrita”, explica. “Mi familia y yo hicimos este proceso de conversión lingüística de la nada, sin ningún soporte ni diccionario. Pero fue estupendo hacer ese proceso metalingüístico: saltar de una lengua a otra [en su caso, también del catalán al castellano] no fue un problema, sentía que crecía, me transformaba. Suena a tópico, pero fue una riqueza”. 

"Lo que más cuesta a la hora de abrirse camino en el terreno literario”, dice El Hachmi pensando en sus primeros libros publicados, “es quitarte la etiqueta paternalista. Recuerdo leer: ‘Una chica marroquí gana el Ramon Llull’. Es muy difícil luchar contra eso”. Ella obtuvo el Premio Ramon Llull de novela en 2007 por L’últim patriarca (El último patriarca), y en 2015 ganó el Sant Joan de narrativa con La hija extranjera (Destino).

De origen marroquí es también Mohamed El Morabet, nacido en Alhucemas (Marruecos, 1983). Su primer contacto con el español “fue a través de la televisión española”. Hizo la selectividad a distancia y desde 2002 vive en Madrid. “Llegué con 700 euros en el bolsillo. Desde entonces estoy en un choque, no cultural, pero sí económico”. Su principal batalla fue por no desclasarse, pero su identidad cultural la fue construyendo sin problemas. 

“Y creo, precisamente, que esa identidad cultural fue mi caparazón”. Alérgico a las opiniones inflexibles y a aquellos que siempre saben qué pensar de cualquier cosa, El Morabet reconoce que su influencia literaria fue española: sobre todo Vila-Matas, guía estético y prescriptor, en cuya web salió la primera reseña de la primera novela de El Morabed: Un solar abandonado, que narra la vuelta a Alhucemas de un joven tras pasar varios años en Madrid. “Lo que yo hice con el español fue adquirir un compromiso ético”, confiesa sobre su proceso de creación. 

“Quiero hacer lo que un escritor tiene que hacer: adquirir una lengua, y al final del camino sentir que le has devuelto algo a esa lengua”. 

“En parte”, explica Najat el Hachmi sobre su propio proceso creativo, “escribo porque al hacerlo me siento plena: no necesito definirme, ni justificarme, ni explicarme. 

Se derriban los muros que ven los demás, no yo”, cuenta. “Con Kureishi, con Zadie ­Smith, el lector asume que forman parte de la literatura británica. Aquí cuesta más”, dice El Hachmi, que sobre su influencia literaria coincide con Munir Hachemi: “Siempre creí que era escritora porque era muy lectora, pero luego me di cuenta de que había estado expuesta a la oralidad de mi pueblo. 

Y eso era algo literario. Al escribir, rescataba ese algo oculto en mi interior”. “Sin embargo”, puntualiza, “aunque mi experiencia es muy importante, y es el fondo temático de mi obra, no lo es todo. Hay libros interesantes testimoniales, pero yo quiero huir de eso”.

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Munir Hachemi, Monika Zgustova y Marwan.



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