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La historia de América contada en solo dos islas

El ensayo ‘De mucho más honor merecedora’ recrea la vida Aldonza Manrique, la primera gobernadora criolla del Nuevo Mundo

Toda la historia de América se resume en la de dos islas de la costa venezolana: Cubagua y Margarita. Por ellas pasaron durante siglos lo mejor y lo peor del descubrimiento y colonización del continente. Personajes como el pirata Francis Drake esparciendo dolor y muerte, el criminal Lope de Aguirre asesinando inocentes, gobernadores miserables y cobardes como Cristóbal de Ovalle que se hacían los muertos para no luchar, valientes y generosos como Juan Sarmiento de Villandrado, que falleció batallando contra fuerzas muy superiores o frailes, o como Bartolomé de las Casas, que intentaban poner paz sin éxito, pisaron sus playas y bosques y protagonizaron con exactitud milimétrica el devenir que estaba a punto de llegar a las Indias. El ensayo De mucho más honor merecedora. Doña Aldonza Manrique, la gobernadora de la isla de las perlas, del periodista Daniel Arveras (Madrid, 49 años), recrea, a través de una amplia documentación, el relato de estos micromundos insulares.

Antiguo mapa británico de la isla Margarita, en VenezuelaLa historia de América contada en solo dos islas

La relación entre españoles e indígenas comenzó bien. Los primeros ofrecían a cambio de los preciados aljófares todo tipo de baratijas. Los indios buceaban unos pocos metros, sacaban fácilmente las ostras y recibían a cambio espejuelos, peines, cascabeles o cerámicas. Pero la noticia pronto llegó a Castilla: se habían descubierto grandes ostrales que parecían inagotables y que podían hacer la competencia a los asiáticos. El rey Fernando se consideraba enormemente afortunado: las perlas le servirían para pagar las múltiples deudas del reino.

Una avalancha de castellanos, flamencos y alemanes pidió licencia entonces para explotar las granjerías, como las denominaban. La Corona requería cada vez más aljófares a los agotados indígenas y firmaba sin cesar los permisos de explotación. “La apertura de las pesquerías a quienes obtuvieron la oportuna licencia para ello”, escribe Arveras, “incentivó una mayor e intensiva explotación de los naturales en estas labores. Del intercambio pacífico y voluntario de los primeros tiempos se fue pasando al abuso y a la esclavitud de los indios de diferentes latitudes, especialmente de los lucayos traídos de las Bahamas y de los cunamagotos de la costa próxima”. Estalló la rebelión.

En 1520, el capitán Ocampo organizó una armada “para pacificar la zona y dar un escarmiento a los alzados”. Lo logró. Pero un año después, arribó a la isla fray Bartolomé de las Casas en calidad de protector de los indígenas. Para ello, creó un asentamiento agrícola donde “prometía concordia con los naturales, intercambios pacíficos y evangelizaciones”. Como Ocampo pensaba que todo aquello era un inmenso error, le pidió al fraile que dirimieran sus disputas en la Audiencia de Santo Domingo. Y allí se fueron ambos. Cuando volvieron con la decisión de los magistrados, los indios habían matado a todos los pobladores que había traído el religioso. Más guerra.

En 1529, la Corona intervino. Prohibió taxativamente la esclavitud de los indios, “como súbditos de Castilla que eran”, y, mediante una cédula real, estableció “las temporadas en las que se podía pescar, las horas máximas de trabajo, el descanso, la comida y el buen tratamiento que debían recibir los naturales empleados en dicha actividad”. “La prohibición de la Corona de que no se esclavizara o abusara de los indios iba aplicándose paulatinamente, así que se precisaban otros miles de brazos que, como fuerza de trabajo, los sustituyeran”. Se esclavizó entonces a africanos para hacer el mismo trabajo, ya que estos no estaban protegidos por el rey.

Los indios, conocedores de su nueva situación, reclamaron al monarca, “como hombres libres y súbditos de la Corona”, recoger las perlas libremente “pagando el quinto como los demás señores de las canoas”. El monarca accedió y “mandó que no se les impidiera pescar ni hacerles agravio alguno”. Al final, explica Arveras, “el indio mejoraba su situación con el transcurso de las décadas, mientras el esclavo negro se convertía en pieza clave y casi exclusiva para la continuidad del negocio perlífero”.

“Para entonces, sobre todo en Cubagua, el mestizaje era ya una realidad y las parejas mixtas se multiplicaban. Como ocurrió siempre y desde el principio en las Indias, los españoles no tuvieron reparo alguno ni prejuicios raciales de ningún tipo a la hora de juntarse con las mujeres que habitaban los territorios que iban descubriendo y poblando. Los casos de amancebamiento y bigamia se produjeron en abundancia en aquellos primeros años, pese a los intentos de los religiosos y de las autoridades civiles de frenarlos”, se lee en el ensayo.

Pero la extracción sin límites de las ostras, entre europeos e indios, puso fin al negocio. Cabagua ya no ofrecía nada, ni tampoco la cercana y más grande Margarita, “que había quedado en una especie de letargo, alejada de aquella fiebre de las perlas sin ser lugar de residencia o asentamiento habitual de españoles”.



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