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La Escuela de Fráncfort y el ‘coctel Molotov’

Una biografía analiza las paradojas de una filosofía que supo retratar el mundo, pero no hizo nada por cambiarlo

El 15 de mayo de 1942 Bertolt Brecht anotó en su diario: “con Hanns Eisler en casa de Horkheimer a comer. Al salir, Eisler sugiere para la novela de Tui: la historia del Instituto de Investigaciones Sociales de Fráncfort. Un anciano muy rico muere. Preocupado por el sufrimiento del mundo, deja en su testamento una cantidad sustancial de dinero para establecer un instituto que investigará la causa de la miseria, que naturalmente, es él mismo”.

Herbert Marcuse, en un acto en la Universidad Libre de Berlín en 1967.La Escuela de Fráncfort y el ‘coctel Molotov’

Brecht tenía un radar muy fino para las contradicciones y desde sus mismos inicios, la historia de la Escuela de Fráncfort estuvo plagada de ellas. En efecto, en 1922 Félix Weil le pidió dinero a su padre —el exportador de cereales más importante del mundo— para organizar en Ilmenau unas jornadas de estudios marxistas a las que asistieron Georg Lukács, Karl Korsch o el legendario espía soviético Richard Sorge.

Dos años después, Weil fundó en Fráncfort el Instituto para la Investigación Social, al que Max Horkheimer dio un rumbo innovador y original cuando, en 1930, se convirtió en su director con la estrecha colaboración de Theodor Adorno, que a su vez, colocó a Walter Benjamin en la órbita de la institución. En 1962, 20 años después de que Brecht y Eisler se echaran unas risas a costa del Instituto de Weil, Lukács escribió un virulento texto contra Adorno y otros intelectuales progresistas.

Lukács entendía el compromiso con la causa del proletariado como un salto de fe —una conversión, en un sentido muy literal— que conllevaba tensiones y sacrificios personales. Los marxistas occidentales, en cambio, llegaban a asomarse al pozo sin fondo de los problemas e injusticias del capitalismo y ahí se quedaban. El Gran Hotel Abismo, decía Lukács, ha sido erigido precisamente al borde de esa cima para dar acomodo a las mentes inquietas: “se vive aquí en la más exuberante libertad espiritual: todo está permitido; nada escapa a la crítica. Para cada tipo de crítica radical —dentro de los límites invisibles— hay habitaciones especialmente diseñadas. Toda forma de embriaguez intelectual, pero también toda forma de ascetismo, de autoflagelación, está igualmente permitida”. La crítica de Lukács daba exactamente en el punto flaco de la teoría crítica y en realidad, de la práctica totalidad del marxismo occidental. Seguramente porque sabía bien de lo que hablaba. También él era un alma bella, hijo de uno de los empresarios judíos más ricos de Hungría, pero lo abandonó todo para participar en la revolución socialista de 1918 y posteriormente, convertirse en cómplice y víctima del estalinismo.

A los francfortianos, en cambio, siempre se les indigestó el compromiso, incluso en las pocas ocasiones en las que lo buscaron con entusiasmo. Walter Benjamin escribió un artículo sobre Goethe para la Gran enciclopedia soviética que fue rechazado por demasiado dogmático: “la expresión ‘lucha de clases’ aparece 10 veces en cada párrafo”, le reprocharon los editores. Adorno, más lúcido para las cuestiones prácticas, lo resumió así en 1969: “yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con cocteles molotov?”. En Gran Hotel Abismo, Stuart Jef-fries propone una trepidante biografía coral de los miembros de la Escuela de Fráncfort —Benjamin, Adorno y Horkheimer, pero también Herbert Marcuse, Erich Fromm, Leo Löwenthal, Friedrich Pollock o Franz Neumann—, autores cuyo legado sobrevive a través de un continuo ciclo de olvido y reivindicación (en la década de los sesenta Benjamin era un autor muy poco leído y el propio Michel Foucault reconoció que había conocido tardíamente la teoría crítica). El ensayo de Jeffries es un excelente retrato intelectual del periodo de entreguerras, no siempre sutil pero sí enérgico y nada pomposo. Muchos de los artistas y pensadores centroeuropeos más importantes de la época pertenecían, como los miembros de la Escuela de Fráncfort, a familias judías adineradas cuya vida burguesa detestaban y con las que intentaron romper a través de una recepción febril del modernismo. En esta dinámica edípica, el compromiso político fue casi siempre posterior a la rebelión artística. Lukács se intoxicó de Dostoievski y Endre Ady mucho antes de sucumbir a los encantos de Lenin, Adorno llegó a la crítica de la alienación desde el dodecafonismo y Horkheimer hizo sus primeras armas literarias escribiendo novelitas románticas.

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DESDE UN PUNTO DE VISTA DOCTRINAL

Los orígenes de la Escuela de Fráncfort son el producto de un momento histórico muy concreto en el que las tesis del marxismo mecanicista hacían aguas. Por un lado, los proyectos revolucionarios posteriores a la Primera Guerra Mundial fracasaron salvo allí donde nadie los esperaba: en un país del este atrasado material y culturalmente. Por otro, el consumismo empezaba a colonizar la vida de las clases trabajadoras desmovilizándolas. Es muy característico de esos años un retorno crítico a las tradiciones filosóficas idealistas por parte de autores que prestan una creciente atención a la subjetividad como motor o freno del cambio social: la alienación, la subordinación o la conciencia de clase son los objetos de análisis favoritos antes que las condiciones materiales objetivas.

Los miembros de la Escuela de Fráncfort achacaron al positivismo hegemónico el haber perdido de vista el primado de la totalidad, la perspectiva de lo existente en su conjunto, sucumbiendo a una fragmentación conceptual que reproducía las inercias acríticas de un sistema social crecientemente burocratizado. Desde su perspectiva, el capitalismo se había convertido en algo más que un modo de producción: una cultura enquistada en los corazones, las mentes y los cuerpos. No hay ya un afuera de la realidad mercantilizada, el fetichismo lo penetra todo. Por eso proponen un desplazamiento del foco teórico desde la fábrica y la cadena de montaje hasta las formas de vida y la industria cultural. La estetización filosófica que a menudo se ha reprochado a Adorno o Benjamin sería, en realidad, una respuesta conceptual a la propia estetización de un capitalismo que estaba fagocitando los afectos y las pasiones.

Se trata de un giro teórico que anticipa en 50 años las tesis de autores como Gilles Deleuze, Guy Debord, Jean Baudrillard o Slavoj Zizek. Y también una fuente sistemática de paradojas, igualmente pertinaces. En primer lugar, metodológicas. Los francfortianos querían atender a la totalidad sin sucumbir a la tentación reconciliatoria, se negaban a que su filosofía sirviera para legitimar la facticidad presente. Seguramente es una aspiración imposible y por eso se vieron obligados a recurrir a estrategias discursivas muy esotéricas: la “iluminación profana” de Benjamin, la “dialéctica negativa” de Adorno o el propio concepto de “teoría crítica” de Horkheimer son oscuros e intrínsecamente paradójicos. En segundo lugar, el giro crítico convertía a los teóricos en actores protagonistas de la transformación social radical. En la medida en que la clave de bóveda del capitalismo se había desplazado a la esfera de la superestructura, los agentes del cambio político serían aquellos que estaban en condiciones de denunciar el fetichismo y los mecanismos de control ideológico, o sea, los intelectuales. En palabras de Jeffries: “Es como si el proletariado hubiera sido hallado deficiente como agente revolucionario y hubiese sido reemplazado por teóricos críticos”. Como señaló hace años Jacobo Muñoz, también en este aspecto la Escuela de Fráncfort anticipó el logocentrismo teoreticista característico de buena parte de la izquierda intelectual desde los años sesenta hasta hoy. Así que, de alguna manera, hoy la teoría crítica es un letrero luminoso que anuncia un camino que aunque sabemos cegado nos vemos obligados a intentar recorrer.

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TRES GENERACIONES, LA MISMA AMARGURA

Es un lugar común hablar de las tres generaciones de la Escuela de Fráncfort. La primera y fundacional abunda en figuras destacadas: Theodor Adorno y Max Horkheimer, pero también Herbert Marcuse o Walter Benjamin, por citar sólo los que han tenido una mayor influencia posterior. La segunda incluye a Jürgen Habermas, Karl-Otto Apel o Claus Offe. Axel Honneth, actual director del Instituto de Investigación Social, nombre oficial del centro, es la figura más destacada de la tercera. Entre quienes han mantenido relación con el Instituto valga citar a Hannah Arendt o -Ernst Bloch.

Los primeros pensadores vivieron dos etapas diferentes. La primera va desde la fundación, en 1923, hasta la expatriación en la época nazi. Varios de ellos se establecieron en Estados Unidos tras un periplo por Ginebra, París y Londres. La segunda incluye la reanudación de los trabajos tras la II Guerra Mundial. En medio quedan los avatares de los exilios, con consecuencias tan distintas. Así, Marcuse, aunque falleció durante un viaje a Alemania, permaneció en Estados Unidos y su obra tuvo un impacto notable sobre los movimientos políticos de los sesenta. Benjamin murió en Portbou al intentar escapar del régimen nazi. Adorno y Horkheimer retornaron a sus trabajos en la “teoría crítica”, pero en sus obras posteriores hay un poso de amargura ante la evidencia de que la historia no era como habían imaginado y que la clase obrera no había actuado como muchos teóricos de la izquierda esperaban.

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LOS PRIMEROS AÑOS

Se configuran las preocupaciones de la Escuela de Fráncfort, dominadas por la idea de un saber global. Cuando se funde la principal publicación del centro, Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de Investigación Social), las secciones que incluye darán una perspectiva clara de los intereses: filosofía, sociología, psicología, historia, movimientos sociales, ciencia política, antropología, teoría del derecho y economía.

Una parte de los trabajos se harán en contraposición a las corrientes neopositivistas, pero no es causal que uno de los movimientos más potentes del positivismo (el Círculo de Viena) propugne una visión del conocimiento que incluye una teoría unificada de la ciencia. Las diferencias no pueden ocultar la voluntad globalizante de ambas escuelas.

En los ochenta, Habermas se convierte en “el referente europeo por antonomasia en el mundo filosófico”, afirma Adela Cortina en su libro La Escuela de Fráncfort. Crítica y utopía. Una idea que comparte Axel Honneth. Éste, en un diálogo con diversos estudiosos mantenido en Fráncfort en abril de 2005, decía de su antecesor: “Es tanto un teórico de fundamentos como un intelectual que busca incidir en la opinión pública”, y en 2009, con motivo de una charla impartida en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, insistía: “Hay muchos intelectuales”, pero “Habermas es de los mejores”.

Habermas no abandona el marxismo, pero pone el foco sobre el proceso comunicativo entre iguales. La mayor parte de su obra hasta mediados de los noventa se centra en la llamada ética discursiva, base de una sociedad democrática de carácter deliberativo. El énfasis en el lenguaje es compartido por Apel.

Con posterioridad, sin abandonar sus concepciones comunicativas, Habermas ha optado por el análisis de otros aspectos de la convivencia: bioética, multiculturalismo y, en cierta medida, la religión. Honneth no cree que este giro se deba a que Habermas ponga el pensamiento religioso en el centro del debate, sino que se deriva, en parte, de la evidencia de que el socialismo ha perdido fuerza como fuente de convicciones éticas y políticas a favor de, por ejemplo, la propia religión. Así, apunta Honneth, en Alemania se ha pasado de hablar de “una minoría turca a una minoría musulmana”.

En la obra de Honneth el análisis del discurso pierde centralidad para desplazarse al concepto de “reconocimiento”. En su opinión, esta idea se ha asociado en los últimos tiempos con esquemas identitarios, pero él busca evitar la reducción del reconocimiento al ámbito cultural extendiéndolo a derechos más amplios derivados de los conflictos del trabajo. Por esta vía recupera dos nociones de los autores de la primera generación: la cosificación y la alienación. En el primer caso (percibir a las personas como cosas) insiste en que la cosificación no es un hecho que se derive directamente del mercado, pues éste reconoce a los individuos como sujetos capaces de firmar contratos. En el caso de la alienación, Honneth esquiva las conexiones vinculadas al psicoanálisis para insistir en lo que tiene de enajenación frente a nuestra propia naturaleza. En este sentido, él mismo señala las aportaciones al respecto de la obra de Rahel -Jaeggi, profesora en la Universidad Humboldt de Berlín. (EP)




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