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La enfermedad como nodriza

Ricardo Menéndez Salmón ajusta cuentas con su padre y consigo mismo en una descarnada indagación sobre la fragilidad de las relaciones familiares

Ricardo Menéndez Salmón, en Gijón, en 1978.La enfermedad como nodriza

¿Recuerdan el Bolero de Ravel? En 1928 la pieza musical causaba asombro en París por un ritmo y un tempo que se mantenían invariables a lo largo de la obra, una melodía insistente, y todo ello sustentado en un inmenso crescendo. Pues bien, la lectura de No entres dócilmente en esa noche quieta me ha recordado vivamente la experiencia de escuchar por primera vez el Bolero del compositor francés. Parecido asombro ante un texto delicado, sutil, que gira exclusivamente en torno a dos motivos, un tema y un contratema, repetidos, amplificados con una intensidad creciente hasta llegar al final, predecible y al mismo tiempo conmovedor, incluso alegre. El escritor Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) firma sin duda su libro más personal y también el más comprometido en relación con los seguidores de su obra novelística, pues procede a una inmersión autobiográfica en torno a la figura de su padre, enfermo desde que él era un niño de corta edad, y a las consecuencias diseminadas en el interior de sí mismo con relación a la larga e invalidante enfermedad paterna. Tema y contratema, padre e hijo, ambos vistos con exquisita contención. Lo cierto es que la literatura española viene acumulando títulos en torno a la muerte del padre, en especial a raíz de que Giralt Torrente publicara en 2010 su fundante Tiempo de vida, y, en este sentido, no me parece justo que en la contraportada del libro no se mencione ninguna aportación hispánica, habiéndolas, y solo se citen referencias extranjeras (Roth, Amos Oz y Handke).

En todo caso, desde las primeras páginas de No entres dócilmente en esa noche quieta nos queda clara la experiencia en la que se va a profundizar y el modo de hacerlo, que no será verticalmente, al modo de las obras de Jorge Semprún o de Annie Ernaux, sino horizontalmente, como una sucesión de ondas expansivas que multiplican el efecto del hecho original —un infarto masivo del padre a los 38 años— filtrándose las consecuencias en todos los ámbitos de la vida familiar hasta hacerse casi insoportable. ¿Cómo crecer, siendo hijo único, a la sombra de un padre siempre al borde de la muerte y que, por ello mismo, se convierte en el centro de todas las atenciones y necesidades? Si en el Bolero de Ravel la orquestación sirve para expresar el deseo creciente de los hombres ante las evoluciones de una bailarina, en el libro de Menéndez Salmón es la presencia de la muerte, una muerte que es física y se inscribe en el cuerpo, el latido que da consistencia y profundidad al texto.

El hijo irá desvelando la naturaleza de la huella impresa en él de esa larga convivencia con la enfermedad y la muerte del padre. Es decir, su convivencia con el miedo. Y lo fácil hubiera sido mostrar la negatividad de esa huella, despojándose a sí mismo de responsabilidad, como diciendo: “Yo vengo de aquí, de un espacio estrecho, silencioso y enfermizo, y esto es lo que hay”. Pero el escritor busca otra claridad, y lo que en un principio nos parece un peso excesivo para un niño y adolescente se transforma en una reflexión mucho más interesante, que incluye también la crítica al encarnizamiento médico. Algo así como que todos los elementos de la realidad sirven para poner a prueba las propias facultades —también los elementos más duros y ásperos, el viento del norte, la ola del mar, la muerte emboscada en una tristeza acechante—. Y de ahí brota la reconciliación, el estrecho abrazo final con el propio destino, imponiéndose al miedo. La muerte no lo es todo, ni acaba con todo. Y así es, hay lecciones de vida que la contienen. Magnífico libro.



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