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La ciudad desmedida

Una exposición desempolva el urbanismo utópico cubano concebido en los 80 por una generación de artistas ignorados por el Estado socialista

Sobre el cilindro de una vieja Remington, la secretaria teclea las dos páginas manuscritas que Graham Greene le deja sobre su mesa diariamente, a excepción de los domingos. El inglés ha apuntado sus ideas antes de meterse en la cama y al despertar añade algunas más que le proveen sus sueños hasta llenar un par de folios, siempre 500 palabras, que revisa y lee en voz alta una y otra vez como si afinara un violín. Ahora está con la historia de un vendedor de aspiradoras en La Habana de los años cincuenta, Jim Wormold, un cuarentón sin muchas ambiciones abandonado por su esposa y que acepta la oferta de trabajar para el M16 británico, lo que le permitirá pagar los estudios y los antojos de su hija adolescente. Incapaz de reclutar a más espías, el inusual garbo optará por emitir informes falsos a sus jefes de Londres, “coloreando” historias y diseñando planos de instalaciones nucleares que sólo existen en su imaginación.

Dibujo de la entrada al puerto de La Habana, de Francisco Bedoya.La ciudad desmedida

Greene tituló su sátira Nuestro hombre en La Habana (1958) y un año después el gran Carol Reed la adaptó al cine, con la particularidad de ser una de las escasas cintas rodadas en los meses inmediatos al triunfo de la Revolución Cubana, por lo que conserva el esparcimiento y ajetreo de la vieja ciudad donde todo era grande y pequeño a la vez, próximo y lejano. El compañero Fidel, que todavía no había proclamado el Estado comunista, autorizó la producción de la película porque ponía en ridículo a los servicios secretos que construyen una realidad basándose en los chismes y pensó que sería una buena propaganda de las corruptelas y las mafias auspiciadas por el dictador Batista.

En el prólogo, Greene sitúa la trama en “una fecha indeterminada del futuro”, un atisbo de los duros años de la Guerra Fría, y su protagonista —cuyo apellido, de worm, gusano, pudo haber dado origen al término para referirse a los enemigos del régimen, los “informadores”—, que inventa su delirante base de misiles a partir de lo que tiene más cerca, el interior de una aspiradora modelo Pila Atómica, que será la maqueta de una lanzadera futurista en la época revolucionaria, ocurriendo lo mismo que con la crisis de octubre de 1962 cuando los soviéticos comenzaron a armar en la isla silos atómicos disuasorios y el mundo estuvo al borde del colapso nuclear. Por lo que respecta a los escenarios de la película, La Habana que nos muestra Reed apenas difiere de la actual, con la excepción del deambular de comerciantes y buscavidas.

LA CIUDAD INVERTIDA

Las ciudades se transforman, se maquillan, se estilizan o redondean, trepan colinas, bordean ríos, pero siempre tienen el mismo rostro. Excavadas o sobre la tierra, no mutan en esencia a no ser que se nombren Isadora, Anastasia, Melania… Italo Calvino, que nació en Cuba, fantaseó con las utopías más extremas, como la ciudad de la existencia indivisible, la confusa Zoe, solo para compensar la severidad intrínseca de las construcciones importadas de los países socialistas. Puede que sea ésta la razón por la que toda idealización genera su réplica: Valdrada, la ciudad demediada, refleja el valor de su gemela y a la vez lo niega, pues nada de lo que existe en la primera es simétrico “y aun así viven la una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman” (Las Ciudades invisibles, 1972).

Algo parecido ocurrió en la Cuba de los años ochenta, cuando una generación de arquitectos e intelectuales pusieron en órbita sus utopías que compensarían los insuficientes y acartonados planes de desarrollo socialistas. Sus proyectos, insólitos, disruptivos, eran ensayos carnavalescos, mordaces, feministas, pobres, como una acupuntura en el urbanismo oficial, pero se quedaron en sueños, conformando un sistema cultural invisible —nada menos— desatendido por el régimen. Los “hijos de Guillermo Tell”, como los bautizó el trovador Carlos Varela (muchas eran mujeres) querían abrir el sistema desde dentro, hacer su propia glásnost, conectando a sus maestros, Porro, Garatti, Gottardi, Betancourt, Seguí, con el underground del este europeo, con el teatro de Artaud, Beuys, las construcciones aztecas, Robert Venturi aprendiendo de todas las cosas, el plan Sert para La Habana —no tan malo— o Habraken legitimando la toma de decisiones de las personas sobre su propia vivienda.

Una exposición en La Virreina rescata la desenvoltura de aquellos “modernos periféricos” que trabajaron absolutamente “fuera del juego, y al poeta, despídanlo”, como escribió Heberto Padilla.

LA CUBA DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS

Desempolvados, restaurados, algunos transferidos a soportes digitales, sus dibujos y maquetas se muestran ahora convenientemente acompañados de información en vitrinas, cartelas y el estimable ensayo incluido en el programa de mano sobre la Cuba de las últimas décadas y su capital tentada por una verosímil “shanghaización” a la vuelta de la esquina, cuyo autor es el comisario de la muestra, Iván de la Nuez.

El viaje por esta Cuba invisible parte del éxodo del Mariel y recorre trece años de sueño utópico en ocho capítulos, que se agotan con la legalización del dólar y la crisis de los balseros. Los retos estéticos e ideológicos de estos urbanistas arquitectos y artistas que habían sido educados en la Revolución debían producir “situaciones” en núcleos familiares, principalmente de La Habana —el solar (favela cubana), la barbacoa (un piso añadido a las azoteas)— y entornos comunitarios: un congódromo en el Malecón, el emplazamiento a lo Fitzcarraldo de una ópera en un poblado de Velazco, los complejos urbanísticos y de ocio en Caimanera (Guantánamo) o el “campamento de pioneros” en la playa de Tarará, que más tarde alojó a los niños de Chernóbil. Hasta una huelga del arte que —ésta sí— fue consumada.

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Una de las salas de La Virreina, con lámparas de Teresa Ayuso y Lourdes León.



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