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Joseph Roth, por fin libre (de derechos)

La obra del autor de 'La marcha Radetzky' pasa al dominio público y se multiplican las traducciones de sus novelas

El himno oficioso de la Austria actual, el broche de oro del concierto de Año Nuevo en Viena, compuesto por Johann Strauss (padre), simbolizaba la pompa y el estilo del viejo imperio y da título a la novela más famosa de Joseph Roth: La marcha Radetzky. El emperador Francisco José I (esposo de Sissi) regía con marcialidad sobre vastas extensiones de Centroeuropa, habitadas por checos, húngaros, eslovenos, rutenos, judíos…, todos hermanados bajo la enseña del águila bicéfala: 50 millones de súbditos en una Europa sin fronteras. El monarca reinó durante 68 años, arropado por un ejército engalanado y variopinto que desfilaba, enamoraba y no hacía la guerra.

Josef Roth (derecha) y Stefan Zweig, retratados en Bélgica en 1936.Joseph Roth, por fin libre (de derechos)

Las obras del gran escritor austrohúngaro Joseph Roth (1897-1939), al igual que las de su compatriota y amigo Stefan Zweig, tienen hoy gran éxito en España y Latinoamérica. La editorial Acantilado rescató al medio olvidado Zweig hace 20 años, y lo convirtió en un éxito de ventas; algo parecido sucede con Joseph Roth, otro autor estrella de Acantilado, que publica sus novelas Hotel Savoy, Fuga sin fin y la maravillosa Job, entre otras; sus relatos breves, la correspondencia y algún volumen con artículos periodísticos. Entre sus traductores se encuentran Feliu Formosa, Berta Vias o Javier Pardo, a quien se debe una versión ya añeja de La cripta de los capuchinos. También publican a Roth la editorial Minúscula y Siruela.

Acantilado no cuenta en su catálogo con la obra maestra de Joseph ­Roth: Radetzkymarsch, La marcha Radetzky (1932). Esta obra magnífica en todos los sentidos, profundísima, de halo nostálgico y crepuscular, es equiparable en relevancia a otras grandes novelas de las letras germanas: a Los Buddenbrook (1901), por ejemplo; o a esa madura y singular obra de Zweig: La impaciencia del corazón (1939). No es descabellado afirmar que tal vez éste se inspiró en La marcha Radetzky para componerla, puesto que ambas se desarrollan en escenarios cuarteleros, en pequeñas ciudades de la parte oriental del inmenso Imperio Austrohúngaro de los Habsburgo. Ambas atrapan al lector desde las primeras páginas, lo embelesan llevándolo a otra época, con sus costumbres y hálitos, con sus esplendores y miserias humanas; son buena y recia literatura, como la mejor de Balzac, Proust, Flaubert o Chéjov, autores que tanto inspiraron a Roth.

Coinciden ahora en las librerías dos traducciones nuevas de La marcha Radetzky, además de otra versión de La cripta de los capuchinos. Las dos novelas forman un pequeño todo, constituyen el homenaje de Roth al mundo perdido de su niñez y juventud: el del secular imperio supranacional habsbúrgico, disuelto en 1919, tras la Gran Guerra.

Protagonista de la novela es la nueva estirpe de los Trotta, oriundos de la imaginaria ciudad de Sipolje. Un joven teniente Trotta salva la vida al emperador Francisco José en la batalla de Solferino (1859); por ello es premiado con el ascenso a la nobleza, y con la protección del emperador para sus descendientes: el hijo de éste, un poderoso funcionario imperial, y el nieto, un teniente de Cazadores, son los protagonistas de la novela. Sus vidas siempre están ligadas a las del monarca. También su declive. Nada más aparecer, el libro vendió 25.000 ejemplares. Y lanzó a Roth a la fama. Poco después, los nazis lo pusieron en la lista de literatura prohibida, por ser Roth judío. Y éste tuvo que exiliarse.

Con estas nuevas traducciones son cinco las veces que se ha vertido al castellano esta Radetzkymarsch: en 1950 traducida por Jorge Miracle; en 1981 por Griselda Vallribera (Bruguera); y en 1989, en meritoria traducción de Arturo Quintana para Edhasa.

Ahora, el escritor asturiano Xandru Fernández y la filóloga madrileña Isabel García Adánez presentan versiones que difícilmente serán superadas. El estilo conciso de Roth, su precisión poética en las descripciones, sus metáforas singulares y sus frases rotundas son bien captadas por ambos. La calidad de una traducción se mide por los detalles. Al lector que no tenga el original alemán delante le pasarán inadvertidas las pequeñas diferencias; pero lo cierto es que tanto una traducción como otra le harán disfrutar del refinado estilo de Roth y de esta hermosísima novela. Ambos volúmenes llevan notas al pie, más el de Alba que el de Alianza.

 En cuanto a La cripta de los capuchinos, traducida con excelencia en esta nueva edición, arropada por una introducción espléndida y atinadas notas, si bien no es una novela de factura tan redonda como la anterior, es también un relato de altura. Narrada en primera persona, domina el tono satírico y pesimista en general; pero contiene escenas hermosas y personajes muy bien logrados, como los primos del protagonista, otro Trotta; la esposa de éste, una indefinida muchacha que se debate entre el amor al marido y la tiranía erótica de una Safo dominante; o la madre del narrador, vieja dama de aquel imperio que tanta nostalgia le deparaba a Roth. “Nuestra vida era idílica antes de la Gran Guerra”, se lee en la novela. Cuando la escribió a trompicones y sin ninguna disciplina, Roth estaba en París, sin patria, sin dinero, sin esposa; la bebida y la literatura eran su consuelo. Solo tenía 44 años cuando murió, enfermo del pulmón y consumido por el alcohol, demasiado cansado como para tener ilusiones en aquel tiempo bárbaro que, al contrario que el de sus novelas, nada tenía de esplendoroso ni idílico.

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Dos versiones de la misma marcha

Traducción de Xandru Fernández para Alba

“Por aquel entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los hechos de los que se informa en estas páginas, todavía importaba si un hombre vivía o moría. Cuando uno era retirado de la multitud de los terrestres, no llegaba otro enseguida para ocupar su lugar y borrar la memoria del difunto, sino que quedaba un hueco donde este faltaba, y los testigos de su desaparición, tanto los cercanos como los lejanos, callaban cuando veían ese hueco. Si el fuego barría una casa de la calle, el lugar del incendio permanecía vacío mucho tiempo. Los albañiles trabajaban despacio y pensativos, y los vecinos más próximos, al igual que los transeúntes ocasionales, recordaban, cuando contemplaban el solar vacío, la estructura y las paredes de la casa desaparecida. Así era entonces. Todo lo que crecía necesitaba mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado. Pero todo lo que una vez había existido dejaba su huella, y se vivía de los recuerdos igual que hoy en día se vive de la capacidad de olvidar rápida y deliberadamente”.

Traducción de Isabel García Adánez para Alianza

“En tiempos, antes de la Gran Guerra, cuando se dieron los acontecimientos que recogen estas páginas, aún no era indiferente si una persona vivía o moría. Cuando alguien era arrancado del rebaño de los vivos, no aparecía otro al instante para que olvidasen al difunto, sino que quedaba el hueco donde él faltaba y los testigos cercanos o lejanos de su desaparición guardaban silencio cada vez que veían ese hueco. Si el fuego había arrasado una casa de una hilera de una calle, el lugar del incendio permanecía vacío durante mucho tiempo. Pues los albañiles trabajaban despacio y a conciencia, y tanto los vecinos de la zona como quienes pasaban por allí de casualidad recordaban la forma y los muros de la casa desaparecida al contemplar el espacio vacío. ¡Así era antaño! Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer y todo lo que desaparecía requería mucho tiempo para ser olvidado. Por otro lado, todo lo que había existido alguna vez había dejado su huella, y, además, antes se vivía de los recuerdos igual que ahora se vive de la capacidad de olvidar deprisa y por completo”.



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