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José Emilio Burucúa, La curiosidad inagotable

El autor, uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina, ha tardado 22 años en terminar 'Enciclopedia B-S', una originalísima investigación familiar con la forma de un diccionario

Raúl S-W Berg, uno de los familiares citados por Burucúa en Enciclopedia B-S, junto a su cuñado Eddy, durante su época en Francia.José Emilio Burucúa, La curiosidad inagotable

La forma en que José Emilio Burucúa utiliza el español rioplatense insertando en las frases palabras de entrecasa como “paveando” o “comilona”, y dichos populares como “agarró para el lado de los tomates”, parece una declaración de principios destinada a mantener a raya ese término con que suele definírselo —erudito— hacia el que tiene toda clase de prevenciones: “En la Argentina se usa esa palabra con cierto dejo de desconfianza, como que uno ha dejado de lado compromisos sociales y políticos para adquirir conocimiento. Lo que pasa es que yo sé un poco de todo. Suponen que eso es producto de la erudición. Pero no es así. Es curiosidad”.

Burucúa es argentino, doctor en filosofía, licenciado en historia, ha sido profesor titular de Problemas de Historia Cultural en la Universidad Nacional de San Martín, directeur d’études en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, visiting scholar en el Instituto Getty (Los Ángeles, California) en 2006, gastwissenschaftler en el Kunsthistorisches Institut in Florenz en 2007, permanent fellow en el Wissenschaftskolleg de Berlín (2012-2013) y en el Institut d’Études Avancées de Nantes (2015-2016). Y lo que cabe dentro de su curiosidad es infinito, como puede verse en el arco que comienza con su tesis de doctorado —acerca de los conceptos de Galileo Galilei sobre las artes figurativas— y se clava en el siglo XXI con dos volúmenes, en coautoría con Nicolás Kwiatkowski, titulados Leonardo da Vinci, cuadernos de artes, literatura y ciencia (Colihue, 2012), para los que pasaron tres años y medio investigando y traduciendo del italiano de entonces al español del siglo XXI los textos de Leonardo; e Historia natural y mítica de los elefantes (Ampersand, 2018), acerca de las representaciones conceptuales del elefante en Europa.

Entre una cosa y otra, Burucúa escribió Historia, arte, cultura: de Aby Warburg a Carlo Ginzburg; Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios; Cartas norteamericanas; Cartas berlinesas I y II; La imagen y la risa; Cartas del Mediterráneo oriental; Excesos lectores, ascetismos iconográficos. Ensayos, diarios, crónicas de viaje: con un ojo tan virginal para el asombro como acaudalado en sabiduría, cada página de sus libros es una bacanal de hipervínculos. En Cartas berlinesas I (Adriana Hidalgo, 2015), la contemplación del cuadro El sátiro y los campesinos, de Jacob Jordaens, lo lleva a leer una fábula de Esopo —“la número 22 en la edición de Cazton-Avianus de 1484”— que inspiró a Jordaens, y a confirmar sus ideas “acerca del vínculo entre la risa y el mito antiguo en la cultura de los Países Bajos de los siglos XVI y XVII”.

La suma aluvional de referencias no se lee como alarde sino como una forma exaltada del entusiasmo, con una prosa hiperrealista cuando debe, por ejemplo, encarar la endiablada descripción del edificio del Reichstag diseñado por Norman Foster en Berlín: “Es el costillar metálico y semiesférico el sistema portante real que traslada los empujes de la cúpula al tambor y permite el despliegue de un helicoide por el que uno asciende, pero el sólido paraboloide de revolución, recubierto de espejos, que se extiende desde una plataforma a pocos metros del agujero real en la cúspide del domo hasta el centro del techo virtual en la sala de sesiones parlamentarias, funciona visualmente como el elemento de sostén que no es ni podría ser”.

En un artículo en el que señala la diversidad de editoriales que publican a Burucúa (Biblos, Fondo de Cultura Económica, Periférica, Adriana Hidalgo, Colihue, Eudeba, Katz Editores, Ampersand), el editor y escritor argentino Damián Tabarovsky sostiene que esa dispersión “señala un lugar en un imaginario mapa de la cultura argentina, una posición de excentricidad, de cierta lateralidad, de gusto por la deriva. De allí la tensión —casi diría que la paradoja— que vuelve singular la figura de Burucúa: central y a la vez periférico, galardonado pero al mismo tiempo irremediablemente raro, nodal y a la vez inclasificable. Porque inclasificable es su erudición —hecha de sabiduría, rigor e ironía—”.

Tiene 73 años, ojos celestes que parecen recién lavados y una barba corta que recuerda a la del guerrero sumerio Nippur de Lagash, un personaje de historieta creado en los años sesentas por el guionista Robin Wood que Burucúa —gran consumidor de comics— sigue leyendo hasta hoy.

—Nippur de Lagash me parece una creación sensacional —dice, estirando la “a”, como hace cuando quiere subrayar el carácter singularísimo —o deplorable o triste— de alguna cosa.

Hace algunos meses donó casi 10.000 libros a la Biblioteca Nacional y se quedó con unos 800 que abarcan buena parte de las habitaciones que se ven desde el recibidor de su departamento, ubicado en un barrio popular de Buenos Aires. En un mueble conserva los 20 tomos de El tesoro de la juventud, una enciclopedia para niños editada en la década del 20.

—Lo primero que hizo mi viejo cuando yo nací fue comprarme El tesoro de la juventud. Era un bebé, pero ya tenía biblioteca. Lo primero que agarré como libro fue eso.

Es una metáfora demasiado literal, quizás atinada: un libro sobre todas las cosas fue el primero de un hombre que acaba de publicar un volumen titulado Enciclopedia B-S (Periférica), que toma de aquel no sólo la estructura de diccionario sino la ambición: tiene 700 páginas y cuenta una saga que abarca dos familias, la del propio Burucúa y la de su esposa, Aurora. Escribirlo requirió de todas las herramientas de la investigación histórica (aplicada sobre un objetivo peligroso: los propios abuelos, suegros, padres), y de un narrador omnisciente que, aún estando en el centro, se mantiene en la periferia, inmiscuyéndose con discreción de monje (o mayordomo).

—Todo empezó con el Hombre-Montaña. Porque el Hombre-Montaña era mi suegro, el padre de mi mujer.

El Hombre-Montaña era Raúl, un judío rumano que junto a su esposa, Cecilia, pasó por diversos países huyendo de guerras y totalitarismos hasta llegar a la Argentina, donde se asentó y se dedicó a la lucha libre bajo aquel apodo.

—En 1994 me dijo: “Escribí este diario, a lo mejor lo podés publicar cuando yo esté muerto”. Murió en diciembre de 1995. Tenía muchas reiteraciones, pero había partes muy bien escritas. Hablé con mi amigo, el historiador francés Roger Chartier, y me dijo: “De una cosa así un historiador no puede desentenderse. Tenés un diario de un hombre con esa vida tan aventurera. Escribilo vos”. En el verano de 1996 empecé y me di cuenta de que no sabía cómo. Yo soy historiador: estoy acostumbrado a que se empieza en A y se termina en Z. Tengo tendencia a seguir la flecha del tiempo. ¿Cómo hacía para meter a otros personajes? Ahí se me ocurrió que cada vida que se cruzaba la podía hacer aparte y después unirlas, como si fuera un diccionario.

El trabajo le tomó 11 años —desde 1996 hasta 2007—, y el resultado se publicó en Periférica en 2011 bajo el mismo título —Enciclopedia B-S— pero con una diferencia: contenía sólo la historia de su familia política. Después, se preguntó cuál sería el resultado si hacía lo mismo con la propia.

—Y encontré algo completamente distinto.

Porque sus suegros habían tenido una vida de catástrofes saltando de país en país —Israel, Francia, etcétera—, perdiéndolo todo para volver a comenzar, pero habían conservado una jovialidad luminosa.

—Y mi familia, que no había pasado todas esas calamidades, salvo en la época de la dictadura argentina, era mucho más densa.

En el centro de esa densidad gravita, como un imán oscuro, la desaparición de su hermano Martín, siete años menor, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo, una organización armada de izquierda, que fue secuestrado en julio de 1976, cuando comenzó la ultima dictadura militar en la Argentina.

Los amigos de Burucúa lo llaman Gastón, como pretendía llamarlo su padre, un médico prestigioso, pero en 1946 las leyes argentinas prohibían los nombres extranjeros que no figuraban en el santoral de modo que fue bautizado como José Emilio, el nombre de su progenitor.

—A los seis fui al cine a ver A la hora señalada, con mi viejo. Y sin darme cuenta empecé a leer los subtítulos. Entendí todo. Cuando salimos del cine vi un libro y le dije a mi papá: “Comprame ese libro, dale”. Era La Ilíada para niños. Me lo devoré. Ahí empezó todo. Me compraban Shakespeare para niños. La Divina Comedia para niños. Mi vieja me decía: “Es de un hombre al que se le muere la novia y la va a buscar, pero no sabe si está en el infierno, en el purgatorio o en el paraíso”. Me lo leí entero para ver dónde estaba la mina.

Esa infancia buena, llena de lecturas y lecciones de francés, chocó con una adolescencia difícil cuando entró en el colegio secundario más prestigioso de la ciudad, el Nacional Buenos Aires, una leyenda educativa de la que han salido intelectuales, ministros, presidentes.

—Me hicieron mucho bullying. Era medio nerd. Y el colegio te inculca eso de “vamos a ser los salvadores de la patria”. Yo nunca me lo creí ni aguanté lo que de eso derivaba.

Al terminar, se preparó para dedicarse a su vocación profunda: la medicina, la misma que tenía su padre, un hombre que, en la Enciclopedia, aparece como un sujeto inteligente, generoso y tiránico. Burucúa cursó poco más de un mes: lo que necesitó para darse cuenta de que la competencia iba a destruirlo. Cada día, cuenta en el libro, su padre lo “martillaba a preguntas durante el almuerzo. 

Al final de cada ciclo narrado por la Enciclopedia se reproducen documentos —fotos, certificados, notas— precedidos por una descripción titulada Iconografía. La última corresponde a los objetos asociados a Raúl, el Hombre-Montaña, y da paso a la última frase. Allí, con una prosa que parece dirigirse hacia calma crepuscular, Burucúa escribe: “Una Aurora divina que alumbra bellamente los pasos de nuestras vidas, de tantos rumbos amorosos, de tantos destinos sin más sentido que la fea muerte”.

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