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Hilary Mantel: El actual modelo de político parece ser el de un dictador

Una de las más prestigiosas escritoras de la actual literatura británica, ha dedicado quince años de su vida al gran estadista Thomas Cromwell

A veces sí es oro todo lo que reluce alrededor de un gran escritor. Sus palabras, las escritas y las pronunciadas, son trascendentales y, al leerlas y escucharlas, tienes la sensación de estar asistiendo a una clase magistral de vida, que es la cara opuesta de la literatura. Y eso sucede con Hilary Mantel (Glossop, Reino Unido, 1952), una de las autoras más prestigiosas de la actual narrativa británica. Con su obra ha logrado lo que a otros -la mayoría- les resulta imposible: poner de acuerdo a crítica y lectores, con ventas de esas que quitan el hipo al maltrecho sector editorial y premios de incuestionable reputación. Aún con la resaca de un verano tan pandémico como propicio para la lectura, Mantel publica en España «El trueno en el reino» (Destino), último tomo (tiene 992 páginas) de la trilogía que ha dedicado a Thomas Cromwell. 

Hilary Mantel: El actual modelo de político parece ser el de un dictador

—Empezó a escribir sobre Thomas Cromwell hace más de una década. ¿Por qué se fijó en él por primera vez? ¿Qué le atrajo de ese personaje histórico en concreto?

—Me atrajo el misterio. La corte de Enrique VIII aparece repetidamente en la ficción. Cromwell fue una de sus figuras centrales, pero parecía que escapaba a la imaginación de los novelistas. Era una zona inestable de oscuridad. Además, por lo visto nadie había escrito una biografía satisfactoria. Sin embargo, ahora eso ha cambiado, ya que después de que se publicase el primer libro de mi trilogía, Cromwell se convirtió en objeto de curiosidad y de verdadera atención. Pensé, con razón, que trabajar con Cromwell sería un proceso de exploración fascinante. Prescindí de la mayoría de lo que se había dicho sobre él, desafié los prejuicios, me remití a las fuentes, y mantuve la mente abierta y la imaginación activa.

—¿Cuál era su principal objetivo cuando empezó a escribir sobre él? ¿Qué mensaje quería transmitir a sus lectores? 

—No quiero transmitir ningún mensaje. Nunca lo he querido. Mi intención es, sencillamente, sentir el pulso de un hombre muerto hace mucho tiempo, intentar representar de manera plausible una vida que se apagó tiempo atrás. Quería mostrar sus manifestaciones exteriores, como haría un historiador, pero también explorar el corazón como solo puede hacerlo un novelista.

—Y, ahora que ha terminado la trilogía, ¿qué ha aprendido de Cromwell, qué ha descubierto sobre él que no supiese?

—Al final del proceso, que ha durado casi quince años, todavía hay muchas cosas que desconozco, y así debe ser. Todo novelista quiere encontrar un tema inagotable.

—Cromwell fue uno de los hombres más importantes de la Inglaterra del siglo XVI y un poderoso miembro de la corte de los Tudor. ¿Con qué personalidad de nuestros días lo compararía? ¿Cree que ahora existen estadistas como él?

—Creo que solo puede existir, y que solo podemos verlo, en el contexto de su tiempo. La política no es una disciplina que flote libre de las necesidades y las limitaciones de una determinada época. Es una ciencia aplicada, no una ciencia pura.

—Pero, tomando a Cromwell como referente, ¿qué piensa de políticos actuales como Donald Trump, Bolsonaro, Boris Johnson o Putin, por citar sólo los primeros nombres que me han venido a la mente?

—El actual modelo de político parece ser el de un dictador, o el de alguien aupado por una ola de populismo a quien le gustaría ser un dictador. Nuestros líderes acostumbraban a contar mentiras porque no les pasaba factura. Ocultaban sus maquinaciones y nadie estaba en condiciones de contradecirlos. Pero ahora es posible vigilar de cerca el proceso político y descubrir las mentiras. No obstante, hombres como Trump y Johnson siguen mintiendo. Les falta alguna facultad moral. Llamémosla la facultad de la vergüenza. En los lejanos días sobre los que escribo en mis novelas, todo hombre y toda mujer pensaban que, en última instancia, tendrían que responder ante Dios. Puede que esa creencia no impulsase sus acciones en la práctica, tal vez solo los impulsaba a dar un barniz de rectitud a su crueldad y su egoísmo. Pero no cometían pecados sin sentido, sino solo aquellos que, en su opinión, eran necesarios para alcanzar sus fines. Sabían lo que eran la culpa y la vergüenza, y también la perspectiva de tener que rendir cuentas. Los políticos tienen cada vez más la sensación de que el engaño y la corrupción no acarrean consecuencias. Al parecer, Trump ha dicho que si pierde las próximas elecciones, no reconocerá la derrota. Gane o pierda, seguirá siendo presidente. Boris Johnson dice a Gran Bretaña que se avecinan días de gloria, cosa que es imposible que él mismo se crea.

—En sus últimos cuatro años, que es el periodo que abarca la novela, Cromwell tuvo que hacer frente a situaciones nacionales e internacionales muy complejas y delicadas. ¿Qué cree que habría pensado de la situación que atravesamos actualmente, con la crisis mundial del coronavirus?

—En la época de Cromwell, la gente estaba acostumbrada a enfrentarse a brotes de enfermedades infecciosas. La tasa de mortalidad era alta porque cuando una persona se contagiaba, la medicina no podía serle de mucha ayuda. Con todo, no estaban indefensos. No disponían de los modernos conocimientos científicos, pero sabían que las multitudes de las ciudades eran peligrosas, conocían la relación entre la enfermedad y la suciedad, y la transmisión de persona a persona y por contacto con objetos infectados. Sabían que las enfermedades traspasaban las fronteras. Pero si hubiese habido una pandemia, no hubiese sido evidente para ellos, ni mucho menos. Las noticias cruzaban Europa con facilidad, pero para cuando se enterasen de lo que había sucedido en China o en América, el problema posiblemente ya habría pasado, o habría aparecido algún peligro nuevo.

—Yo intento ser optimista y pensar que cuando la crisis haya terminado, seremos mejores personas. Pero veo ciertas cosas y no estoy tan segura de ello. ¿Cree que el virus nos hará mejores... o todo lo contrario?

—Creo que cambiará la manera en que abordamos nuestra vida diaria, puede que para mejor, aunque estoy segura de que habrá una fuerte resistencia al cambio por parte de quienes se benefician del statu quo. Estamos ante una oportunidad para reconsiderar aspectos de nuestra vida que creíamos inevitables o que dábamos por supuestos. En Gran Bretaña, muchas personas que tienen espacio para trabajar desde casa se alegrarían de dejar de ir y venir al trabajo con los largos desplazamientos y la contaminación que eso conlleva. Hace años que el teletrabajo era posible, pero los jefes no confiaban en sus empleados. Ahora no les ha quedado más remedio que hacerlo, y se dan cuenta de que los resultados son buenos, y de que a lo mejor no necesitamos llenar nuestras ciudades de naves monstruosas abarrotadas de personas cinco días a la semana. Estamos en un momento en el que la idea de ciudad podría cambiar, aunque hay intereses poderosos que se resistirán a ello. El concepto de trabajo en su totalidad podría quedar en entredicho al reordenar nuestras prioridades: ¿es necesario que consuma tantas horas a la semana? ¿Cómo valoramos a nuestros trabajadores? ¿No deberíamos ofrecer más dignidad, respeto y dinero a las personas que de verdad hacen que funcione la sociedad, como el personal sanitario, los repartidores y los empleados de los transportes? ¿No tendríamos que replantearnos cómo educamos a nuestros niños? ¿Podría ser que estuviésemos confundiendo los exámenes con la educación?

—En España, el sector editorial prevé perder 900 millones de euros en 2020. ¿Cómo saldrá de esta crisis el mundo literario en particular y la cultura en general? ¿Cómo sobrevivirá?

—No puedo decir nada más allá de lo obvio. Los libros han aguantado bastante bien, aunque muchos autores están desmoralizados por la pérdida del contacto con sus lectores que esperan tener a través de las lecturas públicas y las ferias literarias. Me pregunto si el cine llegará a recuperarse. La idea de ver una película a oscuras en compañía de extraños puede llegar a parecer arcaica, lo cual es preocupante para los que amamos la gran pantalla. La música en directo y el teatro han sufrido mucho y será difícil que se recuperen. Ninguno de nosotros puede hacer planes. Nos enfrentamos a un enemigo impredecible.

—De hecho, la del coronavirus es la última de una serie de graves crisis y acontecimientos políticos y sociales que hemos vivido en los últimos años como comunidad internacional: el Brexit, la tragedia de los refugiados, el auge del nacionalismo y de la extrema derecha... ¿Cómo describiría nuestra época si tuviera que escribir sobre ella en una novela histórica?

—No la describiría. No podría hacerlo. La esencia de la novela histórica consiste en que el autor deje que transcurra tiempo entre él y los sucesos que describe a fin de tener perspectiva. Además, las novelas se centran básicamente en las personas. El escritor transmite grandes temas a través de vidas individuales, y elige personajes que harán el esfuerzo necesario para ser portadores de una historia mucho más grande que ellos.

—Ahora que hablamos del papel decisivo que la novela histórica desempeña en la literatura, ¿cuál es la principal virtud del género? ¿Qué hace que una novela histórica sea mejor que las demás?

—Parte del valor reside en la perspectiva de la que hablaba antes. Se abre una brecha entre lo que sabemos ahora y lo que los personajes sabían en su época. El historiador emplea la mirada retrospectiva, es la herramienta fundamental de su oficio, pero esa mirada puede hacer que sintamos, erróneamente, que somos mucho más listos que las personas que vivieron antes que nosotros. La novela histórica estimula la empatía, el ejercicio crucial de ponernos en el lugar de otro. Nos permite pensar sobre la responsabilidad individual, sobre cómo controlamos nuestra vida (o lo intentamos), sobre la causa y el efecto, sobre el destino, si es que existe tal cosa, y sobre qué consecuencias imprevistas pueden derivarse de nuestras acciones con el tiempo. Puede ser superficial o producir la ficción más profunda sin esfuerzo aparente.

—¿Y qué piensa de la eterna discusión sobre la alta cultura y la cultura popular? Se lo pregunto porque yo considero que es un debate que no tiene sentido, es absurdo.

—Creo que las obras de gran calidad también pueden ser populares. Si no lo creyese, me habría hundido en la miseria hace tiempo, y probablemente habría cambiado de profesión.

—Con su trayectoria, ¿qué piensa del reconocimiento? ¿Es importante para usted? ¿Le gustaría ser recordada?

—El reconocimiento público es muy gratificante, sobre todo cuando ha tardado en llegar. Hay que ser consciente siempre de que la moda puede cambiar y la reputación puede fluctuar, aunque probablemente eso sea más problemático cuando se ha alcanzado la fama al principio de la trayectoria profesional. En mi caso, sé que la trilogía de Thomas Cromwell es el proyecto central de mi vida, y que nunca volveré a hacer nada a esa escala, pero intento seguir escribiendo cosas diferentes sabiendo que algunas tendrán éxito y otras no, y que seré yo quien sepa qué significa el «éxito».

—¿Y los críticos? ¿Le importa lo que piensen o escriban sobre su trabajo?

—Depende del crítico. Normalmente, el autor puede saber si lo han leído con atención o no

—A veces, la unión, el «matrimonio» entre críticos y lectores suele terminar en divorcio. ¿Por qué es tan difícil que los gustos de ambos coincidan?

—No me parece que exista necesariamente un conflicto. Supongo que espero que mis lectores sean tan astutos, exigentes e instruidos como cualquier crítico profesional. No es buena idea subestimar a los lectores. Hay que suponer que son, como mínimo, tan inteligentes como tú. Yo les pido mucho, pero luego les ofrezco mucho.

—¿Qué piensa del término «best seller»? ¿Por qué cree que los intelectuales menosprecian tanto esa expresión?

—El término «best seller» debería describir sencillamente un hecho relacionado con un libro. Pero tiene razón en que ha acabado aplicándose a un libro de baja calidad literaria. Sin embargo, como yo he escrito varios éxitos de ventas, no puedo identificarme con esa acepción. Un libro puede llegar a un público amplio y seguir siendo bueno, especialmente si se promociona de manera que determinados lectores no se sientan excluidos.

—Sé que es una pregunta difícil, pero... ¿quién fue el autor más importante en su decisión de ser escritora? ¿Hay alguno que le influyera particularmente? ¿Recuerda ese momento especial de su vida?

—Cuando tenía ocho años, descubrí un viejo libro de texto en el que había un extracto de Shakespeare. Era una escena de Julio César, la parte de la historia que sigue al asesinato de César, en la que Bruto y Marco Antonio se dirigen a la multitud y Marco Antonio la pone en contra de los conspiradores. Me emocionó mucho. No hablé de él con nadie, pero me lo aprendí de memoria. Había oído a la gente hablar de «las obras de Shakespeare», y tenía la esperanza de que existiesen otras, pero no estaba segura. Mi familia no era amante de los libros, pero cuando tenía diez años, mi madre vio una edición muy barata de las obras completas y la compró. Me apropié de ella inmediatamente. Todo mi mundo se iluminó. Aquello no me hizo querer ser escritora, porque eso era un concepto lejano para mí, pero sí hizo que quisiese ser lectora, una lectora diligente y entregada, lo cual es el primer paso para convertirse en escritor. Todos los temas que llegaron a ser míos estaban contenidos en la primera escena con la que me encontré: la violencia revolucionaria, el poder de la retórica, las artimañas de los políticos, la capacidad destructiva de la psicología de masas. Si por casualidad me hubiese encontrado con una escena de otra obra de Shakespeare, de una comedia romántica, por ejemplo, ¿habría tenido el mismo efecto? No lo sé. No sé si algo innato en mí reaccionó al material, o si el poder del arte fue tan grande que me transformó.

—¿Cómo han cambiado su obra y su estilo desde que publicó su primer libro?

—Mi primer libro llevaba un epígrafe de Pascal: «Dos errores: uno: tomarlo todo literalmente; dos: tomarlo todo espiritualmente». Creo que la cita podría servir como epígrafe para la mayoría de mis libros. Me muevo constantemente entre lo mundano y lo místico, entre la realidad y la aspiración, entre la carne y el espíritu. Trabajo en la frontera entre la política y la psicología, preocupada por el proceso de cambio revolucionario en sentido político y la transformación en sentido personal. Y siempre trabajo con un espíritu irónico, mirando mi material desde las dos caras, consciente de la paradoja. No creo que mi estilo haya cambiado intrínsecamente, aunque considero importante adaptarlo a las necesidades de cada historia. Cada historia necesita una voz, un registro propio. Una vez se oye esta voz, gran parte del trabajo esencial de hacer arte está hecha.

—¿En qué está trabajando ahora?

—Los últimos meses he trabajado en la adaptación para el teatro de «The Mirror and the Light» en colaboración con Ben Miles, que representó el papel de Thomas Cromwell en las dos obras anteriores y que también ha puesto su voz en el audiolibro. Espero tener listo un texto para el próximo año, si el teatro vuelve a ser posible.

—¿Cuál ha sido el último libro que ha leído y le ha dejado huella?

—Acabo de terminar la novela de Edith Wharton «Las costumbres nacionales», publicada en 1913, y he disfrutado cada página. Narra las peripecias de Undine Spragge, una poderosa anitheroína que no cuenta más que con su atractivo físico y la ambición que la mueve, los cuales la llevan a lugares sorprendentes. Undine es grosera, insensible y absolutamente egoísta, pero el lector está impaciente por ver qué va a hacer a continuación.

—Ahora que la BBC ha confirmado que habrá una nueva temporada de «En la corte del lobo», la serie basada en los dos primeros libros de su trilogía sobre Cromwell, ¿me recomendaría una serie y una película para ver estos días?

—Me gustaría recomendarle «The Assistant, una película de 2020 escrita y dirigida por Kitty Green. Cuenta un día de la vida de una joven empleada de una productora cinematográfica de Nueva York cuyo jefe es un conocido depredador sexual al que ningún empleado veterano puede o quiere parar. Es íntima, tensa y muy inquietante, una película sobre el abuso de poder actual y oportuna. Así, de pronto, no se me ocurre una buena serie actual... Este no ha sido un gran verano televisivo en Inglaterra. He leído mucho y no me he sentido inclinada a explorar Netflix.

¡Que les corten la cabeza!

Por Laura Revuelta

La vida y personalidad de Thomas Cromwell (1485-1540), primer conde de Essex, da para una trilogía y para mucho más. Hilary Mantel, que es una autora prolija en muchos campos, podría seguir contando las aventuras, los tejemanejes, del que fuera secretario de Estado y ministro principal de Enrique VIII entre 1532 y 1540, pero ha decidido poner punto final al trabajo en el que lleva volcada quince años. La citada trilogía arranca con la novela «En la corte del lobo», cuando Enrique VIII ya tiene en mente esos delirios de grandeza, esas ansias de romper con Roma y poner en marcha su extenso «programa» matrimonial, con decapitaciones incluidas. Thomas Cromwell es el hijo de un herrero, cuyo padre le trata a palos, pero que empieza a desplegar sus habilidades en la corte como segundo de Wolsey, al que sucederá una vez éste caiga en desgracia. En el segundo título de la trilogía, «Una reina en el estrado», Cromwell ya es el dueño y señor de la corte como primer ministro de Enrique VIII. Los trapicheos suyos y de Ana Bolena están a la orden del día. La información siempre ha sido poder, y Cromwell es sibilino hasta decir basta. El tercer volumen de la biografía (digo bien volumen, porque cada uno de estos libros ronda las mil páginas) arranca con Ana Bolena recién decapitada y prosigue con los mil y un conflictos con los que ha de lidiar el monarca en sus continuos caprichos matrimoniales. Baños de sangre, líos de cama, luchas religiosas, maldades como sólo saben tramar personajes de la talla y con la maquiavélica inteligencia que define a Cromwell. Está claro que quien a hierro mata a hierro muere. En 1540 Cromwell fue decapitado en privado en la Torre de Londres. Sin duda, Hilary Mantel es la gran cronista de uno de los periodos más fascinantes de la Historia.





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