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Gramática del azulejo

Fernando Renes exprime en la cerámica las posibilidades del dibujo con un contundente trabajo

Estos días de ansiedad celebrativa, con la apertura de la temporada artística, es cuando más se escuchan algunos de los silencios más incómodos del campo del arte. Uno de ellos tiene que ver con los proyectos de producción, donde la política cultural pierde fuelle y por donde pasan algunas necesidades fundamentales del arte contemporáneo. Hablo de centros de producción, espacio de recursos o programas de investigación, poco lucidos en cuanto a repercusión mediática, pero muy operativos a la hora de dar respuesta y ofrecer un servicio público a la comunidad artística. Eso es: espacios de intercambio no jerarquizado, liberado de la productividad de los museos y las galerías, donde el error es siempre constructivo. El pulmón para cualquier artista y el pan de cada día del quehacer cultural.

Fernando Renes, durante el montaje de una de sus exposiciones.Gramática del azulejo

Tal vez por ello atrapa el ruido sordo que sale estos días de BilbaoArte, uno de esos espacios de producción de referencia en nuestro país, que acompaña el trabajo de los artistas desde hace décadas y que facilita ese camino con residencias, becas y exposiciones. La que ahora acogen de Fernando Renes (Covarrubias, Burgos, 1970), artista residente en 2018, es una de las más luminosas que he visto en tiempo. La precede su exposición Chocobalto, celebrada hace solo unos meses en el CAB de Burgos. Y le da el repunte una estupenda aunque fugaz muestra, de tan solo unos días, en el Espacio Marzana, también en Bilbao.

El artista embala todo lo que ha visto y pensado y se lo lleva a casa, donde dormita hasta que se pone a dibujar

Ahí ha presentado uno de sus mejores trabajos: tres mill 300 azulejos acumulados en una suerte de escultura sarcófago que invoca al público con la frase Se puede tocar. Renes siempre ha trabajado con la palabra, a veces apropiándose de textos, otras con textos propios, pero casi siempre generando una especie de maridaje entre imagen y palabra, recuperando el espíritu de la Accademia degli Arcadi, donde en el siglo XVII se estableció el Ut Pictura Poesis. La suya, que adopta la forma del dibujo, transcurre en notas, tanto de episodios personales como de una preocupación más social, a veces con un más o menos optimismo, otras con un latente pesimismo, pero siempre con un regusto ácido destilado de esa observación de la condición humana, que para él se mueve entre la fe y el descreimiento. Lo que hace Fernando Renes es embalar todo lo que ha visto y pensado y llevárselo a casa, donde permanecerá dormitando sobre páginas garabateadas hasta que se ponga a dibujar. En esos dibujos, en esas páginas, cobra vida un paisaje, un ambiente, una misiva: todas esas cosas que otros hubieran olvidado. Fragmentos de reflexiones, inscripciones, grafitis, ideas, descripciones apresuradas… Un coche, Marco Aurelio, un campo de fútbol, Malasaña, un casco de romano. Un inmenso bazar de imágenes y textos llenos de recodos solitarios, vidas extintas y una minuciosa reflexión sobre la idea de límite desde una superficie de tan difícil control como la loza.

Con el azulejo empezó hace cuatro años, desde la individual que tuvo en el DA2 de Salamanca. Después llegó su intervención con lebrillos en Genalguacil y una fascinación por el barro en la que se volcó en cuanto pisó su estudio en BilbaoArte. Lo vemos ahora, con la misma humildad y carga vernácula que tiene la gramática del azulejo, en Urazurrutia 32, título de la exposición y la dirección postal de esta sala en Bilbao. La sala tiene aspecto de cocina recubierta de azulejos rozando el techo y con una paleta que no pasa del negro, verde y marrón. Parece un zócalo gigante. Un rodapié que se protege a sí mismo en una bonita metáfora del trabajo del artista, esquivando siempre el relente y la saturación. No está lejos de la exposición que Fernando Renes hizo hace unos meses en el CAB de Burgos, aunque allí los colores eran los chocolates y el cobalto (de ahí el Chocobalto del título), y el espacio era circular y no alargado y estrecho como en Bilbao. Algo había allí de sensación envolvente y narrativa que aquí se torna más cruda y perversa, casi sin escapatoria, como en las salas de un matadero. Aunque el preciosismo de los dibujos más abstractos, que juegan con la geométrica azulejera, dispersa cualquier sensación de peligro llevándote a un cómodo terreno emocional.



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