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Gabo, la biblioteca de un viajero

La casa mexicana de García Márquez, fallecido en 2014, conserva su estudio de trabajo y sus cerca de 5.000 libros. También, su pasión por los diccionarios, las rosas amarillas y las máquinas de escribir

Una figura de Gabriel García Márquez en su estudio y biblioteca en la colonia San Ángel de la Ciudad de México.Gabo, la biblioteca de un viajero

Una rosa amarilla, un diccionario y una máquina de escribir. Es todo lo que necesitaba Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-Ciudad de México, 2014) para ponerse en marcha. 

A los ocho años, su abuelo le contó que las flores amarillas daban suerte y nunca se volvió a separar de ellas. Durante la entrega del Nobel (1982), llevaba una escondida en el bolsillo. Gabo se consideraba “un diccionarero”, aunque su relación con las enciclopedias fue de amor y odio. 

En 1977, prologó una edición del María Moliner, su favorito. Pero a la vez se inventaba palabras: “condolientes”, “mecedor”. Hasta se propuso jubilar la ortografía, sobre todo esa “h rupestre”.

A las máquinas de escribir también les declaró la guerra. Su primera Remington ardió en el fuego de los disturbios del Bogotazo, en 1948. Una década más tarde, la máquina que concibió en París El coronel no tiene quien le escriba había perdido la tecla de la d por el camino. Para poder terminar el texto tuvo que arreglárselas completando cada c a mano con un palito vertical. Después se compró una Torpedo alemana y una Smith Corona eléctrica. Así, hasta el flechazo con Apple. Un eMac de principios de los 2000, una computadora blanca con forma de pepino retrofuturista, sigue aún en la mesa de trabajo de su casa en Ciudad de México.

“No era especialmente fetichista, pero sí que fue comprando cada uno de los modelos de Mac que iban saliendo”, cuenta su hijo Gonzalo García Barcha mirando la espalda ovalada de la máquina. Tras estallar el éxito de Cien años de soledad durante su estancia en Barcelona, la familia llegó a esta casa en 1975, cuando él tenía 11 años y su hermano, Rodrigo, 15. Recuerda que muchas mañanas, al volver del colegio, los dos críos cruzaban corriendo el patio con jardín y entraban a saludar a su padre mientras trabajaba en el estudio. Sentado a la mesa donde hoy también sigue un jarrón con rosas amarillas y una colección de diccionarios en la estantería, Gabo los miraba en silencio con los dedos aún sobre el teclado y los dejaba hablar. “Muchas veces no sabíamos si realmente nos escuchaba. Se concentraba mucho cuando estaba trabajando”.

La concentración es una de las características que más destacan los que alguna vez le vieron trabajando en su estudio. Iván Granados fue su bibliotecario personal desde 2007 hasta su muerte en la primavera de 2014. Solía llegar también por las mañanas. Le saludaba —”Buenos días, maestro”— y durante las siguientes tres o cuatro horas apenas intercambiaban palabras. “No era nada maniático, no intervenía mucho en la organización de sus libros. A cambio, lo que necesitaba es que le dejaran trabajar el tiempo que precisaba”, cuenta Granados por teléfono. Tras el fallecimiento de Gabo, siguió acudiendo a la casa a terminar la tarea. Durante años, se encargó de dividir los casi 5.000 títulos en cuatro áreas: Una, las traducciones de sus propios títulos. Dos, diccionarios y enciclopedias. Tres, libros de documentación con los que preparaba sus obras. Cuatro, la literatura que le interesaba: novela, poesía, ensayo, periodismo, cine y política.

Una figura de Gabriel García Márquez en su estudio y biblioteca en la colonia San Ángel de la Ciudad de México.Teresa de Miguel

De pie, mirando de frente a la zona de los ensayos, Gonzalo García reconoce un libro importante. Las flores en la poesía española, del filólogo José Manuel Blecua. Una edición de 1968, de la editorial Gredos. “En casa nunca hubo mucha presión por encaminarnos a la lectura, pero si por ejemplo preguntabas por la poesía, te enjaretaban este libro”. García, de profesión ilustrador y editor, avisa en todo caso de que ya no quedan en la biblioteca muchos libros de su infancia. Ni tampoco con los que su padre formó su cultura literaria. Durante los últimos años, la familia ha donado mucho material a la Biblioteca Nacional de Colombia, además de la parte del archivo que resguarda la Universidad de Texas en Austin.

Aún así, Gonzalo García sigue buscando entre los títulos de la pared. Y aparece una edición de 1972 del Ulises de James Joyce, ese “mamotreto sobrecogedor”, como lo llamó en sus memorias un Gabo veinteañero. También aparecen copias de El día del Chacal o El conde de Montecristo. 



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