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Examen de conciencia

Una manera de hacer daño que está al alcance de los que participamos de palabra o por escrito en el debate público es enturbiar la atmósfera con exageraciones y mentiras

Dos de los columnistas más señalados del Financial Times, Tim Harford y Simon Kuper, coinciden en dedicar sus últimos artículos semanales del año a una reflexión sobre los asuntos en los que a lo largo de estos 12 meses consideran que se han equivocado, o a los que lamentan no haber prestado suficiente atención. Tim Harford es un economista con un talento natural para explicar con claridad cosas muy complejas del mundo de los números. Simon Kuper suele escribir sobre política internacional, con agudeza y mesura, aunque no oculte su desazón de británico europeísta en los tiempos del Brexit, ni esa obsesión escandalizada y algo morbosa que muchos hemos sufrido a lo largo de los últimos cuatro años con Donald Trump. Examinando su propio trabajo a lo largo de este tiempo, y también algunos mensajes de lectores, Kuper reconoce que por haber prestado tanta atención a la política americana y a un personaje tan grotesco y destructivo como Trump ha descuidado otros asuntos, en realidad una gran parte de lo sucedido en esa zona del mundo que no es Estados Unidos. Tal vez, reconoce también, en su rechazo de Trump y del Brexit puede haber una parte de prejuicio: su defensa es que, sumando su buen juicio y su sentido autocrítico a la vigilancia editorial del periódico, la vehemencia de sus tomas de partido no le ha llevado a faltar a la verdad de los hechos.

La diputada del PSOE María Luisa Carcedo, con el médico Carlos Barra, tras la aprobación en el Congreso de la ley para la muerte digna.Andrea Comas / EL PAÍSExamen de conciencia

El ejemplo de Kuper y Harford me anima a mi propio examen de conciencia. Que los errores de juicio sean mayoritarios no lo exime a uno de haberse sumado a ellos, y menos aún de la trampa de atribuirse una lucidez retrospectiva, ese prestigioso fraude intelectual de profetizar el pasado. Ni siquiera a finales de febrero, cuando la epidemia ya se estaba extendiendo por el norte de Italia, presté atención verdadera a lo que sucedía. Mi mujer volvió angustiada de Milán, en uno de esos vuelos atestados de entonces, un avión lleno de hinchas de fútbol y de asistentes a la Semana de la Moda. Yo pensé frívolamente que estaba siendo demasiado aprensiva. Por fortuna, el profundo malestar que traía se disipó al poco tiempo. Solo más tarde me atreví a reconocer el peligro que los dos habíamos corrido. Como todo el mundo, o casi, yo repetí de oídas que el nuevo virus era mucho menos letal que el de la gripe. Mantener la calma, la vida normal, parecía una actitud más distinguida que rendirse al miedo. En Barcelona un taxista me dijo que la amenaza del virus la habían promovido multinacionales empeñadas en sabotear el Mobile World Congress. Otro taxista me aseguró al llegar a Madrid que el Gobierno mantenía en secreto que la epidemia la transmitían los perros. Pero llegó un momento en que los disparates conspirativos de los que nos burlábamos no eran más irracionales, ni menos peligrosos, que la normalidad en la que muchos, incluidos los gobernantes, nos seguíamos empeñando.



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