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Érase una vez Mario Benedetti

Varios homenajes recuerdan la figura del autor uruguayo al cumplirse diez años de su muerte

Era un hombre que buscaba amparo. Su voluntad era la de ser únicamente un poeta. Se le cruzó la vida triste de Uruguay, la maldad militar, la dictadura. Perseguido por la catástrofe que mató a tantos, ingresó en la nómina mundial de los perseguidos y ya siempre tuvo miedo. En Argentina, en Perú, en Cuba y en Madrid.

Mario Benedetti y el pintor cubano Mariano Rodríguez en el Museo de Bellas Artes de La Habana, en 1987.Érase una vez Mario Benedetti

SU PENÚLTIMO AMPARO

La Universidad de Alicante, donde está su biblioteca, le hizo un homenaje. Hace 20 años, en 1999, ahí, cuando se ponía en marcha el Centro Mario Benedetti, él leyó el poema “Zapping de siglos”, que ahora suena profecía. Lo preparó como un testamento de incertidumbre. ¿Qué será este tiempo en el que ya no voy a estar? Al morir tenía 88 años. Ya no sabía que había sido Mario Benedetti.

Pudo haber caído sobre él el cielo gris del limbo que hace invisibles a los poetas muertos. Pero su fundación en Montevideo, a cuyo mando está su biógrafa, Hortensia Campanella, se encarga de ponerle sal y fuego a la memoria de aquel hombre que parecía, dice ella: “un abuelito para mi hijo”.

Carmen Alemany, que en Alicante acompañó a José Carlos Rovira y a Eva Valero en la tarea de poner en marcha el Centro Mario Benedetti, contaba que su hija lo llamaba “el marido de Luz”. Pues Luz, su mujer, más que su sombra fue efectivamente su luz, su amparo mayor, su compañera. Luz murió sin memoria. Cuando se fueron de Madrid, en 2003, ya Luz no escuchaba el teléfono, no sabía qué hacer con los recados. Él la cuidaba con una delicadeza incendiada por el aturdimiento.

LA METÁFORA DE LA DESPEDIDA

Esa mañana del regreso definitivo a Uruguay ella dejó las llaves dentro de la casa. Era la alegoría del adiós. Después de tantos viajes de ida y vuelta, tras el exilio y el desexilio, ya iba a ser Montevideo, de donde partió huyendo, el amparo final, el salto a la esperanza y al vacío. Y las llaves se quedaron en Madrid. Ya no habría vuelta.

Palma de Mallorca, Madrid, Alicante fueron sus últimos amparos. Y la música de Serrat o de Viglietti. El amparo era que le hicieran caso sus amigos. 

Que no hubiera espinas en el pescado, que le funcionaran los aparatos del asma, que no le pusieran almendras en los platos, que hubiera urinarios cerca de sus firmas en la feria, que le salieran bien las operaciones, que no le faltaran el periódico, ni los lápices, que hubiera guayaberas limpias. 

Que ya no hubiera más uniformes señalándole la puerta o la pena de muerte. Y que Luz, su mujer, estuviera siempre.

Ella murió tres años antes que él. Lo vi llorar meses más tarde. Desde su butaca miraba al aire gris de Montevideo. 

Escribía haikus, había presentado la dimisión al diablo del tiempo. Ya qué iba a hacer, se le había hecho la noche, como dice un verso argentino, en la mitad de la tarde.

En Montevideo lo acogieron de vuelta como una leyenda que ya se iba a quedar ahí, en su casa, donde lo único que se movía era la mecedora. Él sobrevivió nueve años. Su biblioteca está en Alicante, en Montevideo, en las canciones y en miles de librerías o de casas.




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