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Epidemias: ¿qué podemos aprender de la antigua Roma?

La historia prueba que las teorías conspiratorias son contraproducentes: ni los dioses enviaban la peste, ni esta causó la caída del Imperio

La peste se encontraba sellada dentro de una urna de oro en un templo de Babilonia. Un soldado romano que saqueaba el templo abrió aquella urna y la infección viajó a Occidente con el ejército en su retirada. Ese fue el origen de la gran peste antonina (c. 165-180 d. C.) conforme al relato de un autor latino.

La peste en Roma. grabado de Levasseur de una obra de Jules-Élie Delaunay.Epidemias: ¿qué podemos aprender de la antigua Roma?

Volviendo sobre la peste antonina, el historiador Amiano escribía que esta había “contaminado todo de infestación y muerte desde las fronteras de Persia hasta el Rin”. Para nosotros resulta imposible identificar la enfermedad con certeza. Con un cierto conocimiento, podríamos conjeturar que hablamos de la viruela, pero nuestro problema reside en la cultura excepcionalmente libresca de los antiguos. Siglos antes, una peste golpeó la ciudad de Atenas durante las guerras del Peloponeso, mientras los atenienses se apiñaban tras sus murallas (430-426 a. C.). Tucídides, que sobrevivió a aquel brote, lo describió con gran detalle, pero no en unos términos que nos permitan un diagnóstico moderno fiable (la opinión médica actual se decanta por las fiebres tifoideas). Tucídides estableció un modelo literario, y a partir de entonces se convertiría en una moda el que todo historiador clásico incluyese alguna escena con la peste. Aquello fomentaba la exageración. Pocos autores quieren que el tema del que hablan se tome por poco importante o secundario. Todas las descripciones posteriores de las epidemias se basaban en el relato de Tucídides. Galeno, el gran médico de la Antigüedad, se enfrentó con la aterradora realidad vital de la peste antonina en Roma y la interpretó y la describió a través del prisma de Tucídides.

Las diversas respuestas ante la enfermedad, como acudir a los templos, no solo no eran efectivas, sino que solían extenderla

Los antiguos tenían una vaga idea del contagio de la infección de una persona a otra: el ejército había traído la peste al regresar de Babilonia, pero una explicación mucho más común era la de un miasma presente en el aire de ciertos lugares. Durante un brote, el emperador Cómodo (180-192 d. C.) se retiró a Laurentum, un lugar considerado inmune gracias a la olorosa fragancia de las arboledas de laureles que le daban nombre a la ciudad. En última instancia, la causa de la epidemia era casi siempre la ira de los dioses ante el vicio o la maldad del ser humano, algo que podía ser el sacrilegio de profanar una urna en un templo.

Las diversas respuestas de los romanos ante la enfermedad no eran de ayuda y solían extender la enfermedad. Dado que la causa era divina, acudían a los dioses en busca de protección. “Febo [Apolo], dios intonso, líbranos de la nebulosa llegada de la peste”: en todas partes tenían este ensalmo escrito en los dinteles de las puertas. Según Luciano, autor satírico griego de la época, el oráculo lo había extendido un charlatán religioso. Luciano aseguraba que sus resultados iban en sentido contrario, porque fomentaba que la gente viviese con descuido y abandonara cualquier precaución. En el caso de quienes se lo podían permitir, la respuesta era la huida. Cuando la peste antonina llegó a la ciudad de Aquilea, los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero se apresuraron a partir hacia Roma con su gran séquito. Lucio Vero murió por el camino.

Según Cipriano, cuando la gente empezó a morir en gran número en Alejandría durante el siguiente gran brote, los cristianos “se arrimaban a ellos, los abrazaban, los lavaban y los envolvían en sus sudarios”, mientras que los paganos “arrojaban a los afectados a la calle antes de que hubiesen muerto”. Para pasar sobre el hecho de que morían tantos cristianos como paganos, Cipriano se regocijaba de que los primeros ascendían a los cielos mientras que a los segundos se los llevaban a rastras a la tortura eterna. En Roma, durante la peste antonina, el pagano Galeno asistió a numerosas víctimas de forma asidua. Entre los tratamientos supuestamente eficaces que él mismo registra se incluyen la ingesta de vinagre y mostaza o de tierra de Armenia, beber leche de la ciudad de Estabia o la orina de un niño.

La causa no siempre era divina. Florecían las teorías conspirativas más singulares. Durante el brote que se produjo con Cómodo en el trono, un observador culto e informado como el senador e historiador Dion Casio —­que ocuparía un puesto en el consejo de dos emperadores— afirmaba que con frecuencia morían 2.000 personas diarias en la ciudad de Roma y muchas más a lo largo y ancho del Imperio. Estos infortunados, creía él, “perecían a manos de criminales que impregnaban unas agujas minúsculas con sustancias mortíferas y recibían un pago por infectar a la gente”. No se revela la identidad ni la motivación de quien lo pagaba, pero el lector podría asumir que se trataba del mismísimo y malvado emperador Cómodo.



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