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Entre Hitler y otras crisis

Nos comentaba hace días mi hija Zaida que, estando en el trabajo, le habló su hermano Chuy para pedirle permiso de acostarse en su cuarto y prender el aire acondicionado

Entre Hitler y otras crisis

Nos comentaba hace días mi hija Zaida que, estando en el trabajo, le habló su hermano Chuy para pedirle permiso de acostarse en su cuarto y prender el aire acondicionado. Dice que sus compañeros se sorprendieron bastante, uno de ellos le dijo que él y su hermano no se piden nada, solo lo agarran, y luego se andan peleando por eso. Nos manifestaba ella su agradecimiento por la forma en que los habíamos educado.

Lo cierto es que las cosas entre nuestros hijos no siempre fueron tersas y sencillas. Hubo épocas difíciles.

Mis pequeños Hitlers. 

Cuando Dianita entraba a la adolescencia, el hermano que le seguía – Chuy –, seis años menos que ella, la exasperaba bastante y peleaban mucho. Él se ponía triste por eso; tratando de animarlo, le expliqué que su hermana estaba entrando en una etapa en la que era normal pelear con sus hermanos y le hablé un poco de lo que era la crisis de la adolescencia. Días después, lo vi que daba vueltas afuera del cuarto de Dianita con la tapa de una caja de zapatos bajo el brazo. Parecía estar dudando de si entrar a hablar con su hermana. Afortunadamente alcancé a detenerlo. En la parte interior de la tapa, había escrito con una crayola: “Diana, quiero decirte que tienes una crisis de adolescentes y que no te enojes conmigo”. Le expliqué que a una adolescente no se le puede decir eso, y lo entendió perfectamente. Lo malo fue que días después vino a visitarnos una prima de los niños y, yendo yo en el carro con Dianita, Chuy y su prima – que también rondaba la adolescencia –, me pregunta el niño: “Oye papi, ¿y Denisse también tiene eso que tiene Diana y que no le puedo decir qué es?”. Y Dianita, “¿qué papi?, ¿qué tengo, qué tengo?”. Ay, huercos.

Tocó después el turno a Chuy de agarrarla con sus hermanos menores. No sé de qué artes se valió para convencerlos de que eran sus esclavos y él era su amo (de esto, sus padres no nos dimos cuenta hasta después). Les decía que siempre que les diera una orden, debían responder “¡Señor, sí, señor!” y obedecer inmediatamente. Así que ahí los tienen. “Manuel, tráeme un vaso de agua”, “¡Señor, sí señor!”. “Zaida, sóbame los pies”, “¡Señor, sí señor!”. Un muy efectivo don de mando, pero mal encausado. Menos mal que nuestro pequeño Hitler en potencia corrigió a tiempo.

Llegado su momento, Zaidita agarró de víctima a Manuel, el más pequeño, y solo él no tuvo con quien desquitar todos los agravios recibidos de los hermanos mayores, aunque, a decir verdad, por la diferencia de edades, Dianita por lo general, lo tomaba bajo su cobijo y protección.

Buscando una solución

El caso es que, en algún momento de nuestra vida familiar, vimos que los pleitos rebasaban a veces un límite aceptable, así que decidimos entrar en acción. Sabíamos que los castigos y las imposiciones podrían tener solo un efecto temporal y, muy al contrario, podían aumentar las animadversiones entre ellos, así que optamos por convertir el proceso en un juego.

En una reunión familiar, guiamos la conversación al punto de coincidencia general, que era que a todos nos gustaría vivir en una familia unida y feliz, después de lo cual pedimos que todos dieran ideas de lo que podíamos hacer para lograrlo. Los niños fueron los más entusiastas en aportar ideas, y nos aseguramos de que se incluyeran algunas como: cuidar unos de otros, mostrarnos amor, no gritarnos, controlar el carácter, ser comprensivos y ayudarnos unos a otros, hacer cosas juntos que nos acercaran más y corregirnos nuestros errores con amor.

Acordamos que cuando alguien se “engorilara”, es decir, que los demás viéramos que empezaba a portarse grosero con algún otro miembro de la familia, los demás haríamos movimientos o sonidos como los de un chango, para que se diera cuenta y cambiara su actitud. Yo tampoco me salvé de recibir varias veces los “changazos” de mi familia. Era como que nuestra versión del afamado “abrazos, no balazos”. Changazos, no… con “i”.

En su libro “El arte de no amargarse la vida”, su autor nos dice: “Exigir es la manera más directa de estropear una relación que, de otra forma, podría ser maravillosa”. Y eso fue algo que pude comprobar con este proceso. Como padres, podríamos haber tratado de exigir cierto comportamiento, de imponer ciertas normas, pero creo que, al no hacer eso, ayudamos a fortalecer la maravillosa relación que ahora tienen nuestros hijos como hermanos. Si a alguien le sirve el consejo, adelante, tal vez le sirva para provocar los cambios necesarios y mejorar la relación en su familia. Y mejor hacerlo a tiempo. No vayan a estar incubando un Hitler en el seno de su hogar y ustedes ni en cuenta.



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