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El último viaje de los nómadas

'Adiós a Mongolia', del periodista Zigor Aldama, relata las historias de pobladores nómadas

En Mongolia quedan unos 800.000 nómadas, aunque se estima que, cada año, unos 40.000 abandonan su estilo de vida tradicional y deciden echar raíces en alguna de las ciudades de Mongolia. Adiós a Mongolia, en el que el periodista Zigor Aldama cuenta su experiencia tras haber convivido con una veintena de familias nómadas viajando por todas las zonas del país en las cuatro estaciones del año: del desierto del Gobi, la estepa central.

Región de Mongolia.El último viaje de los nómadas

Hoy es la víspera de la Nochevieja lunar, el bituun. Tsevegmed estima que en los próximos días recibirán la visita de decenas de familiares y amigos a los que hay que agasajar. No les faltará de nada, porque el ger está ya lleno de buuz, varios tipos de dulces, diferentes quesos —todos suponen una amenaza para la dentadu-ra— y, sobre todo, botellas de vodka.

Nosotros preferimos viajar hasta la zona desértica para buscar una familia menos numerosa y acomodada con la que pasar el penúltimo día del año lunar. Sorprende la velocidad con la que pasamos de escarpadas montañas de corte alpino a interminables llanuras de secarral. Con la excepción de algunas dunas muy con-cretas, los desiertos en Mongolia son tan áridos como feos y mo-nocromos. Este no es una excepción. Básicamente todo se reduce a piedras y polvo; polvo y piedras. A pesar de las bajas temperatu-ras, ni siquiera hay nieve para maquillar el paisaje. Solo algunos arbustos tristes y pelados salpican ocasionalmente el horizonte.

La familia de Davaanyam Sukh es la primera que encontra-mos al atardecer, después de varias horas de conducción. Se nota que los hombres que llenan su ger ya están a tono con la fiesta. Flota en el aire el olor a vodka, señal de que no nos costará ser bienvenidos. Nosotros sumamos la botella de rigor y, tras una breve introducción, nos aposentamos en una de las camas ubica-das en los laterales de la yurta.

Entre quienes charlan ruidosamente hay un monje con túni-ca carmesí llamado Batsukh Kolya. Davaanyam lo ha contratado para que bendiga el ganado en una ceremonia que se celebra con la última luz del día. Hemos llegado en el momento oportuno, justo cuando se levanta para preparar todo lo que necesita en una mesa. Sin duda, trabajo no le va a faltar, porque la familia tiene más de cien camellos, entre seiscientas y setecientas cabras y ove-jas, quince caballos y diez vacas. Coloca sobre una tela amarilla un taco de hojas escritas en tibetano, se sienta y comienza a recitar-las. Su voz se convierte en un mantra que provoca sueño. Al prin-cipio, la familia y los amigos que se han dado cita en el ger de Da-vaanyam lo escuchan en silencio, pero pronto comienzan a hablar entre ellos. Primero en un susurro, luego cada vez más alto, hasta que el alboroto convierte el mantra de fondo en ruido estático.

Apenas hay un hilo de luz anaranjada en el horizonte cuando el monje sale al exterior para bañar a los animales en incienso. A los camellos no les hace ninguna gracia y se lo hacen saber con un fuerte berrido seguido en ocasiones de un generoso escupitajo. Al parecer uno de los machos está en celo y, además de pelearse con el resto, tiene el morro lleno de muy mala baba. Afortunadamente, está atado. Pero su constante enojo lo lleva a tirar con tanta fuerza que no sería de extrañar que arrancase la estaca que lo mantiene a raya. A Batsukh eso no parece importarle lo más mínimo, porque se sienta en el suelo al lado del camello y conti-núa recitando sus plegarias. Primero la hija mayor, Choidulam, de catorce años, es la que le sujeta la linterna para que pueda leer. Cuando la congelación amenaza sus manos, Davaanyam toma el relevo. La concisión nunca ha sido el fuerte de los sermones.

Dentro del ger, su mujer, Bolormaa Bataa, también reza. De rodillas y con las palmas de las manos unidas sobre su cabeza, pide que el próximo año sea benigno mirando las fotos de sus antepasados.

—Rezo para que los animales crezcan sanos, para que nadie nos robe el ganado y para que la familia prospere.

Mongolia fue durante siglos un país predominantemente bu-dista. El comunismo, como en la vecina China, trató de erradicar la religión, pero la población continuó rezando en secreto. Ahora el budismo tibetano continúa siendo la creencia más extendida —más del 50% de la población lo practica—, pero se mezcla con el animismo, que estaba presente en el país mucho antes. Los chamanes continúan llevando a cabo todo tipo de rituales, y la superstición sigue arraigada en las zonas rurales.

Los Sukh se mudan una veintena de veces al año, y dentro de pocos días será la primera.

—Ya han empezado a parir las ovejas, así que es momento de buscar un lugar más adecuado para que crezcan. Aquí estamos demasiado expuestos a los animales salvajes.

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