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El tango interminable de Andrés Calamaro

Anunció hace años el fin de su carrera. Pero tiene 56 y aquí sigue el mito argentino

El tango interminable de Andrés Calamaro

Nocturno, urbano y de puertas adentro durante gran parte de su vida, desde el final de su última gira, “Licencia para cantar”, en 2017, Andrés Calamaro está instalado en un barrio cerrado situado en Benavídez, en el norte del Gran Buenos Aires, a unos 40 kilómetros de la capital.

La casa tiene dos plantas y un fondo con parrilla, parque y pileta. La vivienda cumplió el papel de refugio veraniego mientras el artista mantuvo un departamento porteño, pero desde hace unos años es su único hogar en Buenos Aires.

“Me despierto tarde y escucho música todo el tiempo, pero escribo bastante y los proyectos siguen progresando. Es una vida muy disfrutable”, cuenta de su solitario día a día actual. En la enumeración habría que sumar otras dos de sus saludablemente ociosas actividades principales: cebar mate durante todo el día y arremangarse en la cocina para preparar la comida. Algo que hace desde que se duerme y despierta en horarios civilizados. Le gusta incluso comprar él mismo los ingredientes, así que conoce muy bien los mercados de los barrios en los que ha vivido.

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‘COCINA’ NUEVO DISCO

Ese es el entorno desde el que llegan entonces aquellos versos recién salidos del horno que el cocinero y cebador está calentando junto al pianista Germán Wiedemer, su actual cómplice en esto de hacer discos y salir de gira. “Estamos armando canciones. Pero lo que hacemos es la previa de la previa de grabar algo nuevo”, señala Calamaro, dejando claro que sí hay nuevos temas, pero todavía falta para que conduzcan a un disco.

De hecho, el que anuncia para este año no incluye esas canciones que están empezando a asomar, sino que es uno que se ha pasado grabando todo 2017 bajo un tinte más de celebración. De momento —se disculpa— prefiere no abundar demasiado sobre el asunto más allá del detalle de que es un trabajo que saluda al arte de grandes intérpretes y a sus propias canciones, según escribió en un post de fin de año que publicó en Internet.

“Tendremos invitados ilustres”, agrega Andrés sobre el proyecto. Y aporta un dato conmemorativo: “este año es mi brutal cuadragésimo aniversario en estudios de grabación, así que sería mi regalo de cumpleaños en la confección de discos”.

Tenía 17 años recién cumplidos cuando entró por primera vez a una pecera en su natal Buenos Aires para registrar su piano Wurlitzer en el primer álbum de un grupo llamado Raíces, que mezclaba rock y candombe, liderado por un bajista uruguayo, Beto Satragni. “Estaba muy verde”, acepta. Y agrega, para completar la descripción de aquella versión suya cuatro décadas más joven: “era un estudiante poco aplicado y apenas un aspirante a músico. La verdad es que, si lo pienso ahora, preferiría no haber grabado nada hasta pasados los 25 años o más cerca de los 30, cuando estaba más maduro como cantante y manejaba otros criterios conceptuales sobre el sonido y la música”. Luego añade otro consejo que se daría a si mismo si volviera a empezar: “evitar divorcios y vicios caros”.

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CELEBRARÁ EN GRANDE

Así que cuando cumpla 57 años el próximo 22 de agosto —una fecha que lleva tatuada en su antebrazo izquierdo— Calamaro estará brindando por toda esa larga lista de grabaciones que incluyen las que realizó con los dos grupos célebres de los que supo formar parte antes de ser conocido por derecho propio, uno en Argentina y otro en España: “Los abuelos de la nada” y “Los Rodríguez”. Armado alrededor de Miguel Abuelo, un mito local que por entonces estaba disfrutando de su regreso, aquel primer grupo fue parte esencial del sonido -rocker que acompañó en Argentina las celebraciones del regreso de la democracia tras la última dictadura militar, al comienzo de los ochenta.

De “Los abuelos de la nada” partió muy joven y en la cumbre del éxito del grupo en busca de una gloria solista que —nadie se lo imaginaba entonces— aún tardaría una década en llegar. Para eso debió cruzar antes un océano, fundar otra banda de cero en una ciudad nueva —Madrid— y al alcanzar una nueva cumbre quedarse ahí un buen rato antes de regresar a su camino en solitario. Y entonces sí, fue el turno de “Alta suciedad” (1997), el disco que confirmó su condición de estrella con nombre propio.

“Todo el mundo tiene derecho a una década buena”, exagera Calamaro, medio en broma y medio en serio. Y enseguida acomoda la suya entre “Nadie sale vivo de aquí” (1989), su último e ignorado álbum solista porteño grabado junto a Ariel Rot antes de irse a probar suerte en Madrid y “Honestidad brutal” (1999), el doble con el que justo antes del cambio de siglo, comenzó un maratón compositivo que continuó con el álbum quíntuple “El salmón” (2000) y también mucho más allá. Una época arrebatada y épica en la que escribía más de una canción por día, porque confesó entonces, si escribía sólo una, estaba apenas a una canción de pasar un día sin escribir una canción. “Y eso sí que me da miedo”, decía, mientras seguía llenando discos duros antes de quedar sin aliento.

“Cualquiera en su sano juicio hubiera clausurado una carrera musical después de un disco semejante”, asegura. Aquel quíntuple álbum, de hecho, lo cerraba con un tema bautizado con intención: ‘Este es el final de mi carrera’. Así que después de ‘El salmón’ hago lo que puedo: creo que estoy mejorando sin hacer demasiado esfuerzo”, confiesa Calamaro, que al atravesar aquel fuego se ganó cierto respeto más allá del rock, tanto de los tangueros como de los gitanos. “Cuando se me empezaron a acercar pensé que me confundían con otro”, dijo por entonces el compositor de canciones como “Estadio azteca” o “La libertad”, rescatadas de esas llamas. Convertidas en clásicos inmediatos, funcionaron como punto de partida para el eterno retorno de un artista que hoy, en un mismo año —como sucedió en 2016—, puede editar tanto un disco acompañado solo al piano como otro eminentemente rockero. “Confieso que me gustaría enfocarme más en el rock. Pero a estas alturas permito que la música se cuide sola. Algo para lo que, eso sí, tengo muy buenos compañeros”, asegura Andrés.

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ATRAÍDO POR OTROS GÉNEROS

Son amplios los intereses musicales de Andrés —salsa, jazz experimental y por supuesto rock y más rock— y su obsesión es firme. Lo primero que hace en cualquier viaje es encontrar la tienda de viniles más cercana. Puede sentarse a comprar online cuando aún ni ha desempacado o preocuparse por sortear entre los integrantes de un grupo de Facebook dedicado a los viniles algunos ejemplares de su discoteca adolescente, como hizo el año pasado apenas se instaló en Buenos Aires.

“Escucho discos todo el día. Esa es mi red social solitaria”, cuenta quien alguna vez anunció públicamente su retirada de Twitter, asediado por exabruptos propios y ajenos. “Ahora mi hija Charo me explica cómo usar Instagram, pero nunca supe usar las redes. No las entiendo”. Su hija acaba de cumplir 11 años y es fruto de su relación con la actriz Julieta Cardinali, de la que se separó a comienzos de esta década.

El cantante habla de volver a instalarse en Buenos Aires, dejar la suburbial Benavídez y acercarse al porteñísimo Palermo, el barrio que siempre fue su hábitat. Sabe que así estaría más cerca de Charo y también de mamá Esther, que a sus 95 años, aún vive en el mismo departamento donde Andrés atravesó su adolescencia. Su padre, Eduardo, falleció dos veranos atrás, con 98 años.

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EL SOBREVIVIENTE CALAMARO

Andrés se enorgullece de estar en contacto directo con Julio Iglesias y también con Raphael, con los que recientemente grabó. “Para mi, que Julio Iglesias sepa quién sos ya es algo grande. Un logro importante”, confiesa Andrés. “Y poder cantar juntos, merecer esa confianza. Hace muchos años que esperaba algo así. Julio y Raphael son dos caballeros de gran categoría. Son como reyes o presidentes constantes de un país que pertenece a todos los que vivimos tras los límites de nuestro idioma”.

Fotos, toros y la palabra impresa. Esas son las últimas obsesiones de Calamaro más allá de los confines de la música, aunque están íntimamente relacionadas. No en vano Andrés es hijo dilecto de la cultura rock porteña, acuñada durante la segunda mitad de los setenta bajo un gobierno militar.

Calamaro parece haber aprendido también a desapasionarse para escapar de la polémica. “Lo que pasa es que dentro de mis posibilidades, trato de encontrarle un enfoque intelectual a las cosas. Fui educado en una familia firme en el socialismo, el feminismo, ateos y buenos argentinos”. 




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