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‘El sabor del chocolate’: un delicioso triunfo histórico

El ensayo de Piero Camporesi se traslada al siglo XVIII para documentar cómo los cocineros también participaron en la revolución del refinamiento

Dirigiéndose al “joven señor”, a un interlocutor que podía permitirse el lujo de holgar entre cómodas sábanas hasta bien entrada la mañana, el abate Giuseppe Parini, en su poema ‘Il Giorno’, aconsejaba tomar chocolate para un despertar sereno y, por qué no, goloso, alternándolo con el café, más indicado en los casos de gordura incipiente. Oriente, entre el Mediterráneo y el océano Índico, por un lado, y el Extremo occidente, por otro: si bien, por uno de esos admirables cortocircuitos que tan generosamente nos dispensa la historia, la baya de origen etiópico-yemení hacía ya mucho en la época de Parini que se había adaptado a los climas del Nuevo Mundo. En definitiva, “Indias” habían sido siempre en cualquier caso: solo hacía falta decidir si orientales u occidentales, pero el despertar de los “jóvenes señores” de la época no podía remitirse a otro sitio: ni por lo que se refiere a las bebidas, ni por lo que se refiere a los recipientes, que en ambos casos serían, por supuesto, de porcelana. Siempre, desde luego, “mercaderías indianas”. Europa no podía (.no puede?) prescindir del exotismo ni del orientalismo; ni siquiera para desayunar. Si quiere definir su identidad, Occidente necesita, en cualquier caso, de Oriente. Al hablar de las “Indias”, en efecto, siempre hay que especificar si se trataba o si se trata de las “occidentales” o de las “orientales”. Sin embargo, el gran Piero Camporesi, cuyo fallecimiento lamentamos todavía y con razón, añadía a su libro El sabor del chocolate un subtítulo que —¿intencionadamente?— mantuvo en la ambigüedad. Y algún que otro periodista, e incluso, !ay!, algún que otro especialista se precipitaron en la trampa, se cayeron del guindo, como quien dice. En efecto, hemos leído aquí y allá que el último libro de Camporesi trataba del té —aunque, a decir verdad, si lo podemos definir como un caldo (y, tratándose de una infusión, en realidad podemos), habría habido que definirlo como “caldo chino”, como quizá hiciera en el siglo XIII Marco Polo— o que hablaba del café, al que, afortunadamente, por otra parte, nadie ha calificado nunca ni de “caldo etíope”, ni de “caldo árabe”, ni de “caldo turco”. Contratiempos de la gente que se fía de la portada, pero que nunca ha abierto el libro.

La reina María Antonieta, retratada por la pintora Marie Louise Élisabeth Vigée-Lebrun.‘El sabor del chocolate’: un delicioso triunfo histórico

Una revolución racional, ante todo, que tuvo sus propios philosophes: los cocineros. Para hacer la gran cocina no bastaban ya la buena comida ni la rica parafernalia: hacía falta también el especialista sabio y refinado, pues todo debía hacerse racional y profesionalmente. Y los cocineros franceses administraban el arte de cocinar según unos principios revolucionarios: unos principios que —liberando fogones y mesas de la opulencia y de las elaboradas preparaciones renacentistas y barrocas— se basaban en la idea de que el acto de comer formaba parte de unas relaciones sociales nuevas, basadas en la cortesía y el buen gusto, menos materiales y lo más intelectuales posible. Prohibidas, pues, las especias demasiado sabrosas, prohibidos los perfumes demasiado violentos que hasta ese momento habían constituido una parte destacada de los banquetes, prohibidas las comidas en las que convergían (como en la excesivamente célebre carne de víbora) gastronomía, arte médica y magia (también el máximo medicamento barroco, la triaca, se hacía con carne de víbora). El siglo XVIII supuso el triunfo de los destilados, de las gelatinas, de los sorbetes: la sustancia de las comidas se veía reducida a lo esencial, era concentrada y estaba liberada de las partes fibrosas e indigeribles, era adaptada a una manera de comer que debía combinarse con el juego, la conversación y el cortejo. Se dio entonces también el triunfo de las nuevas especias-bebidas: del té y del café. Llegó con ellas la violenta irrupción en nuestra cultura de las “otras” civilizaciones, a menudo percibidas ante todo como metáfora (pensemos en los persas de Montesquieu, o en los turcos, los indios y los chinos de Voltaire) o quizá como modelo (los “buenos salvajes” de Rousseau), pero que eran también la otra cara de un espejo que reflejaba la imagen de unas culturas que el colonialismo iba saqueando y corrompiendo. Pero el té y el café se convertían en centro o, mejor aún, en pretexto de nuevas maneras de conversar, en coartada para nuevas ocasiones de lo que en la Antigüedad habían sido los “simposios”: desde los salones nobiliarios hasta los primeros tea-rooms o cafés públicos, fueron creándose espacios revolucionarios en los que la bebida no alegraba ni embotaba los sentidos (como durante milenios habían hecho el vino y la cerveza), sino que hacía que las personas fueran más agudas y más nerviosas, más activas y combativas. Té y café, en resumen, como bebidas de la revolución; pero bebidas también de un mundo que, al menos en sus estratos sociales más altos, había vencido la oscuridad y el miedo ancestral de la noche y había hecho día de ella (y justamente resulta del todo natural citar al abate Parini).

Un mundo de categorías temporales puestas patas arriba, en el que se velaba y se dormía en momentos y con ritmos diferentes ya de los habituales. Fue en ese mundo —marcado por la afirmación de los desserts y por la gran victoria de la pastelería como arte autónomo de la propia gastronomía (alguien la definió como la parte principal de la arquitectura...)— en el que logró triunfar el “caldo de las Indias “, el chocolate, la sabrosa unión del polvo de las semillas del cacao americano (”indiano”), de la leche y de los edulcorantes y los aromas más variados y selectos. Y no es que todas esas innovaciones fueran recibidas de forma apresurada y con unanimidad. Se discutió durante mucho tiempo y duramente acerca de las virtudes y los defectos del café y del chocolate: y en esa diatriba participaron personajes ilustres, desde el protomédico mediceo Redi (”antes me bebería yo un veneno / que un vaso lleno / de amargo y maléfico café...”) hasta las legiones de jesuitas y de dominicos enfrentados. Y no es que en todas partes el almuerzo “a la francesa” —más pobre de sustancia, pero rico en matices, en variantes, en vajillas finas...— sustituyera por doquier, al menos en Italia, a la “mesa copiosa” tradicional. Por lo demás, el arte del “vivir bien” y los triunfos del azúcar estaban destinados, después de la tormenta revolucionaria y de la aventura napoleónica, a ser archivados como otras cosas del ancien régime. 

También en la mesa, igual que en otros ámbitos, la revolución había devorado a sus hijos. Y en Europa había impuesto el azúcar de remolacha en lugar del de cana. Sin embargo, la del chocolate es una aventura revolucionaria. A menudo se ha contado la “historia revolucionaria” de las bebidas nuevas, las mismas que —después de las de la Antigüedad y el Medievo, el vino y la cerveza— han hecho la Modernidad. El café, la gloriosa ambrosía jacobina del café Procope y de la revista de los hermanos Verri; el té, la infusión que ha salvado a los ingleses del alcoholismo (o al menos lo ha intentado). Sin embargo, con su aterciopelada dulzura, el chocolate es tal vez el más subversivo: bien que lo sabe la espabilada e ingeniosa Despina de Così fan tutte, que rousseaunianamente igualitaria —.no somos acaso todos iguales, según la naturaleza?— no está dispuesta ni por asomo a servir el chocolate a sus señoras sin probar ella también un poquito. Por otro lado, los orígenes del “caldo de las Indias” son tan nobles como inquietantes. Los conquistadores españoles habían tomado su uso de los aztecas, transformando en una bebida agradable —enseguida dulcificada— el chocoatl picante, especiado, que era alimento de los dioses. Y, por lo demás, Linneo lo habría recordado muy bien, cuando en 1727 lo denominó Theobroma cacao. 



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