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El rastro de la nieve en tu sangre

Avanzamos uno de los relatos contenidos en el nuevo libro del autor mexicano Antonio Ortuño, ‘Esbirros’,

Caruso llegó tarde. Lo digo aunque no habíamos acordado cita alguna y ni siquiera estábamos en contacto antes de aquella noche. No: Caruso llegó tarde, en realidad, para evitar que recayera luego de ocho años. Una hora tarde, cuando la nieve, el polvo maldito, había invadido mi sistema.

El escritor Antonio Ortuño.El rastro de la nieve en tu sangre

Fui capaz de tolerar la enfermedad y muerte de mi madre y la partida de mi hermana Clarita, que se apagó como una santa en brazos de su esposo, sin entregarme a los consuelos de la nieve. Dejé de preocupar a los jefes en la agencia de publicidad en la que trabajaba (esos fariseos igual consumían, pero señalaban con el dedo a cualquier empleado con huellas de vivir la noche como ellos lo hacían) y me convertí en ejemplo de readaptación.

Pero la inercia conspiró en mi contra. 

Por respeto a mi condición de remiso dejé de ser convocado a las fiestas de oficina, me alejé de los jefes y terminé arrinconado, primero, y olvidado después. Me recordaron apenas a tiempo para pedirle al guardia, una tarde, que me acompañara a la puerta y revisara que todos los objetos apilados en mi caja de cartón me pertenecieran. Me echaron, sí.

Sobrevinieron quince meses de exilio. 

Busqué amigas en la red y las inundé con mensajes incitantes que declinaron responder. Cuajé de curriculumsvitae los correos de cada ejecutivo de cada agencia de la ciudad, tecleando incluso al azar (Fito Caruso, por ejemplo, podía haber tenido la dirección fitocarusoarrobapublitechpuntocom o fcaruso o f.caruso o incluso fito.caruso, sin descartar la confianzuda carusoarroba).

Y una noche, reconciliado con los dudosos amigos de mi etapa de consumidor, flaqueé. Hugo, al calor de los tragos y unas cuantas partidas de billar, me llevó aparte. 

Tengo algo, si quieres. Las miradas de todos los presentes se encajaron en mi nuca. Hubo gestos de incredulidad cuando incliné la cabeza en señal de aceptación. 

Hugo se apresuró a conducirme a la bodeguita de los viejos tiempos, la de siempre, se rebuscó en los bolsillos y, luego de pelear a oscuras contra sí mismo y su torpeza, ofreció un montoncito de nieve en la esquina de una credencial. Lo aspiré. Un corifeo de rostros pasmados me recibió al salir. 

Mi espinazo se sacudía.

Una hora después apareció por el bar Paco Caruso, elegante y derrochador. 

Acababa de mudarse a una nueva agencia, mayor y poderosa y se acercó sin pestañear a mi lado. 

Necesito que te vengas conmigo, viejo. Haces unas pruebas sencillas lunes y martes y el miércoles estás trabajando. ¿Te parece?



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