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El Hollywood más rojo

Un libro de fondo de armario cinematográfico que ayuda a comprender lo que hay detrás de tantos clásicos del cine que aún nos hacen vibrar

1. Antiamericanos

James Cagney, en “El enemigo público” (1931).El Hollywood más rojo

Buhle (autor, entre otros libros acerca de la cultura de la izquierda en Estados Unidos, de una muy citada historia del marxismo en ese país) y Wagner (a quien se debe A Very Dangerous Citizen, la mejor biografía del guionista, director y exmiembro del Partido Comunista Abraham Polonski) acumulan en su libro tantos datos, tantas anécdotas, tantos rasgos biográficos de los guionistas, productores, directores, actores y actrices que en su momento serían llamados a declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas (HUAC, por sus siglas en inglés), que a menudo el lector se pregunta cuál es el propósito de tanta erudición no suficientemente jerarquizada.

Por sus páginas figuran todos los que intervinieron activa o pasivamente en aquellas películas —de Dorothy Parker o Dashiell Hammett a Katharine Hepburn o Humphrey Bogart—. Se analizan películas, con especial atención a sus subtextos —­como en el caso de El enemigo público (William A. Wellman, 1932) o Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), que algunos interpretaron como una alegoría final del maccarthismo—; se repasan los géneros que resultaron más proclives a la exposición de tesis anticapitalistas y antifascistas —el film noir, el terror, el wéstern—; se reflejan las conductas políticas —y personales— de los protagonistas y su impacto en el imaginario y la cultura popular de la edad de oro de Hollywood. Y todo ello en un contexto de dos décadas largas —desde principios de los treinta hasta los cincuenta— en las que pasó de todo: Gran Depresión, new deal, consolidación del estalinismo, ascenso del fascismo, Guerra Mundial, comienzo de la Guerra Fría. Un libro de fondo de armario cinematográfico que ayuda a comprender lo que hay detrás de tantos clásicos del cine que aún nos hacen vibrar.

2. Fantasmal

En Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas (Muchnik Editores), la mejor crónica que conozco sobre las verbosas y alcohólicas andanzas nocturnas (pero no solo) del gran escritor y sus (más) jóvenes amigos y/o discípulos en los vertiginosos setenta y ochenta, Eduardo Chamorro afirma, con la razón biográfica de su lado, que “si uno habla de Juan Benet, Eurípides, la catedral de Milán, Rembrandt, Sibelius o la batalla de Stalingrado, uno habla en último término de sí mismo”. Y no hace falta referirse a tan altas cumbres porque en el fondo, siempre que uno habla de otro —lo ame, lo odie o le sea indiferente—, también lo hace de sí mismo, y Dios sabe que con alguno de los retratados en aquella crónica todo acabó a (metafóricos) balazos. Por eso se me hace raro hablar de Las aguas del fantasma (Ediciones del Viento), la novela póstuma de Eduardo.

La primera vez que leí algo suyo fue un libro ya olvidado que circulaba abundantemente por la Universidad Complutense en los años de la marxistización del saber: los dos tomitos de la Introducción al proceso histórico que publicó en 1969 Halcón y fueron reeditados más tarde (y varias veces) por Castellote. Chamorro tendría entonces menos de 25 años y ya firmaba columnas en las revistas más o menos críticas del tardofranquismo. A Chamorro le interesaba casi todo: la historia en primer lugar, y especialmente la de los siglos del Barroco, como testifican un puñado de obras divulgativas y La cruz de Santiago, una novela melancólica y crepuscular en torno a Diego Velázquez que fue finalista del Planeta de 1992.

Chamorro tradujo bien a sus maestros anglófonos —ahí tienen la Oda del viejo marinero, de Coleridge, que coeditaron La Gaya Ciencia de Rosa Regàs y Bocaccio, el santuario laico donde terminaba la noche madrileña de los conjurados benetianos—. Incluso llegó a atreverse a corregir y ponerle notas a la traducción del Ulises de Salas Subirat (publicada por Salvador Rueda en 1945), que fue la primera edición completa en castellano del clásico modernista. Pero Chamorro era sobre todo un narrador oral que conocía los mecanismos del relato: un tusitala, un contador de historias, como llamaban los samoanos a Stevenson, otro de los mitos de su personal panteón. De sus obras narrativas aún recuerdo entre brumas algunos de los Relatos de la fundación (La Gaya Ciencia, 1980) y la novela de cierto misterio Guantes de segunda mano (1991), que le publicamos Luis Suñén y quien esto escribe durante nuestro paso por Alfaguara.

En Las aguas del viento, su novela póstuma, está todo Chamorro, empezando por su prosa demorada y melancólica, su querencia por los paisajes norteños y cubiertos, su devoción por Cunqueiro y por los relatos con misterio, su tendencia al anticlímax de la ironía. El armazón de la novela: un pequeño grupo de jubilados compuesto por personajes bastante estrambóticos (hay, por ejemplo, un exluchador de sumo que ha adelgazado y un antiguo borrachuzo que devora gatos fritos, además de un fantasma que planea sobre el conjunto) se reúne en un viejo hotel y, mientras, el portero de noche, que se parece mucho a Chamorro, nos cuenta sus historias (y las de sus cónyuges), incluyendo la de su intento de reflotar una embarcación sin un propósito muy claro. Aparte de eso —que no es poco— y del transcurrir de una prosa al servicio de sí misma, no pasa gran cosa. Y esa es la mayor melancolía contenida en esta novela póstuma.

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“La izquierda de Hollywood”.




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