El dilema entre paz y justicia
Es imposible alcanzar la justicia plena ni lograr que todos perdonen. Una reflexión sobre los equilibrios que implica la paz tras los avances entre el Gobierno colombiano y las FARC
EL PAÍS
que es propio del final de un conflicto.
La mejor manera de entender es mirar desde el presente las experiencias pasadas. Todas tuvieron como propósito acabar con la violencia y la intolerancia para establecer la paz. En el caso de Sudáfrica la verdad fue el componente central de la justicia, se perdonaba lo que se confesaba. En el caso de Ruanda también hubo muchos juicios y castigos, pero al final el perdón y las formas de reparación moral fueron lo central. En estos dos casos hay una relación desproporcionada entre la justicia aplicada y la dimensión de la atrocidad que representaron 42 años de segregación y un genocidio de casi un millón de personas. Se trató de una catarsis con tanta justicia
como lo requería la reconciliación.
En el caso de El Salvador existió una comisión de la verdad que investigó casos relevantes pero sin consecuencias judiciales y se decretó una amnistía general. El énfasis se puso en las transformaciones. El 85% de los coroneles, incluido todo el alto mando, fue expulsado del Ejército; todos los batallones de élite y los cuerpos de seguridad fueron disueltos y se fundó una nueva policía con participación paritaria de guerrilleros y militares. En este caso, no se juzgó y condenó a individuos, sino al régimen político.
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En España se suele decir que hubo amnesia con relación a los crímenes del franquismo y hasta la fecha este tema sigue siendo muy complejo. En Chile, si bien hubo una comisión de la verdad, esta no tuvo consecuencias judiciales y en general la justicia no fue un componente fundamental de la transición. Lo particular en estos dos casos es que, a pesar de la relativamente poca justicia, las transiciones hacia una convivencia pacífica fueron muy exitosas, tanto que han dejado logros extraordinarios.
En Argentina los generales hicieron desaparecer a miles de personas y derrotaron a las guerrillas, pero perdieron la guerra de las Malvinas contra reino Unido. Este factor externo cambió la correlación política interna en el país y los militares terminaron juzgados y condenados, perdiendo el poder político que tenían. Los militares igualmente vencieron a las guerrillas en Guatemala, pero un ajuste económico ejecutado por un gobierno de los grandes empresarios, redujo las fuerzas militares de forma dramática
y esto tuvo consecuencias políticas. Ante la debilidad de las instituciones, el país fue intervenido a través de una comisión internacional contra la impunidad. Ahora, entre otros, el general Ríos Montt y el expresidente Otto Pérez están sometidos a procesos judiciales. El primero por genocidio y el segundo por corrupción.
En Nicaragua hubo una década de guerra contrarrevolucionaria en la que se dieron muchos hechos que hubiese sido necesario juzgar. La justicia y la verdad sobre violaciones a los derechos humanos no fueron, con todo, relevantes en el posconflicto. La Contra perdió la guerra y el régimen sandinista las elecciones. El sistema judicial dio prioridad a resolver el tema de las propiedades confiscadas por la revolución. Los últimos litigios concluyeron este año.
Todas estas experiencias dejan claro que no hay camino único. En cada una de ellas los protagonistas se dirigieron de forma instintiva o planificada a los vectores que podían reactivar la violencia e impedir la pacificación. El resultado fue que en algunos la verdad y la justicia tuvo más preponderancia que en otros.
El acuerdo sobre justicia transicional en Colombia, pese a estar basado en la victoria estratégica del Estado sobre la insurgencia, tiene el propósito de lograr al menor costo posible la pacificación de las zonas rurales. Hace cincuenta años, cuando las FARC y el ELN se alzaron, Colombia era un país esencialmente rural con 18 millones de habitantes. Ahora es un país sobre todo urbano, con 48 millones de habitantes. Estos datos bastan para visualizar la dimensión de los cambios políticos, sociales, económicos y demográficos que separaron a los insurgentes de la sociedad. En todo conflicto interno hay una violencia causal que normalmente es estatal y una violencia consecuencia que es insurgente. En Colombia, la prolongación indefinida del conflicto alejó a la insurgencia de sus causas originales, obligó a la transformación del Estado y multiplicó exponencialmente el número de víctimas. Las guerrillas perdieron legitimidad y, debilitadas, cometieron atrocidades.
Las fuerzas del Estado se transformaron, legitimaron y fortalecieron y son ahora juzgadas normalmente por la justicia. Esas atrocidades quedaron en el pasado, pero las de las insurgencias están en el presente. Esto explica el rechazo hacia las FARC y el ELN. Al mismo tiempo, existe una gran demanda de paz. Por ello no es posible una amnistía en Colombia y por ello el acuerdo requiere combinar verdad, justicia y atención a las víctimas.
Hay en el caso colombiano tres factores que pueden reactivar la violencia: la propiedad de la tierra, las drogas y las víctimas. La reconciliación y la paz pasan por tener en cuenta los tres temas. En ese sentido, la aplicación del acuerdo de paz será un complejo proceso de pacificación territorial, que enfrentará la cultura de la viveza a la honestidad de decir la verdad; el deseo de venganza contra la nobleza del perdón; la tentación del narcotráfico frente a la reinserción productiva y el olvido elitista del campo contra la necesidad de llevar el desarrollo y resolver los litigios por la tierra, precisamente la raíz del conflicto. Sobre esto último bien decía Maquiavelo: “Los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”.