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El accidentado viaje de la literatura

Radiografía de un mercado separado por la lengua

Al académico Javier Marías no le dieron auténtico crédito como escritor en América Latina hasta que en 1996 estalló en Alemania el éxito de Corazón tan blanco (1992), su séptima novela. Al colombiano Fernando Vallejo llegaron realmente los españoles cuando Francia se rindió en 1997 a su sexta ficción, La Virgen de los sicarios (1994). También les costó reconocer el genio de Ricardo Piglia. Hacía dos décadas que el argentino, fallecido en 2017, era un referente al otro lado del charco para cuando, ya sesentón, su talento cruzó el Atlántico con el cambio de siglo…

El accidentado viaje de la literatura

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¿CUÁL ES EL ORIGEN DE ESA SORDERA?

“En España no interesa nada la literatura latinoamericana y en Latino­américa interesa aún menos la española”, dice Claudio López de Lamadrid, director editorial de Literatura Random House. “Más que de desinterés, hablaría de unas características de los mercados a ambos lados del Atlántico que dificultan la visibilidad, como es la sobreabundancia de títulos que se producen”, disiente Marianne Ponsford, directora del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC). Julio Ortega, profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Brown (EE UU), añade al debate otra perspectiva que interpela a medios y editoriales: “La lógica del mercado se basa hoy en evitar el riesgo, la apuesta, el compromiso con un autor y su obra. Prefiere apostar por los malos libros de un autor de algún renombre y evita el riesgo de los mejores y más jóvenes. Lo más penoso es que la prensa cultural, que acompañó con brío la internacionalidad de las nuevas letras, no tenga una política más crítica de la producción editorial, con lo cual ha perdido la fe del lector. Debería haber espacio para los best sellers y para las pequeñas editoriales, donde está el futuro”.

Con epicentro en España, un valor superior a los 3.700 millones de euros, según CERLALC, y una formidable incontinencia editora —publica al año alrededor de 185.000 títulos de todos los géneros, 79.000 en España—, el del libro en español es un mercado interdependiente —editoriales españolas vadearon la crisis gracias a América Latina— que sufre un importante y lógico desequilibrio a ambas orillas del Atlántico. Si en 2015 el 36% de las exportaciones españolas de libros impresos tuvo como destino Hispanoamérica, apenas el 1,2% de las latinoamericanas desembarcó en España —el 59% de lo exportado quedó en la región—. “La cifra es misérrima”, apunta Ponsford, y eso quiere decir “que hay espacio para crecer”. En todos los campos, también en el de la literatura, del que no hay datos desglosados comparables.

De entrada, hay obstáculos que salvar en la base del negocio: unos paupérrimos índices de lectura, un escaso respeto por los derechos de autor y un irregular despliegue de la industria en Hispanoamérica que a veces hace que el camino más corto entre Colombia y Bolivia pase por España. “El gran reto es que América Latina se conecte entre sí, y México y Argentina tendrían que tomar el protagonismo. Es fundamental pensar en el viaje del libro de norte a sur, no solo cruzando el Atlántico”, dice Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara. A esa asimetría hay que sumar el impacto de barreras arancelarias, dificultades de distribución, elevados precios de transporte y frenos a la importación —la Argentina de Kirchner fue paradigma—, que en naciones muy inestables en lo económico (hiperinflación) y lo político (Venezuela, Cuba) pueden acabar por convertir el libro en objeto de lujo. “Puede darse el caso de que un ejemplar que en España cuesta 10 euros esté en Chile al equivalente a 10 euros si ha llegado a través del distribuidor y a 30 si ha sido importado”, explica Julián Rodríguez Marcos, editor de Periférica.

Quizá La uruguaya, de Pedro Mairal, sea una de las novelas recientes que mejor ilustran la fragmentación de este mercado que gobiernan los colosos Planeta y Penguin Random House. Publicada con éxito originalmente por Emecé (Planeta) en Argentina, no llegó a España a manos de la multinacional, sino de Libros del Asteroide. “Hoy, quienes dominan el cotarro quieren lectores-consumidores. Ya no existe alguien que diga: ‘Esta obra va a hacer canon, esta va a romper la tradición”, dice Ana Gallego, profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada. “Ahora circulan muy poco los autores más transgresores y si están en el mercado es gracias a las editoriales independientes, que con un lector hiperformado, mucho más culto, están garantizando la bibliodiversidad”.

Periférica, Alpha Decay, Páginas de Espuma, Laurel, Sexto Piso, Eterna Cadencia, Adriana Hidalgo… Desde los noventa, los sellos independientes se han ido haciendo fuertes. Con apuestas singulares en la lengua y en traducción y acuerdos de coedición y distribución, están contribuyendo a construir el nuevo canon de lo que Carlos Fuentes dio en llamar el territorio de la Mancha. “Si publicamos a tanto latinoamericano es porque hay en ellos un voltaje literario que aquí no es tan evidente. Al no tener una industria como la entendemos aquí, los autores no tienen que hacer caso al mercado, y eso ha generado textos más hondos y atrevidos”, opina el editor de Periférica.

El trabajo de estos sellos de nuevo cuño ha venido a complementar el que llevan décadas realizando veteranas como Anagrama y Fondo de Cultura Económica o los grandes conglomerados. Con casas locales en casi todos los países del territorio del español y catálogos con un corpus común y virajes locales, también han creado algunos programas para visibilizar propuestas más literarias enterradas en la jungla de novedades. Alfaguara y Literatura Random House (Bertelsmann) lanzaron en 2015 El mapa de las lenguas, un proyecto por el que cada uno publica cada mes la obra de un autor latinoamericano y la distribuye a la vez en formato e-book y en las librerías más literarias. “Solo con El mapa de las lenguas publicamos tres veces más nuevas voces de literatura latinoamericana que cualquier editorial”, defiende López de Lamadrid. “Pero la realidad es la que es. Hay mucho papanatismo. Si la autora de Black out, en vez de llamarse María Moreno, se llamará Mary Brown, y el libro, en lugar de transcurrir en Buenos Aires, sucediera en Nueva York, aquí sería la bomba. Y allí ocurre lo mismo. Los tres últimos premios de la FIL han reconocido a extranjeros. Está muy bien premiar a Norman Manea, Claudio Magris y Emmanuel Carrère, pero hay autores lo suficientemente importantes en español como para tener que premiarles a ellos. Dejaron que se muriera Piglia sin dárselo”, dice López de Lamadrid. Juan Cruz, periodista de EL PAÍS y director entre 1992 y 1998 de Alfaguara, más que papanatismo advirtió en esos años una “conspiración perversa” entre las editoriales y los medios. “Si resulta que los periódicos, que siempre estaban proclamando que había que publicar a los nuevos, cuando llegaban los nuevos los dejaban de lado porque no vendían, las editoriales decían: ‘Vamos a traer a los conocidos’. Era un círculo vicioso horrible. Hay que excitar al lector desde las editoriales y los medios”.

El sector ve en Internet el gran mirlo blanco para estimular la circulación del libro. No hablan solo de las plataformas de suscripción y el e-book, que, aunque tiene sus problemas —acceso a los terminales, piratería e IVA más elevado que el libro físico en España— en lengua española experimentó el pasado año un crecimiento global del 7%, tiene un coste menor de producción que el papel, un precio más asequible y hace posible el sueño de todo editor de que todos los títulos estén disponibles en cualquier momento en todas partes. Hablan de que la Red ha comenzado a cambiar la relación entre lectores, editores y escritores, y ha hecho, como dice Pilar Reyes, que ya no tenga que “estallar un éxito literario en Francia para que lleguen los ecos de esa información. El lector tiene ahora absoluto acceso a lo que se publica fuera de su país y tiene algo que decir”, observa. “Hoy ya no son solo el crítico o el suplemento literario quienes prescriben. Hay blogs que prescriben, hay un intercambio entre los lectores. Y, además, el editor puede analizar qué le interesa a ese lector. Y eso es importante. No olvidemos que la literatura es ofrecerle a la gente algo que no sabe que quiere y hacer que lo quiera”.

Hubo un momento, en los sesenta, en que el editor Carlos Barral acertó en ofrecer a los lectores en español lo que no sabían que querían. Animado por el sueño de llegar a un público potencial de hoy 500 millones de personas y el bagaje de la amistad —fue América Latina quien abrió las puertas a editores e intelectuales españoles que huían de la Guerra Civil—, comenzó a publicar desde España a un puñado de autores de aquel continente y los puso a circular por toda la geografía del español con acuerdos con sellos locales. Con el Premio Seix Barral a Vargas Llosa por La ciudad y los perros en 1962 inauguró una nueva era en la que no solo abrió los ojos del lector hacia los autores del boom (García Márquez, Cortázar, Fuentes, Donoso…), sino también hacia sus predecesores. De repente, cuando aún resonaban los ecos de la revolución cubana, la literatura latinoamericana se puso de moda en España y dio el salto a la traducción. “En plena censura, el lector español volvió la mirada hacia América Latina porque había ciertos aires de libertad”, apunta Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara (FIL).

El momento político, en efecto, explica ese acercamiento. Pero tampoco puede obviarse que aquellos autores, muchos residentes en España, rompieron moldes en un momento en el que tampoco había demasiadas propuestas en la lengua. Ahora se produce mucho más y es más difícil hacer que un libro sea visible. “Y hoy, además, la literatura compite con muchas cosas. Pensar hoy que el paradigma es el boom es un error. Hay que juzgar estos tiempos dentro de lo que son, atomizados, dispersos”, afirma Pilar Reyes.

Los tiempos han cambiado tanto que, aunque España sigue siendo la puerta de entrada a Europa, ya no se ve desde Latinoamérica como un lugar de consagración, según la periodista argentina Leila Guerriero. “El mercado latinoamericano ahora es importante para el escritor latinoamericano. Y si durante un tiempo algunos autores españoles fueron su referente, ahora beben de otras fuentes; la literatura norteamericana y la propia latinoamericana”. En el otro extremo está el lector que, a juicio de Ana Gallego, ha vivido un proceso paralelo de distanciamiento. “El autor español es poco valorado en Latinoamérica. Se ha quedado la imagen del escritor costumbrista. Por otra parte, el lector común español está poco o nada interesado en el autor latinoamericano actual, sigue pensando en la literatura latinoamericana bajo los estereotipos del boom: literatura exótica y de compromiso político. La cuota de lo exótico la están ocupando ahora los nórdicos o los asiáticos”.

El desapego comenzó con la muerte de Franco (1975), la apertura del país y el florecimiento de la literatura en la Península. Con Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Javier Marías, Soledad Puértolas, Luis Landero… España se concentró en lo propio. Y Latinoamérica bastante tenía con asumir su regresión política y los movimientos de la antigua metrópoli, que en un momento de poderío económico generó puntos literarios de consagración —­premios, suplementos…— y comenzó a absorber sellos en el continente americano, alumbrando entre otros a Alfaguara Global, emblema del panhispanismo editorial. “Una de nuestras obsesiones era que los libros no viajaban en América Latina, y Alfaguara Global, impulsada por Isabel Polanco [de cuya muerte se cumplen ahora 10 años], hizo que al mismo tiempo un escritor chileno tuviera sus libros en México, Nicaragua, Colombia y Argentina”, explica Juan Cruz. Él fue quien recuperó, tras 25 años, e hizo trasatlántico el Premio Alfaguara, galardón que, como dice por experiencia el autor colombiano Juan Gabriel Vásquez —lo ganó en 2011—, “rompe todas las barreras de circulación de los libros”. “Poco a poco, otras editoriales fueron imitando nuestras políticas”, continúa Cruz. “Las cosas han cambiado a mejor y un factor decisivo ha sido la FIL”.

Decía, pesimista, Ricardo Piglia que en la era del autor-performer, que se mueve de feria en premio y de premio en festival, “viajan los escritores, no viajan sus libros”. Pero la sensacional proliferación de espacios para el debate —que en opinión de Santiago Tobón, de Sexto Piso, es positiva, pero también el “síntoma de la imposibilidad de una oferta permanente”— ha servido para que “la ficción viaje a la zaga de sus autores y se quede en el territorio que visita”, como confirma Cristina Fuentes, directora internacional del Festival Hay. “Siempre nos parecerá poco”, subraya Ponsford, que pide políticas de estímulo a la lectura. “Siempre nos quejaremos porque queremos más, y eso está bien. Pero ese flujo crecerá en la medida en que crezcan nuestras economías, se consoliden los sectores editoriales locales y se abran más las fronteras”. Ahí es nada. 




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