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De la máscara a la mascarilla

Ayer y hoy, la felicidad y la desgracia están separadas por un trozo de tela, papel o hierro que nos tapa el rostro y nos hace diferentes. Recorremos su simbolismo ahora que se han convertido en una necesidad

¿Cuándo comenzamos a enmascararnos?, se preguntó la duquesa de Abrantés antes de ir a una de las famosas fiestas de Napoleón en tiempos del imperio, cuando la sociedad parisina se dejó llevar por el flujo de las apariencias como una forma de vivir los impulsos de la libido. 

“La Intriga” obra de 1890.De la máscara  a la mascarilla

Una cuestión que tener en cuenta en nuestros días en que, en lugar de las máscaras que inundaban los salones, llevamos mascarillas por las calles de las ciudades y los pueblos para protegernos de la Covid-19, como nos aconsejan las autoridades sanitarias. 

En las vidas del pasado y en las actuales, la felicidad y la desgracia están separadas una de otra por un trozo de tela, papel o hierro que nos tapa el rostro y nos hace diferentes.

Desde tiempos remotos, las sociedades humanas decidieron ponerse máscaras para un objetivo concreto, ritual o estético: es la inclinación mágica que se apodera del ser humano cuando tiene que afrontar los misterios de la naturaleza. 

Por eso mismo, las máscaras constituyen una “estructura latente”, por utilizar la expresión de Claude Lévi-Strauss, para adoptar un estilo en cada gesto social, como él mismo analizó en su libro Les voies des masques, con su famosa conclusión: las máscaras no son nada en sí mismas si no están vinculadas a los mitos que son su esencia o su significación fuera del tiempo. Son un símbolo perfecto de una representación permanente que entraña una realidad social tanto como una estética. 

Por eso el interés en el mundo de las vanguardias artísticas por la máscaras africanas y micronesias vistas como expresiones de una inquietud ancestral, telúrica. 

Es lo que despertó la pasión por ellas, entre lúdica y festiva, en Picasso. 

Desde los juegos con André Villiers a las cabezas de toro con las que conectaba la tradición cretense y la tauromaquia, esas máscaras fueron una obsesión de su sensibilidad que le llevaron a realizar las suyas propias.

Una estructura latente define la presencia de las máscaras a lo largo de la historia. 

En principio, con una función religiosa: en los pueblos llamados primitivos en Papúa, México o África occidental, fija las ceremonias de iniciación que como nos advirtiera James Frazer en La rama dorada señalan el principio de transformación. 

Por eso las metamorfosis tienen que llevar una máscara para ocultarse, como las danzas con los cabritos que Goya desliza en su búsqueda de los mundos oscuros de la vida humana en su famoso cuadro 

El entierro de la sardina; no lejanos de las danzas campesinas mexicanas. 

Es un juego de transferencias presente ya en la literatura brahmánica cuando el que se enmascara es el sujeto del sacrificio. 



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