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Cuando Atahualpa se coronó rey de España

Laurent Binet ofrece una fantasía literaria, una historia ficticia a la que no se pide verosimilitud, en la que Colón fracasa y los incas hacen de Europa el Nuevo Mundo

Laurent Binet es un escritor bien conocido en Francia (donde ha acaparado numerosos premios de gran prestigio) y menos en España, aquí especialmente por su obra HHhH, con la que, según sus propias palabras, quiso renovar la novela histórica, senda en la que en un principio parece situarse la obra que aquí comentamos, de título opaco y equívoco, lo que obliga a hacer algunas precisiones preliminares.

Portada del libro Civilizaciones.Cuando Atahualpa se coronó rey de España

No se trata de un libro de historia, sino de una fantasía literaria que utiliza los hechos históricos de un modo perfectamente caprichoso, a manera de un juguete, lo que permite alterar y tergiversar el pasado al antojo del escritor. No se trata, por tanto, de una verificación contrafactual, un ejemplo de la llamada “as if History”, que pretende dar una alternativa a lo realmente ocurrido si se hubieran introducido otros factores posibles. Tampoco pretende someter los hechos históricos a una crítica desde fuera, al estilo de las Cartas persas de Montesquieu o las Cartas marruecas de Cadalso, sino ofrecer una historia ficticia a la que no pide ninguna verosimilitud. Y ello pese a que en una ocasión se permite ironizar, parafraseando la Historia verdadera de Luciano de Samosata, al afirmar que “todo lo que está relatado en este libro es harto verídico”.

Juzguen los lectores a partir del resumen de la narración, especialmente de sus tres primeras partes, ya que la última (dedicada a Cervantes) aparece como una pieza en buena medida separada del conjunto. Freydis, una esforzada vikinga procedente de Islandia y de Groenlandia, llega con su barco a Vinlandia (aproximadamente Terranova) y de allí a Baracoa (en Cuba), a Chichén Itzá (en tierra de los mayas) y finalmente a Lambayeque, en la costa peruana. En el transcurso del periplo se ha hecho con el conocimiento de la metalurgia del hierro, del cultivo de la cebada, del manejo de los caballos, de la técnica de las armas de fuego y del uso de la carreta y del arado. Y ahí queda la primera parte.

La segunda se dedica a recopilar fragmentos de un supuesto diario de Cristóbal Colón, por el que nos enteramos de que su primer viaje fue un completo desastre en el que murieron todos sus hombres, mientras él quedaba solo y aislado en la isla de Cuba. Aparte, lo más sobresaliente es que las carabelas Pinta y Niña quedaron varadas, permitiendo la aventura que constituye la tercera parte y el verdadero núcleo del libro.

Las “Crónicas de Atahualpa” empiezan con la guerra civil peruana, que en este caso obliga al protagonista de la narración a huir al norte con sus fieles “quiteños”, hasta alcanzar la costa y aprender el arte de construir canoas, con lo cual sus aproximadamente 200 seguidores llegan a Baracoa, donde, además de recibir en obsequio las dos carabelas, construyen una tercera nao. Con dichas embarcaciones cruzan el Atlántico y llegan a Lisboa, y de allí pasan a Toledo, donde se tropiezan con el inevitable auto de fe dictado por la Santa Inquisición, lo que les lleva a conquistar Toledo y a hacerse con la emperatriz Isabel como rehén. Luego se enfrentan con el ejército de Carlos V, batalla en la que muere el poeta Garcilaso de la Vega y es capturado el emperador, que es llevado a Granada, donde finalmente es asesinado. Fugazmente aparece el pacto para el abandono de Brasil por parte de los portugueses (pues si no podría decirse que América había sido descubierta por un pueblo ibérico, lesionando las tesis de las “Crónicas”). Y así sucesivamente: Atahualpa es proclamado rey de España; negocia con los Fugger en Alemania, donde consigue eliminar a Lutero (que, como si de un relato gótico se tratase, es “abatido, torturado, deshuesado, descuartizado, desmembrado y quemado”), y finalmente es coronado emperador en Aquisgrán.

El cuento de hadas parece concluir bien, pero inopinadamente los mexicanos, al mando de ­Cuauhtémoc, desem­barcan en Normandía, ejecutan a Francisco I al más puro estilo azteca e imponen el tratado de Burdeos, donde el Nuevo Mundo (es decir, Europa) se divide entre los ­anglo-franco-mexicanos y los luso-hispano-peruanos. Una trama ésta cuya inspiración puede provenir del disparatado libreto de la semiópera The Indian Queen, de Henry Purcell, en la que Moctezuma, hijo de la emperatriz azteca pero educado en Perú, se pone al frente de los ejércitos del Inca e invade México. Para concluir, Atahualpa es asesinado en Florencia por Lorenzaccio, al que el inca increpa (en un chiste privado del autor de la obra) con un “También tú, Laurent”, aunque la escena reproduzca casi punto por punto el asesinato, ese sí histórico y documentado, de Alejandro de Médicis.

Finalmente, la obra añade un último capítulo consagrado a las “aventuras de Cervantes”, centrado en la batalla de Lepanto y en el estrecho contacto del escritor primero con El Greco, luego con Michel de Montaigne (y su esposa) y, sorpresivamente, con el propio papa Pío V, que ha venido a parar a los mismos baños de Argel que el autor del Quijote, quien finalmente navega al otro lado del Atlántico (cosa que nunca hizo).

No entro en las numerosas inexactitudes menores (el hiriente acento en el apellido del cardenal Tavera, la etimología del Albaicín que tradicionalmente ha sido el barrio de los baezanos) de una obra que no persigue la verosimilitud. Si me ocupara de ello, no tendría espacio para intentar contestarme la pregunta más general: si evidentemente no la reconstrucción de la realidad, ¿qué pretendió el autor, al que es de justicia reconocerle una vasta erudición histórica? ¿Simplemente mostrar un pasado ficticio que pudo haber sido real (solo que al precio de admitir una serie de licencias y de incoherencias sin límites)? ¿Presentar una visión desde el lado de los indígenas, portadores de una política humanista, de una reforma agraria (sobre la base de la papa y el maíz) y de una tolerancia religiosa asentada en el “intismo” o culto al sol (aunque sea pagando la onerosa gabela de una perfecta adulteración de los hechos)? ¿O finalmente, desde nuestra conjetura más optimista, ofrecer, con un trasfondo histórico deformado, un agradable combinado literario de aventuras, fábulas, exotismo y utopía?

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‘Pizarro apoderándose del Inca de Perú’ (1846), de John Everett Millais, en el museo Victoria and Albert de Londres. 





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