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Bergman por la tangente

En el cine y la televisión actuales, el legado del director está en todas partes y en ninguna: la radicalidad de sus películas no es comparable con la de sus productos derivados

Todo se vendió en cuestión de horas. La linterna mágica de su infancia, el juego de ajedrez de El séptimo sello, una foto en el rodaje de Tiburón, el Globo de Oro que ganó por Sonata de otoño, una papelera de mimbre y hasta una de sus listas de la compra. En septiembre de 2009, 337 objetos y documentos pertenecientes a Ingmar Bergman encontraron comprador en una subasta pública en Estocolmo por un valor acumulado de 18 millones de coronas suecas (1,7 millones de euros). La agitación que despertó esa venta confirmó que el fetichismo inspirado por su triste figura no se había extinguido tras su muerte, igual que la herencia inmaterial que dejó Bergman sigue latiendo en una forma de arte que sus películas lograron transformar.

Scarlett Johansson y Adam Driver en ‘Historia de un matrimonio’, de Noah Baumbach.Bergman por la tangente

En 2021, Bergman sigue siendo omnipresente. Además de la recuperación de su obra literaria que ha iniciado Fulgencio Pimentel con La buena voluntad —lo próximo será la edición de sus ensayos inéditos—, Gatopardo publicará este año Los inquietos, el bellísimo retrato en claroscuro que le dedicó su hija, Linn Ullmann. Mientras, la francesa Mia Hansen-Løve se dispone a presentar en Cannes su nueva película, Bergman Island, rodada en la isla de Fårö, donde el director vivió gran parte de su vida, y protagonizada por una pareja de cineastas que peregrinan al lugar que tanto le inspiró. Por su parte, HBO tiene a punto de estreno un remake de Secretos de un matrimonio con Oscar Isaac y Jessica Chastain, que dirigirá Hagai Levi, el creador de la serie The Affair. Todo ello mientras siguen desfilando por distintas plataformas filmes de aires vagamente bergmanianos. Ahí están Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, con su aplaudida disección de una pareja en fase terminal, o Malcolm & Marie, de Sam Levinson, que recurre a un blanco y negro deudor de Sven Nykvist, el mítico director de fotografía de Bergman, al que luego reclutó medio Hollywood, de Alan J. Pakula a Bob Fosse y de Woody Allen a Nora Ephron: fue él quien iluminó Algo para recordar.

Es una anécdota, pero ejemplifica a la perfección la absorción mainstream de los códigos del director en las últimas décadas. Bergman está en todas partes y en ninguna. Huelga decir que sus epígonos nunca están a su altura, porque la radicalidad de las obras del maestro no es comparable con la de sus productos derivados. Respecto al matrimonio, por ejemplo, se limitan a hacer leña del árbol caído: a casi nadie le escandaliza, a estas alturas, que se pueda describir esa institución como una calamidad o entender la familia como el escenario en miniatura de los rituales de humillación que rigen el conjunto de la sociedad, como creía Bergman. Igual que sucede con otros directores más influyentes en la teoría que en la práctica, como Éric Rohmer, la marca de Bergman en el cine contemporáneo se limita, muchas veces, a una filiación meramente cosmética.

Las generaciones anteriores de cineastas, como David Lynch, Andrei Tarkovsky, Gus Van Sant, Michael Haneke, Wes Craven o Pedro Almodóvar, se inspiraron en su gusto por el relato onírico, heredado del lenguaje dramático de Strindberg, y secundaron su fobia a “la letanía de lo comprensible”, que abriría camino hacia un cine que consentía lo ininteligible y se alejaba de la noción clásica de maestría narrativa. “Bergman es contemporáneo a un periodo en el que se entiende que el psicoanálisis es una herramienta de reflexión para el cine, una manera de explorar el inconsciente”, afirma Olivier Assayas en el documental Entendiendo a Ingmar Bergman (2018), de Margarethe von Trotta. Assayas, que le dedicó un homenaje inequívoco en Viaje a Sils Maria, lo designa como el cineasta más influyente en su país, como demuestran las obras respectivas de Claire Denis o Arnaud Desplechin. “No escogieron a Truffaut, a Godard o a Chabrol, sino a Bergman. En él encuentran una manera de volver a una práctica del cine que tenga al actor en el centro. O, mejor dicho, a la actriz”.

Duplicidad femenina

En ese sentido, la duplicidad de la identidad femenina, otro clásico de su repertorio desde los días de Persona, se expande a lo largo y lo ancho del cine reciente. Así lo demuestran desde Cisne negro, de Darren Aronofsky, hasta Quién te cantará, de Carlos Vermut, pasando por Queen of Earth, de Alex Ross Perry, que da fe de su arraigo dentro del extinto mumblecore y sus posteriores ramificaciones en televisión. Un medio en el que Bergman fue pionero: todas sus películas a partir de 1973, a excepción de El huevo de la serpiente, Sonata de otoño y Fanny y Alexander, fueron realizadas para la pequeña pantalla. Fanático de la tele, el director tenía una antena en Fårö con la que podía ver casi 200 canales de todo el mundo y seguía con devoción series como Falcon Crest o Dallas. Esta última nació, según su creador, David Jacobs, como un intento de emular los códigos bergmanianos en el contexto de la televisión comercial estadounidense. El tiempo se encargó de desvirtuar su propósito.

La melancolía innata que distingue a los nacidos por encima del paralelo 55 se manifiesta, con matices de forma y fondo, en la obra de Lars von Trier, que se inspiró en su cuestionamiento teológico en Rompiendo las olas y calcó el ritual que ponía en práctica cuando proyectaba cualquier película en su cine doméstico de Fårö en Bailar en la oscuridad: empezar con unos segundos de silencio en la penumbra para favorecer la concentración espiritual del espectador. Thomas Vinterberg comparte el gusto de Bergman por demoler la mitología escandinava desde los tiempos de Celebración. En su oscarizada Otra ronda se ve menos su huella, excepto en esos protagonistas que parecen estar escuchando el silencio de Dios. Lo mismo sucede en otras películas bergmanianas por la tangente, como las extraordinarias El reverendo, de Paul Schrader, o Nuestro tiempo, de Carlos Reygadas, dos buenos ejemplos de un cine de inquietudes luteranas fabricado en el Nuevo Mundo.

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Vicky Krieps y Tim Roth, en ‘Bergman Island’, de Mia Hansen-Løve.



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