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Así se salvó un tesoro artístico de las bombas

Esta es la historia de Manuel Arpe y Retamino, un personaje invisible que llevó a cabo la peripecia que permitió salvar obras maestras del Museo del Prado de una catástrofe. Escribió las aventuras y desventuras de aquel exilio artístico en sus diarios, que ahora ven la luz

El 7 de febrero de 1940, Manuel Arpe y Retamino, de 44 años, aguarda la llegada del dictador Francisco Franco. El restaurador del Museo del Prado está junto a La carga de los mamelucos y Los fusilamientos. Cuando le estreche la mano al caudillo habrá pasado lo más difícil de su aventura: ser admitido como uno de ellos, que el nuevo régimen deje de sospechar de su lealtad y olvide su rencor contra este humilde conservador por haber participado en la huida de las joyas del patrimonio español, metido en cajas y transportado en más de 70 camiones durante tres eternos años acompañando al Gobierno de la Segunda República. Por fin llega Franco y su comitiva, se detienen ante los dos monumentales cuadros de Goya, y Arpe no deja escapar su oportunidad. Da un paso al frente, el director del museo le presenta al caudillo e inicia el relato de cómo devolvió a la vida a los mamelucos derrotados.

Manuel Arpe y Retamino, junto a “La maja vestida”, pintada por Goya, que el restaurador intervino. Desde 1922, Manuel fue uno de los especialistas que velaron por la conservación del patrimonio del Museo del Prado.Así se salvó un tesoro artístico de las bombas

Aunque al dictador le dijo que los desperfectos fueron fruto de un accidente del automóvil que los transportaba, el motivo real fue un bombardeo de la aviación franquista. Dos años antes de este encuentro, en mayo de 1938, la columna de camiones cargados con miles de obras de arte embaladas que huyen hacia Cataluña cruza Benicarló. La bomba alcanza una casa y su cornisa se desploma sobre las cajas donde viajan ambas pinturas. La más perjudicada es la escena de Los mamelucos, que cae arruinada bajo los escombros y dividida en 18 pedazos. Algunos fragmentos del lienzo ni aparecen.

“Los cuadros estaban desastrosos”, anota Arpe en sus memorias de aquellos endiablados días. El restaurador improvisa un taller para recuperarlos en la cocina del castillo de Peralada. Antes de extraer los lienzos del cilindro en el que han sido enrollados, manda comprar un pedido de los materiales que necesitará para fijar los fragmentos supervivientes a una nueva superficie. Mientras alguno de estos se traen del extranjero, monta un gran tablero para reentelarlos y adherir a la parte posterior una tela nueva. Más tarde limpia y reconstruye los restos de la catástrofe, que hoy se contemplan sin apreciar los estragos.

Para cuando apriete con su plancha ardiendo la tela herida de Goya, Arpe habrá cumplido año y medio cuidando del Tesoro Artístico a la fuga. El 26 de diciembre de 1936 recibió la orden de dejar el Museo del Prado y partir de urgencia a Valencia. Parte de inmediato para seguir sus labores como restaurador junto al Conde-duque de Olivares, de Velázquez, que ha sufrido uno de los peores trayectos del legado. La lluvia entró en la caja que lo transportaba en camión. Ahora el agua corre por la superficie del cuadro “en forma de chorreones” y se ha llevado por delante el barniz. El lienzo está en serio peligro.

“Algunos, por efecto de la humedad, aparecían pasmados. Pasmado es que, por efecto del frío o cambio de temperatura, sus barnices se precipitan y la resina de los mismos adquiere, más o menos intensamente, un color ceniza. Es corregible”, tecleará Arpe años después en su máquina de escribir para no olvidar aquella operación con la que el tesoro del patrimonio español vivió una espiral de acontecimientos trepidantes en busca de su salvación. También apunta quiénes tomaban las decisiones y cómo se comportaron durante la larga marcha, porque estos diarios con alma de delación —que se conservan entre las alhajas del Museo del Prado— se los dedicó al general José Millán-Astray. Están firmados en 1949, meses antes de que el general intercediera para que se le conceda la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.

Arpe es meticuloso. Anota cada noche lo que sucede y años más tarde reconstruye el viaje de más de 2.000 pinturas de colecciones públicas y privadas (más de 500 solo del Prado) y 71 camiones. A su muerte, su familia encontrará más de 300 carpetas con documentación y escritos que ha ido acumulando, como rastros de un viaje frustrado en el que pinta una Alegoría de la República, en 1931, y besa la España franquista, ocho años después. Y la única bandera que no cambió en todos los vaivenes fue la protección del arte. Uno como tantos otros invisibles. Mujeres y hombres cuya causa fue salvar el patrimonio y que serán homenajeados este próximo mes de octubre en el Museo del Prado, la primera pinacoteca de la historia en ser bombardeada. Las conferencias Museo, guerra y posguerra. Protección del patrimonio en conflictos bélicos celebrarán el regreso de las obras desde Ginebra (Suiza), de cuya fecha se han cumplido 80 años el pasado 9 de septiembre.

Marzo de 1938. Valencia ya no es un sitio seguro. Llegan nuevas órdenes: el Gobierno de la República camina hacia Cataluña y hay que volver a movilizar la carga. Las operaciones militares de los sublevados amenazan con cortar por Tortosa y dejar dividido en dos el frente republicano en el Mediterráneo. Una noche parten a Barcelona, en un convoy en el que están Las meninas. “Había un hormiguero de soldados sacando las cajas y gran número de camiones las recibían. Allí estuve hasta la una de la madrugada, cuando terminaron. En ningún camión me dejaron sentarme con el conductor porque iba un soldado de escolta”, apunta. En medio de la oscuridad, se dirige a uno de los que tienen mano y mando en todo aquello. Es el teniente Colina. Siempre viste de cuerpo negro y sin insignias. “Métete ahí”, y abre la puerta de una furgoneta. Hay un pequeño hueco entre los dibujos de Goya, “que iban así puestos, sin embalar”.

La nueva misión de Arpe es salvar el puente de Tortosa (Tarragona), demasiado pequeño para la altura de Las meninas. Los cuadros no están preparados para las guerras, aunque caminen hacia la salvación. Han pasado el retrato de Carlos V a caballo y la Dánae de Tiziano, todos los goyas, todos los grecos y zurbaranes, y los automóviles se detienen porque el monumental cuadro no cabe. Si por el teniente Colina fuera, ya habría enrollado el lienzo en una vara. “Pero el que manda”, dice Colina. “Hasta mal cuerpo se me puso pensando si sería capaz de llevarlo a cabo”, recuerda Arpe ante la soberbia del militar.

La epopeya está a punto de dar su último paso, el más delicado, con los camiones atascados entre el éxodo de personas que huyen del Ejército franquista a Francia. “Fue un milagro”, dice el catedrático de la Complutense Arturo Colorado. A él le debemos las investigaciones de los hechos sucedidos en la evacuación. “Debería ser una historia de orgullo nacional. No se perdió nada, todo se salvó, y fue gracias a la diligencia de Timoteo Pérez-Rubio [responsable de la Junta del Tesoro Artístico]. Es cierto que la República puso en peligro el patrimonio al hacer que lo acompañara. Habría sido mejor un depósito lejos del frente que tenían proyectado, pero no les dio tiempo a construirlo”, cuenta.

Los 71 camiones —con 1.868 cajas y 140 toneladas de peso— se transforman en un tren con 22 unidades “atestadas de obras de arte de todas clases” en Perpiñán. El último vagón carga con la policía secreta y los gendarmes de uniforme. Así escapa el tesoro más valioso de España a la guerra y entra en paz, pasa del peligro al confort, del jabón de tropa al chocolate suizo. En un solo día, las obras de arte desembarcan en la apacible neutralidad.  Ahora es propiedad del franquismo, que meses antes lo había bombardeado. En las manos del Gobierno de Burgos, se celebra a mayor gloria de Franco una exposición multitudinaria en verano de las 174 joyas del Prado, vista por más de 400 mil personas en tres meses.

Arpe y Retamino se jubila en los 70 como restaurador del Prado, especialista en El Greco y muere en octubre de 1984. A la una de la tarde de aquel 9 de septiembre de 1939, cuando el tren llegó a la estación del Norte de Madrid, el restaurador que veló por la inmortalidad del arte ya se había vuelto invisible.

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Conocida como “operación de salvamento”, la movilización de joyas del legado artístico supuso la participación de especialistas dedicados a la conservación y restauración de obras de arte.

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El taller de restauración del Museo del Prado conserva la memoria de los especialistas que precedieron al equipo actual. En el armario guardan los utensilios que el oficio ha empleado en el pasado. Entre los objetos destaca ese cajón con el que viajó Manuel Arpe y Retamino.



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