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Adam Zagajewski: testigo de la historia de Europa

El escritor polaco reflexiona sobre el poema como lugar de iluminación y trata de levantar un hogar en el entramado de desmanes y felicidades de un mundo terrorífico

De Adam ­Zagajewski (­polaco nacido en 1945 en Lviv, ciudad hoy ucrania) puede decirse lo que Czeslaw Milosz dijo de sí mismo en el título de uno de sus poemas: es un hijo de Europa. De su cultura y de su historia, de su resplandor y de su horror. Sobre esa condición, sobre lo que supone ser ciudadano de un hermoso mundo devastado (‘Intenta alabar al mundo herido’, se titula uno de sus poemas emblemáticos) reflexiona tanto en verso como en prosa.

Adam Zagajewski.Adam Zagajewski:  testigo de la historia de Europa

Mucho más fino que George Steiner (no ha escrito nada tan racista como La idea de Europa), pero igualmente defensor de una visión humanista del mundo y del arte que le opone estéticamente a un Ashbery y éticamente le hace posicionarse en contra a la hora de juzgar actitudes como la de Peter Handke.

Los libros en prosa de Zagajewski mezclan las anotaciones de diario, las largas reflexiones que podrían ser germen de un ensayo más tradicional sobre literatura, música o esa idea de Europa, las memorias, las notas viajeras. Pre-Textos publicó en 2003 En la belleza ajena, donde las memorias entremezcladas de su vida y de la ciudad de Cracovia dan forma a una curiosa novela de formación. Acantilado ha editado después Dos ciudades (2006), En defensa del fervor (2005), Solidaridad y soledad (2010) y el breve e iluminador Releer a Rilke (2017). 

Una leve exageración es un capítulo más de una obra que se lee en espiral, pues a la vez que vemos cómo su pensamiento evoluciona, volvemos una y otra vez a episodios de sus años de formación, de exilio en París y de docencia en Estados Unidos, a detalles muy concretos que a veces ya nos ha contado en un libro anterior. Con todo, hay algunas características que singularizan cada libro suyo frente a los otros, y de todos ellos Una leve exageración es el que tiene más de reflexión sobre la escritura, y más en concreto sobre el poema como lugar de la iluminación.

 Zagajewski mezcla aquí sus lecturas con otras que comparte (por ejemplo, la que Musil hace de Thomas Mann, a quien compara con el estómago de un cetáceo, lleno de fragmentos de ideologías y sistemas de pensamiento europeos sin digerir); deja notas sobre poetas admirados como Yehuda Amijai; recorre las vanguardias para afirmar que, frente a simbolismo y futurismo, sólo el acmeísmo tuvo la paciencia de buscar las vitaminas espirituales de las que la realidad del siglo carecía, o vuelve de nuevo a Robert Musil para afirmar, muy unamunianamente, que el espíritu es la suma de intelecto y emoción que refleja, como el casco de un astronauta, la Tierra, las estrellas y el rostro humano.

El remolino de estas páginas va ordenándose alrededor de una reflexión sobre lo que es la poesía, ese instante de estado “supra-empírico” en el que el intelecto se alza sobre las luchas cotidianas (Schopenhauer) para abrirse brevemente a las ideas y a la belleza. 

En ese estado que mezcla eternidad y estómago, la poesía, como la música, es capaz de medir las proporciones en que se mezclan lo interior y lo exterior. Zagajewski analiza algunos casos concretos, como Cavafis (quien, según él, cae demasiado del lado de lo empírico) o el imprescindible Homo poeticus de Danilo Kis. 

Cuando habla de vivir la vida a través de momentos concretos de intensidad recurre a la idea bergsoniana de la duración, aunque nunca lo menciona. 

Él prefiere buscar lo que liga a la poesía con la música y con la mística (‘Misticismo para principiantes’, titula otro de sus poemas), oponiendo dos conceptos de poesía (la pura y la “contaminada”).



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