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Fabulosamente incorrecta

La novela ‘Yo no he muerto en México’, de Pablo Sánchez, es una bomba de irreverencia política, sarcasmo cínico, nihilismo dulce y ambición literaria

No ha tenido la suerte que merece este novelista y ensayista catalán, con un par de premios de vida breve y una trayectoria compacta siempre en los márgenes de la centralidad. Ahora da un auténtico salto con Yo no he muerto en México, una autoafirmación liberada de cualquier circunspección que se lee sin respiro y con una maliciosa sonrisa instalada en los labios de la cabeza.

El grupo Mecano, que aparece en el libro de Pablo Sánchez.Fabulosamente  incorrecta

La vida póstuma, en 2017, bebía de la añoranza paródica de un utopismo arrasado por el neoliberalismo y la adaptabilidad congénita de la socialdemocracia a cualquier bajón en la escala de exigencias. Pero esta nueva novela es una bomba de irreverencia política, sarcasmo cínico, nihilismo dulce y ambición literaria, sin renunciar a la trama narrativa y creíblemente peliculera, sin incurrir tampoco en la salmodia monologal del escritor desventurado

Al revés, respira cada página con un buen humor y una convicción contagiosa para expresar la furia pacífica contra una sociedad democrática incapaz de restituir para la literatura algo más que vagos sueños de mejora y reforma, algo más que la cautelosa prudencia opinadora para no enfadar, no herir, no malmeter, no perjudicarse a uno mismo diciendo la verdad (de lo que piensa). 

La libertad de criterio y el empuje para decir no lo tocan todo, desde los popes y maestros de la literatura (de García Márquez para abajo) hasta los políticos de cartón piedra (o pantalla de plasma): un México muy bien retratado y descrito, vivido y amasado sensiblemente (el autor vivió en Puebla varios años como profesor de Literatura); una literatura cobardona y prudente, sin exagerar, sin meterse donde no debe, sin pasarse de rosca para no ofender a este y aquel o al de más allá.

Este narrador que ha inventado Pablo Sánchez tiene madera de antihéroe moral devastado por el alcohol y la literatura, por la desesperanza y la misma esperanza de que nada es definitivo. 

Sus colegas de aventura arrastran parecidas vivencias de desengaño y frustración literaria, más o menos nihilistas, pero nada está del todo perdido y quizá la literatura puede reencontrar la ruta para la gamberrada, para la sacudida moral, para el sarcasmo del patrioterismo patético y mítico de la derecha española (maltratada a conciencia en esta novela) y también la mexicana, con parodias y páginas hilarantes que dicen la verdad en su misma exageración grotesca.

Por eso se permite una durísima crítica a los éxitos de la España de la Transición, o simplemente reniega de ellos. 

Al narrador le gusta Mecano no exactamente por razones convencionales, sino porque “es la muerte cerebral, la lobotomía de la España desencantada, y en ese sentido su pop es trágico”. Por eso también evoca la claudicación de la izquierda ante la OTAN en 1986, sin cortarse un pelo al asentar ahí el origen de la “­hegemonía de la baba socialdemócrata”. 

El narrador se ofendería si alguno le diera la razóJordi Gracian de forma pusilánime y pactista (socialdemócrata), pero también se ofendería si se la quitara: basta con oír el runrún de la rabia y la frustración de un profesor y escritor desesperado y aun insospechadamente esperanzado.

No sé si es Algaida el sello editorial para una novela como esta, pero sí sé que Yo no he muerto en México constituye una espléndida bofetada a la corrección política cuando eso significa mansedumbre crítica, ablandamiento de juicio, permisividad cobardona con trola de conveniencia.

Por eso es fundamentalmente una gratificante oda a la incorrección política desde la izquierda.



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