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Sudán del Sur, un país derrotado

Hace cuatro años que lograron la independencia de Sudán del Norte y llevan 24 meses inmersos en una guerra civil que se ha cobrado 50.000 muertos Con dos millones de desplazados y refugiados que viven de la ayuda exterior, esta es una nación al borde de la hambruna y sin esperanza de paz

EL PAÍS

Sudán del Sur, un país derrotado

El 9 de julio de 2011, hace justamente cuatro años, los habitantes de Sudán del Sur, cristianos en su mayoría, celebraban su independencia de los vecinos del Norte, mayoritariamente musulmanes. Eran días de felicidad después de décadas de guerra para conseguir primero un gobierno regional y luego un Estado independiente. Salva Kiir Mavardit asumía la presidencia y Riek Machar era nombrado vicepresidente. Ambos provenían del Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán e iniciaban una nueva época al frente de su país.

El problema es que el presidente es de la etnia dinka y el vicepresidente es nuer. De los 10 millones de habitantes del país, cuatro son dinkas, dos son nuers y los cuatro millones restantes pertenecen a 52 tribus diferentes. En julio de 2013, apenas dos años después de la independencia, el presidente Kiir tomó una decisión drástica que daría al traste con el esfuerzo de 40 años y la ilusión de todo el país: expulsó a su vicepresidente, Machar, y a todos los nuers del gobierno y provocó el inició de una guerra civil menos de seis meses después.

Fue el 14 diciembre de 2013 cuando se produjeron los primeros enfrentamientos en un barrio de la capital, Yuba. Machar había formado un ejército rebelde y quería recuperar el poder perdido. A los pocos días, los combates se trasladaron a la ciudad de Bor y a otras zonas del noroeste del país. Desde entonces, Sudán del Sur vive en estado de guerra intermitente y sus habitantes sobreviven gracias a las ayudas de los organismos internacionales y las ONG.

Millón y medio de desplazados

El helicóptero de Naciones Unidas con 24 plazas va lleno hasta arriba. Hemos tenido que esperar más de tres horas en el aeropuerto de Yuba, junto a cientos de ciudadanos de allí y otros tantos cooperantes y funcionarios de organismos internacionales. Al avanzar a pie por las pistas, pasamos junto a aviones muy antiguos para vuelos regulares interiores, enormes aeronaves rusas de carga modelo Ilyushin con siglas de la Organización Mundial de Alimentos (WFO) y, al fondo, una docena de helicópteros preparados para partir hacia las zonas más deprimidas del país.

El vuelo Yuba-Minkaman dura menos de una hora. Empezamos con una bonita vista sobre el Nilo Blanco, al que seguimos hasta que aparece bajo nuestros ojos una enorme extensión de plásticos blancos, que al acercarse se convierten en las típicas tiendas de campaña de los campos de refugiados: armazones de palos sobre los que se colocan los plásticos. Allí malviven 71.637 personas de la etnia dinka (el 80% mujeres, ancianos y niños) que han tenido que abandonar sus hogares por la guerra.

Hoy es día de reparto de alimentos. Desde marzo de 2014, una vez al mes estos desheredados del Siglo XXI se acercan a los enormes hangares que gestiona la ONG Oxfam para recoger sus 15 kilos de sorgo, kilo y medio de lentejas, un litro de aceite y 150 gramos de sal por persona. Con eso tienen que subsistir 30 días. Por eso aguardan con paciencia durante cerca de cuatro horas para que les llegue su turno y poder recoger los enormes sacos de cereal de 50 kilos, con la leyenda de US Aid, que las madres se ponen en la cabeza antes de iniciar el camino de vuelta a su chabola. En la fila no se ven hombres; solo mujeres y niños con miradas perdidas bajo los toldos que les protegen del sol y los 30 grados de temperatura.

“Sudán del Sur sufre una de las mayores crisis humanitarias mundiales desde 1988”, explica Simon Mansfield, director de la oficina de la Comisión Europea en Yuba. “Tienen los peores indicadores del mundo de malnutrición infantil y morbilidad y están a la cola de los índices de desarrollo económico”. La palabra hambruna está en boca de todos los funcionarios de organismos internacionales y ONG que trabajan en Sudán del Sur. Hasta ahora han conseguido evitarla.

Para luchar contra la hambruna y enfermedades como malaria, cólera, malnutrición…, llegan cientos de millones de dólares de los organismos internacionales y de las organizaciones no gubernamentales. En el campamento principal del campo de refugiados de Minkaman, regentado por Oxfam, trabajan 65 personas (17 extranjeros) dirigidos por Tomas, un licenciado en Ciencias Políticas eslovaco, de 30 años, que no puede ocultar su preocupación por el futuro de los más de 70.000 desplazados que viven en este campo.

“Antes de que empezara la guerra”, explica Tomas, “aquí vivían menos de 7.000 personas que se dedicaban a la agricultura y la ganadería. Tras los primeros enfrentamientos, en diciembre de 2013, empezaron a llegar decenas de miles de desplazados dinkas, expulsados de sus aldeas”. Hasta 100.000 personas, de las que se tuvieron que hacer cargo.

Oxfam está especializada en tratamientos de agua y se instalaron en Minkaman en la primavera de 2014, en plena avalancha de desplazados. La situación de emergencia les obligó a construir letrinas y plantas potabilizadoras de agua para evitar las infecciones mortales y a organizar un sistema de reparto de comida auspiciada por la WFO y la US Aid.

El problema es que estas organizaciones no pueden permanecer allí toda la vida. 

Su misión es acudir ante situaciones de emergencia, no mantener su ayuda sin límites temporales. “Queremos convertir este campo en una población que se autoabastezca y sea sostenible, porque antes o después nos tendremos que ir”, explica Tomas frente a un mapa en el que muestra las cuatros zonas del campo, las plantas potabilizadoras, el helipuerto, las escuelas, el mercado, los almacenes de comida… Ahora acaba su contrato y quiere dejar a su sustituto un plan de sostenibilidad.

Para que el campo sea sostenible tendría que reducir su población a menos de la mitad, volver a cultivar el terreno y formar una estructura de gobierno que pueda gestionar las ayudas económicas. Y todo ello pasa porque acaben los combates y muchas familias puedan cruzar el río Nilo y volver a sus hogares. Algo impensable a corto plazo.

Ayak tiene 27 años y vive ajena a las preocupaciones de Tomas. Llegó a Minkaman en diciembre de 2013 procedente de Bor, cuando su poblado fue destruido por los rebeldes nuers. Bajo una acacia igual de famélica que las 17 personas de su familia, explica que eran granjeros y que tuvieron que huir con los pocos enseres que pudieron cargar en sus manos. “La vida aquí es muy dura”, dice con su hija de dos años en sus brazos, “pero no podemos volver a casa hasta que acabe la guerra”.

Su marido, un hombre de negocios, viajó a su pueblo hace unos meses para ver si podían volver y se encontró su casa totalmente destruida. “Vivimos sin esperanza, sobre todo después de que se rompiera el proceso de paz”, dice Ayak. “Aquí vivimos seguros, tenemos escuelas para los niños, agua y comida, y un hospital para curarnos”, añade, “pero no hacemos más que dejar la vida pasar y esperar el día en que podamos volver a casa”.

Proceso de paz frustrado

El llamado proceso de paz es una negociación auspiciada por Naciones Unidas y por la Unión Africana que no solo no avanza, sino que se rompe una y otra vez. Participan en la Conferencia para la Paz representantes de Sudáfrica, Chad, Nigeria, Argelia y Ruanda, y celebran sus reuniones, con poco éxito, en Adis Abeba, capital de Etiopía.

En Minkaman, la mayoría ha perdido la esperanza de la paz y la vuelta a sus hogares. Nyepel, de 28 años, casada y con tres hijos de cinco, tres años y tres meses, cuenta que ya estaba en Minkaman antes de empezar la guerra. “Llegamos aquí en 2013 porque nuestro poblado se inundó”, explica. “Construimos esta pequeña casa de arcilla y luego, cuando comenzó el conflicto, vinieron otros familiares a los que acogimos y montamos estas tiendas”. Son 20 entre mujeres, niños y hombres, aunque éstos no están a la vista.

Hay que acercarse al mercado para encontrar a los hombres. A ambos lados de la carretera de arcilla se levantan un centenar de puestos con paredes de barro y techo de zinc en los que se vende casi de todo, al estilo africano. Los hombres escuchan una música atronadora y pasan el día sin nada que hacer más que charlar y mirar al horizonte.

“¿Qué será de los desplazados?”

Anochece en Minkaman y se encienden los fuegos en los corros de chabolas. En el mercado aparece el ruido del Tercer Mundo: el runrún de los pequeños generadores de electricidad abastecidos por gasóleo inunda todo el ambiente y mitiga la soledad de sus habitantes. En el campamento de Oxfam, las españolas Celia y Blanca, que llevan tres años trabajando en la zona, confirman la preocupación de Tomas: “¿Qué será de estos miles de desplazados cuando nos vayamos?”.

La noche en África es impresionante hasta en los mayores escenarios de pobreza y sufrimiento. Las estrellas salen para todos, y cuando se apagan los generadores y no quedan más que las luces de las hogueras, aparecen por miles y dan un poco de paz a las decenas de miles de personas sin esperanza.

Con las primeras luces del alba vuelve la actividad al campo. Es el segundo día de reparto de alimentos y familias enteras van camino del hangar para recibir su sustento. Nosotros tomamos la carretera de arcilla en busca de los ganaderos. Las vacas son en Sudán del Sur símbolo de poder y de riqueza. 

Hay más cabezas de ganado que habitantes y las familias las atesoran como su principal activo, aunque no las utilicen para obtener leche o carne. Es su patrimonio y su moneda de cambio para poder casar a sus hijos. Hay todo tipo de leyendas sobre el valor de las vacas para poder “comprar” una esposa. Sudán del Sur es uno de los países del mundo con mayor discriminación hacia la mujer. La violencia sexual está a la orden del día, las niñas corren el peligro de ser raptadas o reclutadas como soldados en las guerrillas y se utiliza el verbo “producir” cuando se habla de tener niños. Sin embargo, para casarse es necesario aportar una dote en vacas a la familia de la esposa deseada; cuanto más joven y más alta sea, más vacas tendrán que pagar.

Después de una hora de viaje llegamos a un rebaño de varios cientos de vacas protegidas por varias familias. Los niños pequeños (con un cascabel en el tobillo derecho para que no se pierdan), las gallinas y las cabras se mueven por entre las patas de las reses, en medio de un polvo infernal que levanta el viento. Estos animales tan valorados están escuálidos, a pesar de que los ganaderos los cuidan más que a sus mujeres o a sus hijos.

En un país en el que la violencia forma parte de su vida diaria (violencia étnica, sexual, política, crimen organizado…), los robos de ganado provocan innumerables enfrentamientos. Por eso, los vaqueros, además de llevar el cayado para hacer que se muevan las reses, llevan un fusil colgando del hombro. Se pueden encontrar Kaláshnikov de fabricación china por 50 dólares estadounidenses, así que circulan por el país en la misma proporción que las pistolas, los machetes, los arcos y flechas… y hasta las granadas de mano. Sudán del Sur es un país armado, con o sin guerra.

De vuelta al campo de refugiados nos encontramos con Daniel, de 45 años y un solo brazo; el otro se lo comió un cocodrilo en la orilla del Nilo. No es desplazado, pero vive de las ayudas de la WFO. Lleva años subsistiendo en Minkaman de la agricultura y cuenta: “Con la llegada de los miles de desplazados del otro lado del río tuvimos que dejar de cultivar el campo, porque la zona está muy congestionada”. “Todos deseamos que vuelva la paz”, dice, “aunque estamos perdiendo la esperanza”.

Agot tiene 86 años y es la abuela del campo, la mayor. Sentada en una silla de plástico, explica que los nuers mataron a uno de sus hijos en diciembre de 2013 y que toda la familia salió huyendo de Bor. Viven todos juntos en varias tiendas de campaña hechas con plásticos de Unicef y lo único que pide es volver a su pueblo para poder morir tranquila. Allí falleció su marido durante la guerra de independencia frente a Sudán y allí quiere ser enterrada.

Encerrados en Bor

Paradójicamente, los dinkas huyeron de Bor en diciembre de 2013 por la rebelión de los nuers y no se atreven a volver a su casa, pero en la ciudad de Bor los pocos nuers que quedan tienen que vivir en un centro de protección de civiles (POC) para evitar la venganza de los dinkas. El miedo forma parte de la vida de los sudaneses del Sur, sean de una etnia o de otra.

El viaje entre Minkaman y Bor podría anunciarse en un folleto turístico. Una pequeña lancha nos lleva navegando por el Nilo entre papiros y juncos, donde sobrevuelan todo tipo de aves acuáticas. Nos cruzamos con pequeñas embarcaciones de madera de mahogany con pescadores a los remos. Bor es un pueblo estructurado, no como el campo de refugiados de Minkaman. 

En el puerto se pueden ver barcazas grandes de transporte y muchas motoras y pequeñas barcas de remos. En diciembre de 2013 la población superaba las 110.000 personas y hoy hay menos de 50.000. En Bor comenzó esa guerra civil que mantiene en alerta a la población de Sudán del Sur. Miles de nuers atacaron por sorpresa a sus vecinos dinkas a las órdenes del entonces vicepresidente del gobierno y hoy líder de la rebelión, Riek Machar.

La guerra ha tenido varias fases. Tras semanas de duros enfrentamientos con decenas de miles de muertos en ambos bandos, se firmó un alto el fuego y se iniciaron negociaciones auspiciadas por los países vecinos. Las conversaciones van y vienen, como los combates. Los rebeldes nuers se han replegado en el noreste del país y hacen incursiones que reabren el odio y los combates entre las dos etnias. Todos dicen querer la paz, pero son conscientes de lo difícil que es llegar a acuerdos.

Mientras tanto, la minoría nuer tiene que vivir en centros de protección de civiles. El de Bor acoge ahora a unas 2.500 personas, que están como enjauladas, aunque sea para evitar los ataques de sus enemigos. En junio de 2014, el POC de Bor fue atacado por cientos de manifestantes dinkas fuertemente armados, causando 47 muertos. Entonces se decidió construir un nuevo centro blindado y protegido por las fuerzas de Naciones Unidas. Oxfam participó en su construcción y sigue gestionando la distribución de agua.

El centro de protección de civiles de Bor es un recinto rodeado de vallas metálicas, más parecido a una cárcel que a un campo de refugiados. Decenas de soldados y policía de 10 países protegen el campo para evitar nuevos ataques y que haya armas en su interior.

Las autoridades consideran rebeldes a los habitantes del POC, aunque un paseo por su interior demuestra lo contrario: allí viven 2.500 desplazados, la mayoría de ellos de Yuba, de donde tuvieron que huir cuando empezaron las represalias por los ataques rebeldes. Rebeca tiene 28 años, un marido, dos hijos muy pequeños y otros dos familiares viviendo con ellos. “Huimos andando de Yuba en enero de 2014”, explica, “tardamos cuatro días y cuatro noches, en los que nos tuvimos que esconder muchas veces en el bosque para evitar a los soldados”. Aquí están seguros, pero se sienten como presos en una cárcel.

Nyatuk, de 30 años, quiere irse cuanto -antes del POC. “Si tuviera dinero, me iría adonde fuera”, dice. “Esto no es vida, aunque nos den comida, agua y protección”. Explica que su marido desapareció durante las primeras semanas de la guerra y que ella agarró a sus hijos y emprendió camino hacia ninguna parte, hasta que encontró un grupo de familias con el que llegó a este campo.

“¿Hay armas en el campamento?”

Las mujeres y los niños son mayoría en el POC, aunque también hay hombres. Uno de ellos, Gatluak, de 54 años, llama la atención por su mirada derrotada. Está solo en el campamento. “Yo era granjero. Tengo cuatro hijos de entre 10 y 20 años y llegué a Bor en 2013 para ser tratado en el hospital de una enfermedad de los pulmones”, explica. “Allí estaba cuando los nuers asaltaron la ciudad de Bor y prácticamente la destruyeron. A mí no me mataron porque era de la misma etnia, pero cuando llegó el ejército dinka fui capturado y torturado, y al final vieron que no era más que un enfermo y me trajeron aquí”. Gatluak no sabe dónde está su familia, ni tiene esperanza de volver a verla. Pasa el día sentado en el suelo y compra y vende ropa usada. “¿Hay armas en el campamento?”, le pregunto. “No, seguro que no”, responde, “los rebeldes huyeron y hay muy pocos combatientes viviendo aquí; todos se fueron”.

Caminando por entre las chabolas rodeadas de vallas metálicas me encuentro a un chico joven tejiendo lo que parece una red de pesca. Le pregunto para qué quiere esa red y él me dice: “Para pescar, por supuesto”. “¿Dónde vas a pescar si el campamento está muy lejos del río y no puedes salir?”, le vuelvo a preguntar. El chico se queda pensativo y contesta con firmeza: “Es para cuando llegue la paz y pueda ir al río a volver a pescar percas del Nilo”. Es, probablemente, la única frase de esperanza que he escuchado en estos días.

Dependientes de la ONU

De vuelta a Yuba, tras seis horas de baches a bordo de un todoterreno de Oxfam, visitamos el centro de mando de la Misión de Naciones Unidas en Sudán del Sur, situado junto a otro POC que acoge a 30.000 nuers en las afueras de la ciudad. Un centro conflictivo con frecuentes episodios de violencia. Toby Lanzer es el coordinador de la ONU para la ayuda humanitaria en el país y reconoce que el POC de Yuba no es un ejemplo para nada. “Pero es lo que hay”. Añade que “el campo es la última solución para las personas, que viven hacinadas, desesperadas, y los protegemos y alimentamos como podemos. Lo ideal sería que volvieran a sus casas, pero muchas están destruidas y además no estarían seguros. La única solución pasa por que se firme la paz”.

Lancer tiene una larga experiencia en África. Estuvo en las crisis de Darfur y de República Centroafricana, siempre con Naciones Unidas, y dice que lo que pasó en Yuba hace año y medio fue terrible: “Nos enfrentamos a una de las crisis humanitarias más graves que yo recuerde”, remacha. 

“Y la situación hoy no es mucho mejor”, añade. “Sudán del Sur era un país muy pobre, con una guerra civil que no ha acabado, y ahora se enfrenta a un colapso económico del que no saldrá si no se firma la paz”. La producción de petróleo en Sudán del Sur ha caído un 50%, y el precio, otro 50%, lo que quiere decir que los ingresos por petróleo se han reducido un 75%.

El representante de Naciones Unidas es consciente de que Sudán del Sur vive de ellos y de las organizaciones no gubernamentales. “Contamos con un total de 10.500 cascos azules aquí intentando mantener esta tregua que salta por los aires cada cierto tiempo”, dice Lancer, “y mientras tanto destinamos unos 1.800 millones de dólares para acciones humanitarias”.

La vida continúa en Sudán del Sur gracias a esas ayudas, pero la esperanza de recuperar una existencia normal ha desaparecido. Todavía hay miedo. 

La fase más dura de la guerra sucedió hace apenas 18 meses y nadie cree que vaya a firmarse la paz a corto plazo. Al contrario, cada día amanece con la amenaza de nuevas muertes, porque no ha habido reconciliación entre nuers y dinkas, ni hay visos de que se produzca.



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