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Robots sociales en tiempos de pandemia: ¿ángeles de la guarda o mala influencia?

Las máquinas diseñadas para interactuar con humanos en tareas de cuidados y acompañamiento han cobrado especial protagonismo durante la crisis del coronavirus, pero también generan dudas

Antes de la pandemia, era normal topar con Pepper en ferias y congresos. El humanoide a una tablet pegado, presentado por Softbank Robotics en 2014, es un robot social de manual: reconoce caras y emociones básicas y está optimizado para la interacción con humanos. Las mismas habilidades que antes le convertían en punto de información y simpático reclamo para visitantes le han permitido ahora presentarse como un aliado contra el coronavirus. En Hungría hay Peppers que se encargan de recibir a los pacientes en los hospitales. En Alemania vigilan que nadie vaya por el supermercado sin mascarilla. En Tokio ha recibido y acompañado a los pacientes que cumplían cuarentena en hoteles.

Robots sociales en tiempos de pandemia: ¿ángeles de la guarda o mala influencia?

“Los robots sociales han encontrado una oportunidad de oro para jugar un rol fundamental en la pandemia”, asegura Laura Aymerich, investigadora de la Universidad Pompeu Fabra que ha centrado sus últimos trabajos en el estudio del papel de estas máquinas en el contexto actual. La experta identifica tres funciones fundamentales: ayudan a mantener la distancia social al asumir tareas que de otro modo implicarían interacción entre humanos, como llevar la comida al paciente; alivian la soledad de quienes se ven encerrados en sus casas o en la habitación de un hospital; y pueden encargarse de asegurar entornos libres de contagio, por ejemplo, monitorizando el uso de mascarillas.

La propia Softbank ha aprovechado el tirón para subrayar las habilidades de su androide estrella en estos tiempos. Según detallan en su web, Pepper puede retransmitir consejos médicos, automatizar tareas repetitivas de médicos y enfermeras, servir de vínculo entre pacientes y familias, eliminar interacciones estresantes y entretener a los niños, facilitando el trabajo de los profesionales de la salud. Y, por si fuera poco, “Pepper es fácil de limpiar y desinfectar”. Basta pasarle una toallita con alcohol.

Pero no todo son humanoides en el frente de batalla contra la pandemia. Temi es una suerte de Alexa con pantalla y ruedas, que ahora distribuye gel hidroalcohólico y toma la temperatura. Cruzr es una mezcla de resultado alienígena entre los dos anteriores que desempeña tareas parecidas en el Hospital Universitario de Amberes. Y en el entorno más íntimo y de acompañamiento, los robots sociales pueden adoptar forma animal, como el perro Aibo o la foca Paro. “Aunque algunas veces antropomorfizamos a los robots de aspecto más mecánico y nos relacionamos con ellos como si fueran seres vivos, los robots que tienen apariencia más humana o animal son tal vez más propensos a despertar en nosotros respuestas como afecto, placer y empatía”, explica Simon Coghlan, investigador del centro para la inteligencia artificial y la ética digital de la Universidad de Melbourne.

El que esas interacciones estén mediadas por sentimientos positivos no solo es importante con vistas a una mayor integración de los robots sociales. Aún llevamos poco tiempo interactuando con estas máquinas, pero de acuerdo con las investigaciones de Coghlan, tenemos motivos para pensar que “los robots sociales pueden afectar a la virtud”. Por ejemplo, aunque no podemos herir o causar sufrimiento a Paro -no experimenta dolor ni tiene sentimientos-, normalizar conductas abusivas hacia él puede afectar al modo en que nos relacionamos con otros humanos y animales.

Para prevenir esto, el experto sugiere que el diseño de estos robots incorpore respuestas positivas al afecto y negativas al abuso verbal o físico. “Sin embargo, este mismo diseño puede también favorecer la crueldad. Después de todo, el hecho de que los humanos y animales expresen dolor o tristeza es lo que lleva a algunas personas a ser desagradables o disfrutar perversamente de su sufrimiento”, razona. En este contexto, hay quien aboga por establecer leyes que protejan a estos futuros robots casi vivos, mientras que otros plantean la necesidad de condenar socialmente esas conductas y enseñar a los niños a tratar con amabilidad a las máquinas.

“Ante cualquier ente que diseñes con rasgos antropomórficos, la tendencia del humano es ver ahí a un ser vivo”, explica Aymerich. Esta predisposición tiene doble filo en la cultura occidental: además de cariño y empatía, el robot puede inspirar una oleada miedo y rechazo que contrasta con la aceptación que reina en países como Japón y China. Estos temores son, según la investigadora, parcialmente responsables de que el uso de robots sociales no esté tan extendido como nos gustaría en estos momentos de necesidad.

“Siempre ha habido mucha resistencia a los robots. Esto está asociado a la tradición de ciencia ficción y también al tipo de religión que tenemos. El hecho de crear un ente que se parezca a un humano puede conllevar un castigo de Dios en nuestro imaginario colectivo”, precisa. La pandemia les brinda ahora la oportunidad de dejar de presentarse como una amenaza -para nosotros, para nuestro empleo- y demostrar que pueden actuar como aliados.Pero el miedo atávico no es la única preocupación que despiertan estas máquinas. Muchas de ellas incorporan cámaras, micrófonos y sensores que permiten al robot interactuar con el exterior pero también abren una ventana más a nuestra ya amenazada privacidad. “Ahí hay un tema ético que debe analizarse”, admite Aymerich. Sin embargo el alcance de los daños que pueden causar los robots sociales, matiza la investigadora, está aún limitado por sus escasas funcionalidades. “De momento mi impresión es que estas máquinas son bastante básicas”, zanja.

Muchos euros, pocas nueces

Por lo pronto, no está tan claro que los robots sociales hayan llegado para quedarse. Aunque la pandemia les ha devuelto un protagonismo que habían ido perdiendo pasado el entusiasmo inicial que despertaron máquinas como Pepper, su permanencia depende de que amplíen sus habilidades y, en un sentido más mundano, de que bajen sus precios. Según las webs de sus fabricantes Paro supera los 5.000 euros y Temi ronda los 3.400 euros. Cruzr puede comprarse en distribuidores autorizados por no menos de 25.000 euros. “Si no avanzan bastante la funcionalidad y no se reduce muchísimo el precio, yo tengo dudas de si realmente van a salir adelante”, sentencia Aymerich.

Coghlan, por su parte, imagina un futuro similar al retrato de películas como Star Wars o Yo, Robot donde los robots especializados en tareas más o menos avanzadas y sociales no sean nada del otro mundo. “Cuando nos rodeen los robots, podremos discriminar entre aquellos que son sirvientes o meras máquinas y los que son más próximos a humanos o animales en el modo en que los tratamos”, vaticina. ¿Confiaremos más de la cuenta en ellos? ¿Descuidaremos, por ejemplo, a nuestros mayores cuando tengan un robot que les atienda y acompañe? “El tema es que ya les hemos descuidado. La situación ideal sería que no lo hiciéramos, que les visitásemos y les tuviésemos en casa. Pero la realidad nos dice otra cosa y si los robots pueden ayudar a paliar un poco esa soledad, bienvenidos”, razona Aymerich.




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