Reporteros en la mira. Cómo informar en tierras del narco en México
Al mediodía del 15 de mayo, Valdez salió de Ríodoce, en el centro de Culiacán. Apenas se había alejado dos calles en su automóvil cuando lo interceptaron en un coche, lo bajaron del vehículo y le dispararon 12 veces
Por María Verza
Culiacán
La redacción del semanario Ríodoce se reúne los miércoles para decidir su cobertura de la violencia en Sinaloa, un estado del noroeste de México marcado por el crimen organizado, la corrupción de las autoridades y las guerras intestinas del narcotráfico. Esta mañana, sin embargo, y bajo la sombra de su propio dolor, hablarán sobre seguridad.
Primero llegan consejos: cambiar las rutinas, ser cuidadoso con las redes sociales, evitar quedarse solos en la oficina. Dos reporteras comentan dónde sienten que sus hijos están más seguros: una cree que en la oficina, aunque a la entrada del edificio lanzaron una granada en 2009; la otra, que en su casa.
En una pizarra hay tres columnas: adversarios, neutros, aliados. La experta en seguridad pide a los reporteros que enlisten nombres debajo de cada una. Nadie se enterará de lo que escriban y tampoco necesitan pruebas; las percepciones y corazonadas son más que suficientes. El objetivo sólo es hacer un mapa de los riesgos, trazar estrategias.
Los aliados son cruciales. En una emergencia hay que tener claro a quién poder marcar: un amigo, un abogado, un activista.
La lista más larga, por mucho, es la de los adversarios. La primera palabra que ponen es “narco”, así, sin ningún nombre; luego mencionan a políticos, empresarios, periodistas presuntamente pagados por el gobierno o por el crimen organizado. Todo un catálogo de villanos que transforma su trabajo en una actividad de alto riesgo.
La violencia no da tregua en México y junto a los cadáveres que se apilan por todo el país hay cada vez más periodistas. Al menos 25 han sido asesinados desde que el presidente Enrique Peña Nieto llegó al poder en diciembre de 2012, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) ; 589 se han acogido al programa de protección federal; y en lo que va de año, han matado al menos a siete en igual número de estados.
Uno de los últimos era su inspirador y uno de los fundadores de Ríodoce, Javier Valdez Cárdenas.
"El gran error, vivir en México y ser periodista", escribió en una ocasión.
Su ausencia es omnipresente en Sinaloa. Una gran foto suya cuelga de la fachada del edificio del semanario —gesto burlón, el dedo medio de la mano extendido hacia arriba y la palabra “Justicia”. Su emblemático sombrero Panamá no falta en ninguno de los dibujos que estampan las camisetas de los reporteros Aarón Ibarra y Miriam Ramírez, ambos en sus treinta. Su nombre está todavía en el directorio del periódico. Y ahí sigue su columna “Malayerba”, aunque ahora en blanco.
El taller de seguridad tiene lugar a menos de dos meses de su asesinato. Los periodistas constatan que comparten pesadillas, insomnios y paranoias.
México es hoy el país más letal para la prensa. Este año mataron a más periodistas aquí que en Siria o Irak. Aunque en 2010 se creó una fiscalía especial para atender este tipo de crímenes, solo ha habido dos sentencias, según datos del CPJ. Como ocurre con el resto de los miles de homicidios que hay en el país, los asesinos de periodistas rara vez son llevados ante la justicia.
Pese a todo, Ríodoce no deja de cubrir el crimen organizado y la violencia en Sinaloa, aunque todavía duela el asesinato de Valdez, aunque el coraje les embargue, aunque ahora tengan que moverse en un terreno mucho más resbaladizo y traicionero.
Sin pistas de los asesinos, sin justicia, ante tanta incertidumbre, algunos como Aarón Ibarra piensan que hablar de medidas de seguridad no tiene sentido. “Es muy inocente gastar mi tiempo en este taller”, asegura. “Mientras no sepamos por qué [lo mataron] desconfías de todos”.
NO SE OLVIDA. La oficina de Javier Valdez se ha transformado en almacén de carteles y pegatinas para las protestas.
EL ATENTADO
Al mediodía del 15 de mayo, Valdez salió de Ríodoce, en el centro de Culiacán, la capital de Sinaloa. Apenas se había alejado dos calles en su Toyota Corolla cuando lo interceptaron en un coche, lo bajaron del vehículo y le dispararon 12 veces. A un lado había un restaurante, enfrente un kínder. Su cuerpo estuvo 40 minutos tendido en la calle a pleno día, ante las caras descompuestas de amigos y familiares.
“Yo lo entendí como un mensaje”, dice Francisco Cuamea, subdirector del diario Noroeste, también de Sinaloa. Cualquiera podía ser el próximo.
Valdez, de 50 años, dejó mujer y dos hijos. Sus asesinos siguen desaparecidos. La prensa mexicana está indignada, pero no sorprendida.
A diferencia de otros casos, donde los rumores corren como la pólvora, sobre el asesinato de Valdez solo hay silencio. “Nadie quiere cargar con el muerto”, dice Juan Carlos Ayala, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, que lleva 40 años estudiando la violencia en el estado. Las autoridades no informan si hay o no avances. “O son cómplices o son idiotas”, agrega el investigador.
Sinaloa es la cuna del narcotráfico en México y del cártel que lleva su nombre. Hasta hace poco, Joaquín “El Chapo” Guzmán lo dirigía, pero desde su arresto el año pasado y, sobre todo, desde su extradición a Estados Unidos en enero, el estado se ha convertido en un terreno minado de luchas internas lideradas por jóvenes -mucho más violentos que los antiguos capos- que quieren asumir el control de la organización y de grupos de fuera que disputan el territorio.
En este estado del noroeste de México, a nadie extraña que a diario aparezcan cadáveres. Es normal que los capos muertos tengan más lujos en sus mausoleos que la gran mayoría de los vivos en sus casas. También se ha vuelto común asumir que la palabra “calma” sea sinónimo de que un solo grupo controla este territorio clave en el cultivo y en el trasiego de droga hacia el norte.
Y aunque Valdez era consciente de los riesgos que implicaba su trabajo, Ismael Bojórquez —también fundador de Ríodoce y actual director del semanario— no puede evitar cierto sentimiento de culpa por la muerte de su amigo.
A su juicio, dos errores pudieron costarle la vida. El primero, algo que nunca habían hecho: publicar una entrevista en febrero con un capo –Dámaso López, “El Licenciado”– que aparentemente molestó a sus ahora enemigos –los hijos de “El Chapo”– y provocó que hombres armados requisaran los ejemplares de esa edición del semanario tan pronto llegaban a los puntos de venta.
El segundo error, no forzar a Valdez a salir del país para intentar protegerlo después del decomiso de otro semanario que publicó la misma historia.
El crimen marcó un punto de inflexión en la violencia contra la prensa en México debido al gran reconocimiento de Valdez dentro y fuera del país.
Todos conocían su honestidad y compromiso, pero su nombre alcanzó prestigio internacional desde que dejó Noroeste en 2003 para lanzarse con Bojórquez y otros cuatro reporteros a un proyecto romántico y poco rentable: fundar Ríodoce, cuyas acciones se vendían a mil pesos (unos 50 dólares).
El crimen organizado estuvo presente desde el principio. “Era imposible hacer periodismo sin tocar el tema del narco”, asegura Bojórquez, de 60 años. Al principio, los ejemplares se regalaban en las esquinas, porque nadie los compraba. Un día dedicaron una portada a un capo y fue el primer número que se agotó.
Con el tiempo crecieron las ventas y la publicidad. Ríodoce ganó prestigio por sus coberturas. Sus periodistas lo veían como un lugar para investigar con libertad y el público como un periódico donde se podía leer lo que otros no se atrevían a contar.
Ocho años después de su nacimiento recibió uno de los galardones más prestigiosos para la prensa de América Latina, el María Moors Cabot. El mismo año Valdez recogía el Premio Internacional a la Libertad de Expresión del CPJ.
Javier Valdez nunca ocultó su miedo. Sin embargo, su postura ante la vida era clara “Morir -dijo entonces- sería dejar de escribir”.
LAS LÍNEAS ROJAS
En la oficina de Ríodoce –un apartamento con media docena de ordenadores que más parece una casa que una redacción– se echan de menos las bromas, los consejos y el cariño de la cara más amable del equipo.
Era un hombre rutinario, siempre los mismos saludos, siempre el mismo sombrero, siempre la misma cantina -El Guayabo, frente a la oficina- y ahí siempre la misma mesa. ¿Fueron las rutinas su perdición?, se preguntan ahora sus compañeros.
Su muerte también les ha obligado a cuestionar sus propias certezas sobre el mejor modo de hacer su trabajo –informar sobre el narco– y vivir para contarlo.
Antes seguían ciertas reglas no escritas. Se podía escribir sobre corrupción siempre que se hiciera con cuidado y no se revelaran ciertos datos; de los cárteles, pero sin tomar partido por ninguno. Había que colocar estratégicamente cada historia, no aceptar dinero de nadie y tener claras las líneas rojas.
“A los narcos les molesta que se metan con sus mujeres, sus hijos, sus negocios limpios, sus pistas clandestinas”, enumera Ismael Bojórquez. “Esas cosas no debíamos tocarlas”.
Al final, se requería mucho olfato para saber qué publicar, cuándo esperar, y un alto grado de autocensura.
El problema, dice el jefe de información de Ríodoce, Andrés Villarreal, es que "el olfato es un sentido 'engañable'… y pasó lo de Javier”.
Las reglas que antes seguían los periodistas de Sinaloa ya no sirven.
Tal y como ocurrió en Tamaulipas, Veracruz o Guerrero, en Sinaloa la combinación de rutas estratégicas, instituciones débiles y autoridades corruptas provocaron que los riesgos para ejercer el periodismo se incrementaran.
Con el último gran cártel fracturado tras la captura de “El Chapo”, una multitud de grupos disputándose territorios, alianzas políticas y criminales cambiantes y la impunidad en que permanecen los ataques a periodistas, ya no se sabe en quién confiar y en quién no; no se sabe qué se puede decir y qué no.
En la sala de reuniones de Ríodoce, donde se desarrolla el taller de seguridad, no se permiten los teléfonos móviles. Los celulares generan sospechas: días antes se reveló que un software espía que solo se vende a los gobiernos se había usado para vigilar a activistas y periodistas en México.
Frente al edificio del semanario, dos policías asignados para vigilar, se refugian bajo la sombra de un árbol del sol y los 40 grados del verano de Culiacan. El gobierno los puso el día del asesinato de Valdez, pero no todos creen que sirvan para algo. Algunos se preguntan si no serán de la mitad de los policías que el propio gobernador dice que no eran confiables.
Lo que continúa inalterable es la publicación del semanario. Para este número hay tres temas centrales: el asesinato del hermano del exboxeador Julio César Chávez; una historia de gastos públicos concentrados en la ciudad del gobernador y el secuestro de varias personas en uno de los restaurantes más caros de Culiacán, a una cuadra de la fiscalía.
Como el fiscal del estado no aclara nada, ni qué pasó, ni cómo, ni a cuántos se llevaron, se impone la cautela a la hora de escribir lo que todo el mundo sabe: que el lugar es frecuentado por autoridades y narcos. El reportero que sigue el caso revisa documentos públicos y confirma que el restaurante está registrado a nombre de un político del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), el mismo que dominó el espectro político de todo el país durante casi todo el siglo pasado. Recientemente, algunos gobernadores del PRI han sido acusados y detenidos bajo cargos de corrupción.
Andrés Villarreal —jefe de información, de 46 años y a quien apodan “El Flaco”— pide al reportero que incluya otros incidentes ocurridos en el mismo restaurante, incluido cuando el hijo de “El Chapo” logró escapar del ejército.
Hace solo unos meses, los lectores de Ríodoce hubieran buscado en la columna ‘Malayerba’ de Valdez los rumores mejor informados sobre lo ocurrido en el restaurante.
“Antes ya hubiéramos sabido qué había pasado”, asegura Villarreal. “Ahora los canales de comunicación con nuestras fuentes se han roto”.
MÁS VÍCTIMAS
La oficina de Valdez se ha transformado en almacén de carteles y pegatinas para las protestas. Ríodoce siempre separó el activismo del periodismo, pero ahora esa es otra línea que se ha roto.
Miriam Ramírez, siempre risueña, toma algunos carteles para ir a la mañana siguiente a ‘clausurar’ simbólicamente la fiscalía en señal de rechazo ante otro periodista muerto: Salvador Adame desapareció en el estado occidental de Michoacán tres días después del asesinato de Valdez, y las autoridades acaban de encontrar su cuerpo calcinado.
El clamor para que paren los ataques a la prensa se ha multiplicado en los últimos meses y ese día informadores de todo el país escriben donde pueden –en las calles, edificios, la playa– el mismo mensaje: “SOS Prensa”. Bojórquez hace su parte en Washington donde intenta sumar apoyos para exigir justicia, entre otros, en el caso Valdez.
Ramírez y media docena de compañeros corean consignas mientras Ibarra pinta las letras en la banqueta. A la reportera le preocupa exponerse tanto, sobre todo después de haber acusado a gritos al gobernador, un día después de la muerte de Valdez, de espiar y matarles por decir la verdad. La reportera ha pedido dejar de cubrir la fuente de gobierno unos meses: cree que ha perdido objetividad.
Valdez dijo en varias ocasiones que los periodistas están “rodeados” por el narco, por gobernantes cómplices y por una sociedad indiferente. En su último libro, “Narcoperiodismo”, escribió que a los reporteros no sólo los matan los cárteles de la droga sino también los políticos y las fuerzas de seguridad confabulados con el crimen organizado. Según la organización civil Artículo 19, el 56% de las agresiones a la prensa de 2016 procedían de funcionarios públicos.
“Puede que en una guerra mueras porque atacan el hotel de la prensa”, señala Ramírez. “En México mueres porque te quieren callar a ti”.
Uno de los casos más siniestros ocurrió en 2011, en Nuevo Laredo, Tamaulipas, en la frontera con Texas. Junto al cadáver de la bloguera María Elizabeth Macías había una nota firmada por Los Zetas. “Aquí estoy por mis reportes”, se leía. Al lado, un teclado de ordenador y unos audífonos junto a la cabeza decapitada de Macías.
El miedo es un compañero de viaje constante. Bojórquez cree que hay que “aprender a administrarlo, a jugar un poquito con él”.
Ante la presión, algunos medios optan por cerrar, como El Norte, de Chihuahua, después del asesinato de Miroslava Breach en marzo.
Otros siguen adelante. El Mañana, de Nuevo Laredo, aún publica pese a que mataron a su director en 2004 y los ataques no han cesado. En 2010, después de enterrar a dos de sus reporteros, El Diario, de Ciudad Juárez, preguntó directamente a los carteles desde su portada: “¿Qué quieren de nosotros?”.
Algunos periodistas optan por huir de su estado o incluso del país, pero esa decisión no es sencilla. Es difícil encontrar trabajo en el exilio y cuando salen a la calle sus ojos escanean nerviosos el entorno. Enterarse de que siguen matando a compañeros y de que ninguna agresión se aclara, les hunde más. Y a veces la muerte les persigue hasta sus refugios, como pasó con el fotógrafo Rubén Espinosa, asesinado en 2015 junto a una activista y otras tres mujeres en un departamento de Ciudad de México meses después de haber huido de Veracruz, el estado más letal para la prensa en los últimos años.
Los que se quedan no lo pasan mejor, inmersos en una lucha diaria llena de decisiones de alto riesgo.
Miriam Ramírez se quedó intranquila con un comentario en Facebook a una nota suya sobre empresas fantasma contratadas por el anterior gobernador. “Estos reporteros quieren terminar como Javier Valdez”, decía el mensaje que fue eliminado poco después.
Sin embargo, dice, ella está dispuesta a seguir. “Tenemos un compromiso con Javier, con nosotros”.
Aarón Ibarra, que antes de volverse periodista quería ser poeta, reconoce que le daba miedo cubrir el narco, pero tampoco piensa en renunciar. “México se va a la mierda, por eso me hice reportero”.
NOCHE DE CIERRE
Es viernes por la noche y se acaba de cerrar la edición de Ríodoce.
Los jefes están en la calle, sentados en la acera y beben cerveza. De pronto les llega un mensaje a sus teléfonos: hay muertos cerca de Mazatlán, en la costa. Algunas llamadas después, confirman 19 víctimas.
El semblante de Bojórquez cambia: eso no es normal, ni en el violento estado de Sinaloa. Al día siguiente habrá que cambiar la portada. La guerra sigue escalando como hacían prever algunos mensajes encontrados en esa zona.
Con la cerveza en una mano y el celular en la otra, suben la información a la página web de Ríodoce. Se escuchan sirenas cerca. Hay otra balacera en la zona. Bojórquez se dirige a la pareja de policías que custodia el edificio para que mantengan los ojos abiertos. Si hay miedo, no se siente.
Bajo la foto del fundador asesinado, con el dedo medio erguido para que todo Sinaloa lo vea, Ríodoce sigue su camino.
“¿Cómo pensar en cerrar –se pregunta Bojórquez– si el mismo día del asesinato de Javier, la practicante me pide que la mande a la calle a reportear?”