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Pantallas en fuga. Arte

El museo no ha sido aún capaz de resolver la cuestión de cómo retener y emocionar a los espectadores en las salas de exhibición de videos

Vista de la exposición de Bill Viola en el Guggenheim de Bilbao.Pantallas en fuga. Arte

ESTRELLA DE DIEGO

EL MAÑANA/Especial

Nueva York, principios de la década de 1990. El espectador está en el MOMA, sentado frente a unos monitores rudimentarios, y sigue con atención el relato que se narra en el vídeo. La cinta, de mitad de los setenta del XX, es rudimentaria también y en ella el artista, William Wegman, cuenta una historia con algo de autobiográfico que no termina jamás. A mediados de los setenta el vídeo como medio está apenas consolidándose y algunos artistas se sienten fascinados por esas nuevas posibilidades narrativas, más allá de las propuestas de Nam June Paik y Charlotte Moorman. “El vídeo es muy excitante porque se parece mucho a la televisión. Pero al contrario de la televisión, tienes que hacerlo tú mismo y puede ser caro”, dice Wegman.

Ese día, sentado solo en el cuartito diseñado para la ocasión, el espectador ha decidido ver la cinta completa. O esperar a que acabe la cinta más bien, porque inevitablemente habrá entrado con el vídeo a medias —¿cómo adivinar cuándo empieza?—. Sin embargo, esta vez quiere evitar lo de siempre: quedarse un rato y levantarse después rápido con la conciencia tranquila, pues se lleva un atisbo de lo que debe estar pasando en esa realidad paralela que ha creado Wegman. Se trata, claro, de una verdad a medias: en los vídeos narrativos —y casi todos lo son— lo esencial podría estar ocurriendo justo antes de que hayamos entrado o poco después de nuestra salida. La realidad, incluso paralela, no nos espera, recuerda Lacan.

TRAMPA FABULOSA

Es la trampa fabulosa de un medio que, en una vieja cinta de VHS, sobre una sofisticada pantalla o en una sucesión de pantallas múltiples, proyectado en un cubo negro como el cine, a veces cine en realidad, en una sala abierta con auriculares, como foto fija casi…, repite los mismos protocolos 30 años después. Tal vez por eso, cuando este verano el visitante del Museo de Bellas Artes de Boston se siente a visionar la película experimental Blue (1993) —de Derek Jarman—, seguirá estando solo frente a la película del cubo negro, un fotograma fijo “azul Klein” que sirve de fondo para narrar las experiencias personales de Jarman y la marginalización de los cuerpos queer tras la aparición del sida. También en esa visita, el espectador audaz decidirá quedarse un rato largo ante la pantalla, como hizo años atrás delante del monitor, y lo que parecía en principio inocuo acabará por sorprenderle: observado durante un buen rato, el plano estático despierta las emociones. Hace incluso llorar, como las viejas películas de amor.

tY es que asomarse desde un ladito a la sala donde se proyecta el cine o el vídeo en un museo; salir después de haber visto durante dos minutos el plano, creyendo conocer ya el contenido, construye una mirada de espejismo. Claro que el plano fijo de Empire de Warhol apenas cambia en ocho horas, pero vivir la experiencia en ese transcurso forma parte de la experiencia misma.

Pese a todo, el espectador voluntarioso, el que deseaba con todas sus fuerzas no traicionar las intenciones del artista, el que sabía que la realidad no nos espera, se siente de pronto atrapado en una misión imposible cuando se enfrenta con el vídeo —o el cine, ya que ambas experiencias tienen mucho en común— en la visita al museo. ¿Cómo enfrentarse al transcurso dentro de la estricta lógica de unas instituciones que, pese a animar la contemplación o el análisis, proponen cierto paseo resolutivo? Hay que verlo todo, así que el visitante termina por dedicar un tiempo muy escaso a cada cosa.

GRAN PARECIDO

Bien es cierto que, decía Wegman, el vídeo se parece mucho a la tele —hoy diríamos que a la pantalla del ordenador—, por lo tanto a un lugar del cual se entra y se sale sin dar explicaciones, ese ir al cine de los surrealistas —llegar con la película empezada, sin conocer de antemano el programa—. Sin embargo, a veces se tiene la impresión de que el museo no ha sido capaz de resolver el dilema de mostrar vídeo o de fidelizar a esos espectadores que siempre entran por un ladito y se quedan un rato corto después de “hacerse una idea”. O se paran de pronto frente al monitor y hasta se colocan los cascos. Dura un instante. Luego la pantalla o el monitor se quedan solos de nuevo.

¿Nos sentimos hoy tan perdidos frente al vídeo como delante de aquellos primeros monitores? ¿Es lícito ese salir corriendo del cuarto, ya que el vídeo es como la tele, discontinuo y fragmentado? ¿Sigue siendo aún el vídeo “como la tele”? ¿No es cierto que muchos vídeos ahora nos exigen formar parte de la experiencia misma de ver? Quién sabe si por eso nos consuela la experiencia totalizadora e hipnótica de ciertos trabajos de Viola o ciertas reflexiones de Tacita Dean, obras que okupan decididas el espacio del museo y se imponen sobre él. Nos envuelven.

Quizás faltan respuestas para muchas de estas preguntas. Quizás el vídeo se ha desarrollado más eficazmente que sus estrategias de visionado en el museo y casi 50 años más tarde la institución no ha aprendido a negociar la imagen en movimiento hasta las últimas consecuencias. De hecho, aceptemos incluso que el vídeo es como la tele y puede ser lícito quedarse solo un rato —una aserción muy dudosa—. Pero ¿y el cine? ¿Es admisible, incluso en una sociedad fragmentada como la nuestra, que trozos de películas se exhiban en las salas como “documento” del relato, convirtiendo el cine en un mero “relleno”, distorsionando su estatuto, acabando con el transcurso como parte de la experiencia de ver cine? Por este motivo, la próxima vez que vayan a un museo y se tropiecen con un fragmento cinematográfico, exijan ver la película entera. O pregunten cuándo empieza cada pase del vídeo para verlo completo. Igual hasta acaban por emocionarse frente a las pantallas en fuga —ocurre con Viola o Tacita Dean—.




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