Editoriales > ARTICULISTA INVITADO

¿La última batalla de Porfirio?

Abundan las piedras en el camino del Estado de Derecho, puestas por quien debiera allanarlo. En este escenario me atrajo el título de una nota en EL UNIVERSAL (24 de abril): "La última batalla de Porfirio". En ella se dijo que el diputado Muñoz Ledo "salía de su cuarentena para dar su última batalla", impugnando un dictamen favorecido por su fracción parlamentaria. El "decano legislador" reunió sus fuerzas —que las tiene sobradas— y arremetió contra la infamia que rompió el orden democrático.

No será la última batalla. Muñoz Ledo librará muchas más. En estos años ocupó la tribuna para cuestionar ciertos desvíos que encendieron su condición de gladiador. Recordemos, por ejemplo, el rechazo al empleo de la Guardia Nacional para acorralar a los migrantes. Esa Guardia —señaló—  fue concebida para luchar contra delincuentes, no para someter a desvalidos. Luego pugnó contra correligionarios que se le cruzaron en su pretensión de presidir el partido de su militancia. Y ahora impugna con vehemencia la violación de la ley suprema que se consumó en los palacios legislativos de Reforma y de San Lázaro, y fue bendecida en Palacio Nacional, donde quedaron de manifiesto el origen y la intención. En la tribuna de los diputados, el gladiador tundió la cerviz de sus adversarios.

¿La última batalla de Porfirio?

En diversos artículos me he referido al enorme desacierto que entraña una norma secundaria que vulnera frontalmente la Constitución. Este retroceso permite aguardar otros derrumbes en el Estado de Derecho. El disparate despertó el repudio de quienes todavía sostenemos que una disposición secundaria —fraguada en laboriosa clandestinidad— no puede prevalecer sobre la Constitución. Esta diversa jerarquía es regla elemental del Estado de Derecho, que hoy se desvanece asediada por el poder omnímodo y las legiones complacientes que le siguen con obediencia ciega. El Estado de Derecho padece cuando el capricho y la ignorancia pretenden postrar la norma suprema bajo una disposición secundaria para complacer al caudillo.

Pero en el debate que encendió la oratoria del gladiador hubo otro tema delicado, que saltó a la vista cuando sus adversarios pretendieron refutar sus argumentos. Ocurrió, para dolor y vergüenza, que un líder de legisladores utilizó la tribuna para favorecer el desacato a la Constitución. El líder proclamó: si la ley suprema contraviene la voluntad "justiciera" del poderoso en turno, hay que desecharla. Una vez más, la explotación pedestre del dilema, pésimamente planteado, entre la ley y la justicia. Gravísima confusión entre la justicia y el capricho.

La bárbara clarinada de ese hacedor de leyes, que debiera ser el primero en sostener la primacía de la Constitución, nos obliga a recordar el agravio que padecimos hace poco tiempo, cuando el Ejecutivo exhortó a sus subalternos a desatender la ley y atenerse a la versión de la justicia que les dictaran su instinto o su conciencia. Algo así como decir: si te estorba la ley, deséchala y actúa como te parezca mejor. Debemos recordar esta instrucción precisamente ahora, cuando se pretende violar la Constitución para satisfacer la conveniencia política de quien ya no reconoce freno para su poder imperial: ni la razón ni la Constitución.

La Suprema Corte dirá la última palabra, de la que estamos pendientes. Pero se requiere más: que los ciudadanos reaccionen con la misma vehemencia con que lo hizo el "decano legislador" en defensa de la Constitución. Si ésta declina frente al capricho del poderoso, no habrá defensa que ampare nuestros derechos. Y entonces ¿qué será de la Nación?