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La aldea es global, la misericordia no

Europa o Canadá han presumido durante años de su solidaridad con los países atrasados hasta que la covid-19 se atravesó en el camino

La manera en que los países ricos actúan en el acaparamiento de las vacunas me hace pensar en un capítulo de Jerry Seinfeld en el que George Costanza revela cuan frágil puede ser la solidaridad cuando esta compite con la propia supervivencia. Buscando impresionar a una chica a la que corteja, asiste como voluntario a una reunión social en un asilo de ancianos; George se desvive en atenciones hacia los inválidos haciendo gala de un corazón generoso y desinteresado... hasta que se da cuenta que ha estallado un fuego en la habitación contigua; en ese momento George se convierte en un salvaje que tira a niños y ancianos que estorban su paso para alcanzar la salida.

La aldea es global, la misericordia no

Europa o Canadá han presumido durante años su solidaridad para con los países atrasados mediante donaciones y programas sociales encomiables... hasta que la covid-19 se atravesó en el camino y puso en riesgo a sus propios habitantes; en ese momento asomó una mezquindad no muy distinta a la de George. Varios de esos Gobiernos intentaron impedir que los laboratorios fincados en sus países distribuyeran vacunas a naciones más desvalidas o acapararon cantidades muy por encima de las necesarias sin importar que eso significara descobijar a otros. Algo no muy distinto de lo que hizo el gobernador de Texas al exigir que se suspendiera el abastecimiento de gas a México, para atender primero a sus ciudadanos carentes de energía.

Lo dicho, en situaciones límite los seres humanos se transforman en su versión mas tribal y descarnada. En el fondo nada que sorprenda, salvo que es un cara a cara con la realidad que deja muy mal parada la narrativa con la que se nos vendió la necesidad de entregarnos en brazos de la globalización, la apertura incondicional y la interdependencia entre mercados y naciones. Todo eso funciona muy bien (es un decir, provoca también distorsiones, pero esa es otra historia), lo que resulta evidente es que en momentos de crisis cada cual opera en modo George o "sálvese quien pueda" y, está claro, que los "que pueden" terminan siendo los poderosos en detrimento de los débiles. No muy distinto de la usanza prehistórica, o de las películas de zombis, en donde la escasez se resuelve a favor del músculo.

Por supuesto tenemos a las Naciones Unidas o el mecanismo Covax. Pero la ONU resultó inoperante en la crisis de la covid y ha tenido un escaso protagonismo, pese a los repetidos exhortos, entre ellos el de México, de encabezar un esfuerzo mundial para la adquisición de vacunas destinadas a los más débiles. Por su parte, Covax es una iniciativa global liderada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y dos grupos de defensa de las vacunas: la fundación Gavi y la Coalición para las Innovaciones en la Preparación ante Epidemias (CEPI), financiada en gran medida por fundaciones internacionales y un buen número de países. Ha sido infinitamente más útil que la ONU, pero también es evidente que solo pudo conseguir vacunas cuando la rebatiña de los buitres mayores, en este caso las potencias, habían concluido su primer embate. Tan es así que apenas esta semana entregó vacunas al primer país, Ghana, dos meses después de que el proceso de inoculación arrancara en los países del norte.

Se ha dicho, con razón, que la epidemia de la covid terminará cambiando muchas cosas en la vida diaria y en las prácticas sociales. Pero también en la relación entre países. Curiosamente hasta ahora la única acción desinteresada en favor de México ha sido la donación de vacunas por parte de India, más allá de la "graciosa concesión" de Rusia y de China para vendernos dosis de emergencia por razones esencialmente geopolíticas.

Está claro que en el mundo postpandemia los países que no forman parte del club de las potencias tendrán que revisar prioridades y criterios de cara a futuras crisis. La probable guerra del agua, la precariedad en el abastecimiento de alimentos, materias primas y energía que los cambios ecológicos provocarán en el planeta, la emergencia de nuevas tecnologías o el riesgo de acaparamiento de recursos estratégicos, y un largo etcétera de posibles fragilidades, nos condenan a redefinir prioridades y estrategias. No se trata de apelar a una idílica e irreal autosuficiencia, desde luego, porque ninguna sociedad moderna puede ser una isla. Pero sí es menester dejar de entregarnos de brazos abiertos y de manera irreflexiva a una dependencia absoluta en algunas áreas estratégicas. Países como el nuestro tendrían que definir aspectos en los que en atención al interés nacional habría que conservar márgenes de autonomía aun cuando sea mínima; otros temas en los que estarían definidas de antemano estrategias alternativas y de emergencia; y aquellos en los que de plano tendría que negociarse que la dependencia no nos convierta en víctimas frente a una crisis.