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En seguridad pública: incompetencia y abdicación

En México la moral pública está quebrada y casi desaparecida. Las estructuras familiares se han diluido o torcido y hay familias enteras dedicadas al delito. Este gobierno fue votado en gran parte para combatir la corrupción y la inseguridad. En la primera va avanzando, en la segunda queda mucho a deber

La Encuesta de Victimización y Seguridad del INEGI, mide la opinión que se tiene de la seguridad en el país. Siendo una medición rigurosa para alimentar y actualizar diagnósticos, debió servir a las autoridades y expertos de la materia para utilizarla en beneficio de la ciudadanía. Lejos de ello, ha sido ignorada.

El gobierno carece de programas, proyectos y lo que es peor, compromiso y convicción de utilizar los recursos legales y constitucionales a su alcance para controlar el nuevo auge de la delincuencia, la responsable de asaltos, homicidios, secuestros, extorsiones y a la que ahora se suma la manifestación violenta y la resistencia de grupos anarquistas, el comercio informal, huachicoleros e invasores de predios, todas ellas expresiones de una delincuencia "social" que desafía espacios públicos y privados, crece e impone a los ciudadanos la violencia.

En seguridad pública: incompetencia y abdicación

Ante la falta evidente de ideas y de un programa de acción, se opta por chistoretes —"abrazos y no balazos"— y la puntada de acusar a los delincuentes con sus mamás y abuelitos. Están trazadas las líneas cada vez más claras de un gobierno bipolar que aplica las leyes de manera selectiva; manga ancha para la informalidad y la violencia criminal y dureza y amenazas sin contemplaciones contra los ciudadanos pacíficos.

Las normas y reglas que se aplican al ciudadano común y corriente son estrictas y diametralmente opuestas y contrastantes con las libertades de que gozan vándalos. El huachicolero puede disfrutar de una pensión superior a los 8 mil pesos, conforme a la promesa presidencial; los invasores de predios y secuestradores de camiones y autobuses crecen y no solo gozan de impunidad, sino que se les premia con plazas. En contraste, al ciudadano que tarda en efectuar el pago del parquímetro, los policías imponen la inmovilización del automóvil con el candado. Una vuelta prohibida, algo parecido. Al ciudadano se le sanciona, no así a quien incendia una librería o bloquea las vialidades al aeropuerto u ocupa casetas de cobro de autopistas.

Condicionar al abatimiento de la pobreza la acción policiaca necesaria ante los desbordamientos de la inseguridad es una equivocación. La pobreza no es por sí misma generadora directa de delincuentes. Si lo fuera, países más pobres tendrían peores números que los de México en inseguridad. El delito patrimonial sigue una lógica simple: crece donde hay mayor riqueza y hay impotencia para impedir la impunidad.

En México la moral pública está quebrada y casi desaparecida. Las estructuras familiares se han diluido o torcido y hay familias enteras dedicadas al delito. Este gobierno fue votado en gran parte para combatir la corrupción y la inseguridad. En la primera va avanzando, en la segunda queda mucho a deber.

¿Cuál es la fórmula no encontrada hasta ahora? ¿Existe siquiera? La tentación que dibuja la llegada de un autoritarismo creciente, toma fuerza también ante una población harta de la violencia, que pide acciones de la policía o del ejército fuera de la ley para combatir a los criminales. En esa línea de pensamiento, acechan la pérdida de la condición de Estado, el desconocimiento de los Derechos Humanos y la destrucción de la democracia. La seguridad es la consecuencia de una buena gobernabilidad.

Se requiere voluntad política para fortalecer la policía en los tres niveles de gobierno, asignar a la Guardia Nacional las funciones de origen y aplicar la ley sin distingos y tiempo, si se quiere abatir la impunidad. La encuesta arroja datos espeluznantes por la comisión de más de 32 millones de delitos en el país con una impunidad que supera el 98%.

El reto es doble, conseguir niveles satisfactorios de seguridad pública y de paz social y mantenerlos de sexenio en sexenio. Hay que recordarles a las autoridades que el mandato constitucional por la seguridad no les es potestativo, asumirlo es su primera obligación y no pasa por la simple receta de darles un jalón de orejas.